En el 2019 las tomas clandestinas de gasolina no pararon de crecer: casi se duplicaron respecto al año anterior. El cartel de Santa Rosa de Lima puso a Guanajuato en el escenario del crimen organizado. Hidalgo va en esa ruta, aunque todavía no hay un grupo único, las células locales se pelean la zona y los puntos de extracción, y dejan detrás sangre y muerte
Por: Áxel Chávez / Lado B
Fotos: Marlene Martínez y Viridiana Contreras
HIDALGO. Halcón vigila la carretera, los accesos que llevan a los maizales crecidos entre los ductos.
Halcón mira una bota de policía y el Dos le dice a Morro que jale la manguera. Que la arrastre hasta donde da el torton. Que tenga cuidado con la fuerza porque está escuálido y, como ésta se sacude cual serpiente, no le vaya a ganar la fuerza cuando escupa el combustible.
Rostro de niño con vellos dispersos en la barbilla, Halcón es menor, pero más grande que Morro. En la cadena criminal está el Dos o el Segundo y luego el Capo. Hay muchos capos, muchos dos, muchos sicarios, muchos halcones: hijos de la pobreza, metal caliente que se funde en la hoguera de la ordeña, muchos morros, morrillos, picando las tuberías, extrayendo el crudo hacia los bidones.
Morro, según la RAE, es también esa parte más o menos saliente de la cara de algunos animales, en que están la nariz y la boca. El hocico, pues. Las fauces de una fiera que en su hambre le hinca los dientes a las tuberías que transportan la savia negra de esta tierra, conocida como huachicol.
Halcón observa sujetos armados con R15 que portan cubrebocas, pero también, al fondo, ve policías estatales y municipales de Tlaxcoapan, cuyas sombras se mezclan entre los ductos. Están juntos. No hay lugar más seguro para delinquir.
Tlaxcoapan está al sur de Hidalgo, dentro de la región geográfica del Valle del Mezquital, cercano a los linderos con el Estado de México. Estados, los dos, en donde el Revolucionario Institucional mantiene su último bastión.
Pegadito está Tlahuelilpan, ese lugar en donde la lumbre corrió por la canaleta de San Primitivo, cuando el componente MTB, un aditivo para gasolinas, estalló con personas que tenían las piernas dentro del riachuelo de combustóleo, y alcanzó a los que extraían crudo de la periferia. Quedaron huesos dispersos, fragmentos de cráneos, trozos de piel chamuscada, adheridos a lo que fue cuerpo. Ciento treinta y nueve muertos. Fue la noche del 18 de enero de 2019.
Halcón y Morro hunden sus pasos en un charco de lodo que se hizo por la tierra mojada con el crudo. Morro empuña el teco, una herramienta hechiza con la que hacen la perforación. Es un cilindro que tiene adentro una broca y unos empaques. A los lados trae tuercas soldadas.
Mientras gira, el teco aprieta las tuercas conforme baja la broca, con eso logran que el ducto no haga chispa. Morro, piquetero, está al pie del tubo abriendo la válvula.
El Parka alguna vez fue morro, hijo de la pobreza, malasangre. Su cuerpo quedó tendido en el Oxxo de Mixquiahuala, lo acribillaron con saña. El testigo lo recuerda antes de ser El Parka:
“Trabajaba con un vato al que le decían El Borrego, porque vendía panza de res. Era un teporocho, no dabas un peso por él. En Santa Ana (Ahuehuepan), todos los jueves llegaba y era teporochillo, pero quién sabe con quién se conectó”. Inteligencia federal lo sabe: el Cartel Jalisco Nueva Generación.
Antes, cuando vendía panza de res, no era El Parka –Julio César Zúñiga Cruz para inteligencia del Estado y/o Héctor Baltazar Osorio Delgado para la Policía Federal–, sino el Tío y bebía marranilla, un alcohol rebajado que arde como aguarrás. Fue cuando “se quedó ciego un tiempo, por tanto cristal y luego esa madre”.
“Ahí, en San Francisco Bojay (Tula), tenía una casita de dos cuartitos. Su casa estaba ahí enfrente del campo de futbol y ahora es una pinche mansionsísima. Incluso abajo hay una vinatería. Ahí vive su mamá. Esa vinatería la atiende la que era su esposa”, Norma Maturano Pérez, señalada como parte de la red criminal que infiltró la refinería Miguel Hidalgo para controlar los tableros y extraer el crudo.
