Nuevamente, la cinta pone de relieve cómo los problemas más graves que podemos sufrir son estructurales, nunca personales, y la única forma de enfrentarlos es con una respuesta común
Por Saúl Sánchez López*
A Nathalie
Y el Óscar fue para… ¡Flow!, película de animación independiente, muda y renderizada con Blender (programa de software libre), proveniente de Letonia, país del que nunca se oye hablar, como los mejores tesoros por descubrir. Un duro mensaje para la industria cinematográfica mainstream, acostumbrada a fórmulas comerciales basadas en efectos especiales, escenas de acción incesantes, guiones sensacionalistas y millones de dólares en producción.
El secreto de su éxito podría explicarse apelando a lugares comunes como que las imágenes valen más que las palabras y cosas por el estilo, pero lo cierto es que, en un medio dominado por superhéroes, refritos e inclusión forzada, es simplemente refrescante encontrar una película original y atrevida con un sentido profundo. A contracorriente del falso wokismo de Hollywood, la cinta no renuncia en lo absoluto al trasfondo político, solo que lo hace de manera sutil, inteligente, sin necesidad de adoctrinar a nadie. El que quiera entender que entienda.
En un primer plano, psicológico, el filme trata de un viaje existencial desde el Yo hacia el encuentro con los otros. La casa del minino, rodeada de esculturas de sí mismo, simboliza el egocentrismo, un lugar que es difícil dejar por voluntad propia. Es la amenaza, externa, de su vida, la que obliga al protagonista a aventurarse fuera de su zona de confort y enfrentar sus miedos, representados por el agua —enemigo natural de los felinos—. El instinto de supervivencia es sin duda una poderosa fuerza de superación personal; los desafíos pueden ser múltiples, el desempleo, la enfermedad o, en este caso, un tsunami.
En su periplo, el gato se ve forzado a convivir con un grupo variado de animales en una pequeña embarcación, cual arca de Noé minimalista. Allí, tendrá que aprender a convivir con otras especies, a pesar de las diferencias, lo que evidentemente conlleva relaciones tensas y no pocos conflictos. Pero cuando la vida de todos está en riesgo, no hay lugar para el egoísmo. No importa si nadas o vuelas, si ladras o maúllas, todos tienen que poner de su parte y nadie está de más. “Vamos todos en el mismo barco y debemos encontrar maneras de superar nuestras diferencias y trabajar juntos”, dijo el director Gints Zilbalodis en la entrega del premio. Frente al individualismo promovido por la extrema derecha, según el cual, cada quien debe ver por sí mismo; el colectivismo, entendido como cooperación y búsqueda del bien común, es nuestra única esperanza.
La “evolución” de los personajes no se da, pues, en el sentido darwinista del término, sino como aprendizaje colaborativo entre especies. Es la adaptación a los demás —no al medio ambiente— lo que les hace crecer como individuos. Sin decirlo, la película hace la mejor defensa del multiculturalismo que puede haber, en un momento en que la xenofobia ha vuelto a cobrar fuerza en Occidente.
El ave secretario defiende al michi al grado de enfrentarse a los suyos, resaltando el valor de la solidaridad por encima del instinto gregario. El mensaje es claro: no hay que ser de la misma “especie” para luchar por los demás. No solo debemos interesarnos por “los nuestros”; todos somos del mismo grupo y todos somos asunto de todos. No hace falta ser gay, indígena o migrante para luchar por sus derechos. Todas las causas son nuestras porque son causas humanas. Y si “los nuestros” atentan contra la dignidad de otro grupo social, tenemos que enfrentarlos, ya sean judíos criticando a Israel o estadounidenses protestando contra Trump.
Pero en el mundo de Flow, el antagonista no es ni otro personaje ni otro grupo, sino las mismísimas fuerzas de la naturaleza, mientras que los protagonistas son, literalmente, refugiados climáticos, como los pueblos de Bangladesh o Islas Marshall. La película apuesta a que, si la audiencia empatiza con un grupo de animales indefensos, no será indiferente al sufrimiento humano de poblaciones enteras que escapan de desastres naturales, epidemias y demás horrores. Este es un segundo nivel de análisis, eco-político. Se trata de una alegoría del cambio climático —o cualquier otra catástrofe “natural” de proporciones planetarias— dirigida a escépticos y negacionistas que pululan en internet y ahora también en los gobiernos. Los animales, como la gente, sufren las consecuencias de un problema que no crearon y sobre el que no tienen ningún control. Y, sin embargo, es justamente a partir de la calamidad que se conocen y terminan forjando un lazo (es curioso cómo las tragedias siempre unen a la gente). No obstante, la animación, lejos de ser ingenua o romántica, es de hecho fatalista, y no solo por el destino final de los personajes. La enigmática ballena, cuyo hábitat natural se encuentra en las antípodas, pone de manifiesto cómo el “espacio vital” de unos choca inexorablemente con el de otros. ¡Vaya lección de realpolitik! Esta simbiosis de espacios y especies plantea una tesis de geografía crítica simplemente magistral.
Nuevamente, la cinta pone de relieve cómo los problemas más graves que podemos sufrir son estructurales, nunca personales, y la única forma de enfrentarlos es con una respuesta común. Cada quien por su lado es la receta para la extinción. Nuestros destinos están unidos por el solo hecho de compartir la misma época. Puede que seamos extraños en el devenir de la existencia, pero si nos atrevemos a ir al encuentro de los demás, nos daremos cuenta de que, al menos, no estamos solos. Esta es la quintaesencia de Flow: la vida es de suyo un viaje tempestuoso; qué mejor que hacerlo juntos.
*Esta columna fue originalmente publicada en POP LAB.
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