Lo que no murió con la ejecución del Parka fue su imperio criminal. El negocio lo heredaron sus dos hermanos y su lugarteniente, El Cholo, también heredaron la violencia como herramienta de control y dominio.
Sólo en esta región, el gobierno del estado reconoce a cuatro líderes de la ordeña:
Pero las rutas del crudo se mueven, como la gasolina robada por las mangueras, en un corredor que va desde Huichapan hasta Cuautepec, de los linderos con Querétaro a las orillas de la sierra norte poblana. Y el control se pelea a bala y soborno entre estos y otros jefes criminales, ligados también a los carteles.
La ejecución del Parka ha sembrado de cadáveres la región. Un ajuste de cuentas cuyo signo ha sido la saña y la violencia contra los cuerpos, a veces despedazados, a veces sólo con el tiro en la sien pero marcados por la violencia simbólica de las amenazas.
El 18 de abril, en Tasquillo, ahí pegado a Querétaro, apareció un cuerpo desmembrado dentro de bolsas de plástico, frente a la iglesia de Portezuelo. Al lado un mensaje: la advertencia.
El 20 de mayo una balacera en el centro de Tula, en el puente 5 de mayo, dejó un muerto. Sujetos a bordo de una camioneta le dispararon. En este municipio, cuando el robo de combustible hizo de Hidalgo el estado más ordeñado, se encontraron manos cercenadas a metros de una cabeza humana.
Y la muerte trajo más muerte. Veintiséis municipios penetrados por el robo de combustible: 30 por ciento del territorio en pugna por rutas para el trasiego y la perforación de 101 kilómetros del ducto Tuxpan-Tula, 17 del Tuxpan-Azcapotzalco y 80 del Tula-Salamanca.
Iban por El Alanís, jefe de ordeñadores en San Gabriel, Tezontepec de Aldama, en el mero centro de Hidalgo, “pero a la que chingaron era pura gente que no tenía nada que ver”. Era gente que llevaba alimento para los toros, gente de Puebla; otro que estaba arreglando una camioneta, luego una señora y dos niños. Siete.
Quien lo cuenta fue Segundo de un grupo de robo de combustible y, como todos en esta historia, accedió a hablar a cambio de que no se conozca su nombre.
La que narra fue una de las primeras balaceras entre el grupo del Parka y Los Talachas, en pugna por el control de los ductos en Tezontepec y en la zona Tula-Tepeji, que ahora también pelean el Amarillo, el Chita, el Geisha y el Jefe de jefes.
“Uno quiso ser más cabrón que otro”, y la jefatura la disputaron armas largas en mano y cadáveres dejados por las carreteras.
A veces se hacían de armas con los mismos ministeriales. De 2006 a 2015, de acuerdo con una publicación de Animal Político, la entonces PGR perdió mil 171 armas de fuego, cifra superior al número de armas perdidas por la Policía Federal pese a que ésta tiene más de 40 mil elementos, por apenas 8 mil de la PGR.
La guerra entre grupos por el control de la ordeña ha dejado una cadena de culpas y reguero de cadáveres, que suma y suma cadáveres.
En el círculo rojo del gasotráfico dicen que al Parka lo asesinaron sicarios del América. El Hormiga, asesino a sueldo del Parka, mató al Puerco, hijo del Talachas y segundo al mando de ese grupo.
Al Talachas lo asesinó la gente del el Parka, cuando éste ya había muerto. Al Hormiga, que lo trajeron de Tamaulipas donde trabajaba para Los Zetas, aunque era nativo de Anaya, Tepetitlán, ya también lo asesinaron. A los Talachas les acaban de matar otro hijo, Jorge. Eslabones en una cadena de muerte…
Al Talachas lo mataron el 18 de mayo de 2019 en Santa Ana Ahuehuepan, Tula. Entraron a su casa en la calle Cuitláhuac y lo tirotearon cuando llegaba del rosario de su hijo, el Puerco, que fue asesinado seis días antes.
Cuenta un hombre de Santa Ana: “Supieron dónde iban a pegar, porque chingaron primero al Puerco. Si hubieran chingado a uno de sus hermanos, el Puerco les hubiera hecho un cagadero, porque ese vato sí no era de que me voy a tentar, era de vámonos recio. Le pegan a él y sus hermanos no son de accionar. El Puerco sí era de arre, vámonos. Chingan al Puerco, chingan a su papá y ahorita chingaron a su hermano”.
De los Talachas quedan dos hijos. Eran de Puebla. Están moviendo a su gente allá para drenar ductos. ¿Por qué no te vas con ellos?, pregunto a un halcón de Santa Ana, que cuenta del desplazamiento. “Si no me chingaron aquí, no voy a ir a que me chinguen a otro lado”.
A su padre sí lo mataron: el cuerpo quedó tirado sobre una brecha de carretera, en Tula, con las ojivas dentro del pecho. Por eso entró al negocio de la ordeña de ductos, dice; lo acorraló la pobreza y el desamparo. La nostalgia que tiene en los ojos es el pesar por el recuerdo.
A 70 kilómetros de ahí, de Tezontepec, está otro pueblo sobre ductos, Tlaxcoapan.
El contacto conoce, como pocos, la operación de la ordeña. Ha estado cerca de capos, pero también de halcones que quieren ser capos; además, vinculado como está con la gente, se alimenta de todas las voces y arma los entresijos de la historia. Por eso lo tiene claro: el robo y venta de combustible es una red en movimiento, de vinculación social.
“Si tú eres de Dhoxey (localidad erigida entre oleoductos), te aviso que hay forma de sacar. ¿Cuántos? Mil litros. ¿A cómo? A tanto. Esto es así, como en un anuncio de radares en donde llegan y te dicen: ‘a ver, yo voy por 20 mil litros la compra’. Es muy fácil eso, como si dijeras: ‘yo necesito unos rines’, y te metes a Mercado Libre. Esto es en una forma oculta, pero todos saben qué pasa.
“En Bomintza (Tula) traen pipas. Una llamada y te dicen: ‘hay de a ocho varos’. ‘Oye, ¿y los halcones y los piqueteros?’ Esa es tu bronca”.
Los contadores son los encargados de la operación financiera, que incluye el pago de sobornos. En la nómina que muestra como conversación de WhatsApp están los siguientes datos:
Estatales, “el tostón”: 50 mil. Destacamento que llegó del Ejército tras la explosión del ducto el año pasado, “45 mil”. “Peseteros”, como llaman, despectivamente, a los municipales de Tlaxcoapan y Tlahuelilpan, “cinco mil”, por cabeza.
El Dos cuenta que en los operativos policías estatales les quitaban camionetas y al otro día ya las estaban vendiendo en el retén. La economía subterránea de la ordeña salpica casi tanto como el ducto cuando se agujera.
Las “súper Duty”, usadas para la carga de bidones, se las ofrecían en 25 mil pesos. “Era negocio redondo, porque los estatales mamaban también lana”.
A las policías municipales de Tula y Tezontepec, dice, les comunican por radio las características de las camionetas cargadas con combustible, para que las escolten hasta salir del municipio.
“El otro día miré a una patrulla que llevaba un pinche bidón de mil litros. Los mismos soldados sacan, ofrecen garrafones de 50 litros, a 300 pesos; traen poquito, como unos 2 mil litros”.
El Dos se queda pensando: “¿Esto del huachicol de dónde vino? De los mismos de adentro. El huachicoleo más perro que había era ahí adentro, en la refinería, ahí una pipa pasaba y con los mismos papeles salía otra; es decir, no se contabilizaba, o cajas extras salían con bidones. El huachicoleo más perro siempre fue adentro”.
El miércoles pasado, en su visita a la refinerá de Salamanca, el presidente López Obrador le dio la razón al Dos. Dijo que la ordeña en en los ductos era sólo una «pantalla», el robo sustancial se hacía desde las mismas instalaciones de Pemex. El mandatario dijo que de los 80 mil barriles que se robaban antes en un día, hoy sólo se extraen ilegalmente 3 mil.
Las historias que se cuentan de El Parka giran alrededor de las ganancias millonarias vendiendo combustible robado de Anaya, San Gabriel, La Loma de Tepetitlán, en Tepetitlán y en la presa Endhó. Se dice que sobornaba a todas las policías y que su célula mantiene el control de esos ductos.
Uno de los destinos del combustible extraído de los ductos hidalguenses es Ciudad de México. Los choferes quitan asientos de las camionetas Silverado, de las Explorer y de las Suburban y cargan 50 garrafones: 2 mil 500 litros cada una. Transitan por el Arco Norte hasta llegar a Pachuca, después a Indios Verdes y a Colonia Doctores, toda la zona de central de abastos.
La cola y los punteros protegen el convoy: son ministeriales al frente y hasta el final que cobran un peso por cada litro de los cargamentos que resguardan.
“La primera vez que me agarra el federal, me le di el cerrón. La reacción del federal fue inmediata. ‘Ya te llevó la chingada’, me dijo. ‘Para que te vayas con esto me das 40 mil varos’. ‘No, pues 30, le dije’. ‘Manda por ellos’”.
Iban 20 en caravana y las otras 19 avanzaron, cuenta el chofer, que traslada cargamentos a CDMX y trabaja para un grupo ubicado en Tetepango, Mixquiahuala y Actopan.
“En otra ocasión, los federales, porque les asignan el mismo tramo, nos agarraron con droga y a la tercera ya nos dijo: ‘miren, hijos de su pinche madre…’ ahí manejando por el Monumento a la Revolución nos trabaron a dos chavos, mandaron de la SEIDO. Tuvimos que dar 500 mil pesos”.
Doce de la noche. Día terciado de junio de 2020 en la zona de ductos entre Tlaxcoapan y Tlahuelilpan. En el punto hay 15 personas, entre halcones, piqueteros y despachadores, seis entran directo a la toma: suben manguera y despachan, uno está adentro, son dos metros de profundidad.
Quien opera la toma se comunica por radio para saber cuándo cerrar, por las alertas que reciben en el tablero los operadores de Pemex al detectar una perforación, o por los reportes que arrojan las frecuencias radiales de seguridad estatal y municipal, también ahí.
“En algunos dos meses sí disminuyó, pero ya a la larga empezaron a perforar nuevamente. También empezaron a vender los soldados”, cuenta Halcón, que ha visto cuando policías municipales y estatales que están en el punto, contratados para vigilar, cargan los tanques de sus patrullas con gasolina robada. Ellos también echan a la batea garrafones y la comercian entre diez y once pesos, “porque está a 17, pero la llegan a poner a siete pesos”.
El momento en el que disminuyó fueron los días siguientes a la explosión en Tlahuelilpan, que dejó al pueblo enlutado con la muerte de 137 personas.
Cuando los peritos se fueron, al día siguiente de haber llegado, las familias cavaron y encontraron posibles huesos y piel humana con los que creían se podía identificar a las víctimas. Estaban desesperados. Buscaban con ansia a los suyos. De los objetos hallados, algunos aún están en los altares, bajo vitrina, erigidos en el predio donde ocurrió el estallido, con cruces a la memoria de sus difuntos.
Después de los funerales, sin embargo, tras el día a día de andar las calles cargando los féretros hasta que el panteón no pudo recibir más cuerpos, la ordeña volvió, imponiéndose sobre la tristeza y el dolor de los deudos.
Para el robo de combustible, morros y halcones son “centaveros”, sus manos valen eso, centavos, aunque se llevan hasta mil 800 pesos la noche. En la cadena de la ordeña son el eslabón más bajo y vulnerable: ya uno murió calcinado en una toma cerca del Centro de Bachillerato Tecnológico Industrial y de Servicio (CBETIS) 218, en noviembre del año antepasado. Su cuerpo se consumió con las llamas; imposible reconocer el rostro.
Halcón ha visto mucho desde que alerta sobre el arribo de la Guardia Nacional o grupos antagónicos, suficiente para saber que la ordeña no opera sin la corrupción.
Cuenta que los militares que llegaron tras la explosión de Tlahuelilpan avisan cuando van a salir a dar su recorrido, entonces les dejan mangueras y algunos bidones llenos o semivacíos, que reportan como decomisos. Hay un pacto: el ingreso es por días terciados y pueden ordeñar de doce de la noche a seis de la mañana. El pago: 45 mil a la cabeza, que distribuye entre todos.
En dos minutos llenan un bidón. La manguera es de dos pulgadas y la presión la detecta tras cinco minutos. Después, cierran la válvula y esperan indicación desde Pemex para volver a abrir. Sacan entre cinco y seis camiones tortons, cada uno con capacidad de seis mil litros. Treinta y cinco mil litros, y si cada uno lo ponen en 10 pesos, son 350 mil una noche cada tres días.
Cuando terminan de ordeñar, conectan la máquina de soldar a baterías de carros. Como si pasaran corriente a un auto, conectan una de las pinzas a un poste y el otro hace tierra en el tubo.
Halcón baja la voz y esquiva la mirada. No deja de mirar los autos que pasan. Sepulta la conversación con su silencio cuando se le cuestiona el riesgo y estar ahí tras la muerte en Tlahuelilpan.
Quizás recuerde, como silbido leve, el corrido de las víctimas del 18 de enero: “pero nunca imaginaron que ahí perdieran la vida, muriendo todos quemados, quemados con gasolina”.
El gobierno de Hidalgo no reconoce la operación de cárteles, pero en una radiografía que presentó el pasado 18 de junio ante el presidente Andrés Manuel López Obrador, en una conferencia desde el C5 estatal, aparece La Unión Tepito, La Familia Michoacana, El Cártel del Golfo, Los Zetas y el Cártel Jalisco Nueva Generación dentro del territorio.
Además, el informe Mexico: Organized Crime and Drug Trafficking Organizations, elaborado por el Congressional Reserve Service –el servicio de investigación del Congreso de Estados Unidos–, que data del 20 de diciembre del año pasado, refiere la pugna entre Zetas Vieja Escuela y el Cártel Jalisco por el control de los ductos en el centro del país y ahí Hidalgo presume su estadística, es el estado más ordeñado desde 2018.
En Tula-Tepeji, cargamentos de mercancías son robados presuntamente por La Unión Tepito; además, desde 2017 se detectó la presencia de Grupo La Sombra –conformado por exmiembros del Cártel del Golfo–, también asentado en las huastecas potosina, veracruzana e hidalguense, en supuesta alianza con José Antonio Yepez, El Marro, del Cártel Santa Rosa de Lima.
Asimismo, en los municipios que colindan con el Estado de México inteligencia federal ha detectado que La Empresa, célula criminal de La Familia Michoacana, y de un grupo desertor de este cártel: La Nueva Empresa, antes identificado como Guerreros Unidos, implicado en la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, buscan abrirse paso.
De las siete células de robo de combustible que el secretario de la Defensa, Luis Crescencio Sandoval González, hizo públicas el 8 de mayo de 2019, también en una conferencia del presidente en Hidalgo, dos líderes han sido asesinados: el Tito y el Talachas. Sedena ya no incluía al grupo del Parka, pese a que aún opera; además, quedan los Cholos, el Michoacano, los Poblanos y los Capulines.
El Hijín, tras el asesinato del El Tito, del que era segundo, hizo su propio grupo, y las Garfias, para vengar a su padre, el suyo, cuyo signo es dejar en los cuerpos una cartulina con las iniciales CJNG, «marca» que usufructúan.
Si en 2018, con 2 mil 121, hubo más tomas clandestinas en Hidalgo que los 17 años anteriores (mil 86 de 2000 a 2017), en 2019 crecieron otro 92 por ciento, hasta llegar a 4 mil 71.
El crimen no cesa con la pandemia: hasta el 18 de junio, la Sedena había detectado mil 403 perforaciones. Y los municipios más vulnerables, además de Cuautepec, en el Valle de Tulancingo, son los del Mezquital.
Con manos sobre los ductos hay muchos capos, que operan con sus segundos, contratan sicarios y enlistan a halcones. Al fondo, hijos de la pobreza, los morros extraen el crudo de las tuberías y cargan garrafas.
Sicarios matan rivales y cárteles subordinan a operarios locales, contadores simulan negocios y pagan sobornos a policías.
Mezclados con el hampa vieja, la infancia pone un dedo sobre la válvula, mientras por el pastizal que pisan, visibles los ductos sobre la hierba, escurre una línea verdiazul de gasolina. Huele la corrupción, pero también la sangre y muerte, tanto, como el crudo que extraen con la broca hechiza.
Este trabajo fue publicado originalmente en LADO B que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.
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