Flor y su familia crearon durante la pademia un solar maya, un huerto en el patio de su casa que les proveyera de comida si la crisis económica arreciaba. También, en conjunto, fundaron una frutería que la joven atiende en las tardes y donde hace sus tareas de la carrera de derecho que comenzó a distancia
Texto: Marcela del Muro
Foto: Alejandra Rajal
YUCATÁN.- “Si trabajas bien la semilla del cilantro puede llegar a darse en 15 días”, comenta Flor Cante sobre el eficaz método de siembra de su mamá, que acorta más de un mes el tiempo habitual de cosecha de la planta. El secreto es sencillo y consiste en quebrar la cascarita rosada que protege la semilla antes de plantarse.
A finales de abril del 2020, Flor cosechó el primer kilo de cilantro de su solar -un huerto familiar también conocido como traspatio maya con gran variedad de flora y fauna doméstica-, un proyecto creado durante la pandemia y pensado por su hermana Chely como el sitio que les podrá proveer de comida si la crisis económica arrecia. Este espacio verde está construido por varias manos y forma parte de un círculo de bienestar, como lo llama Flor, entre cinco mujeres de la comunidad.
La familia usa sólo una pequeña parte de lo que produce el solar, el resto lo venden poco a poquito en La Fe, la tienda de abarrotes y frutería del hermano mayor de los Cante que, al igual que el solar, nació durante la crisis por la covid-19. Flor trabaja todas las tardes ahí y aprovecha los ratos libres para acabar sus tareas de la universidad, porque la estudiante de 19 años también comenzó la carrera de derecho durante esta crisis sanitaria.
Flor y su familia viven en el municipio de Sotuta, que se encuentra al centro-sur del estado de Yucatán. El nombre del pueblo proviene de la palabra maya compuesta Zutut-ha que se traduce como agua que vuelve o gira circulante. Esto representa bien a la mayoría de sus habitantes, que se desplazan a ciudades vecinas para trabajar en distintos oficios y profesiones, y siempre vuelven.
Pero el regreso por la pandemia no fue confortable. Los trabajadores llegaron cargados de preocupaciones y sin empleo; muchos no tenían dinero y se sentían desesperados por la falta de movilidad porque, además, la covid-19 tocó el suelo yucateco con fuerza, siendo el estado con más casos confirmados de coronavirus en población indigena en todo México, con 2 mil 529 contagios de 15 mil 415 que tuvo todo el país, según el reporte de principio de año de la Secretaría de Salud.
Para finales de marzo, la casa de la familia estaba llena de hamacas, tres de los cuatro hermanos que se encuentran trabajando en otros lugares se asentaron nuevamente en el pueblo. Rogelio, de 34 años, volvió desalentado por la desactivación de la industria turística en Playa del Carmen; Luis, de 30, que trabaja como maestro en distintas comunidades de Yucatán, regresó pensando cómo solucionar la distancia para el aprendizaje de sus alumnos; y Chely, de 26, que es administradora en un despacho de abogados en Tulum, volvió para trabajar desde casa pero con el sueldo rebajado.
En un estudio realizado por la organización Serapaz en pueblos y comunidades indígenas en 13 estados del país, se señala que en el 70 por ciento de las comunidades monitoreadas regresaron personas que vivían fuera del lugar: el 56 por ciento fueron trabajadores eventuales, 36 por ciento estudiantes, el 17 por ciento personas que perdieron su trabajo, entre otros.
Para Flor fue distinto. El 2020 prometía ser un año de cambios, pero a ella la cuarentena la dejó varada en su pueblo. “Aquí estoy en la virtualidad, pero entiendo que las cosas pasan por algo. El tiempo se está acomodando para mi familia y yo estoy siendo de mucha utilidad”.
La incertidumbre llenaba todos los rincones de la casa, existía un temor constante de que hubiera pérdidas de trabajos definitivas entre los hermanos y que la economía familiar se viniera abajo. Esto tenía algo de probabilidad, Quintana Roo, estado donde trabaja Chely y su hermano Rogelio, perdió más de 97 mil empleos. La crisis sanitaria arrasó con el sector más fuerte de la zona, el turístico.
“Entonces llegó Dani y nos planteó el proyecto (la reactivación del solar familiar), nos dijo que iba a buscar donadores para que cada solar pudiera tener lo que necesitaba para producir y nos animamos y empezamos a movilizarnos”, recuerda Flor. Chely, que era la más preocupada por la situación, recuperó la tranquilidad. Si se pierde el trabajo, por lo menos, hay alimento para comenzar de nuevo.
Daniela Mussali es amiga de Flor y una persona querida por su familia. La conoció hace un par de años mientras impartía una actividad escolar en su preparatoria, ella es activista y gestora comunitaria. Cuando inició la crisis sanitaria, Dani se percató que ante la carencia de trabajo, de dinero y de alimento, las mujeres comenzaron a buscar maneras de que sus hijos tuvieran un plato de comida. Todas las familias tenían tierra que podía ser utilizada y conocían la tradición del solar maya, aunque muchas no habían tenido una aproximación con el cuidado de las plantas. Se acercaron cinco mujeres a la activista y comenzaron las labores en los traspatios familiares. Así nació Cultiva, la organización que alberga este gran proyecto.
“Lo primero que hicimos fue limpiar el espacio del solar: se deshierbó, se quitó toda la maleza; luego empezamos a juntar piedras para hacer nuestras primeras camitas”, pero había un problema, era abril y la sequía quemaba el suelo de Sotuta, en esa temporada no cae agua por ningún lado, ni por las tuberías, y el pozo de la familia se encontraba lleno de fango. Durante esta crisis sanitaria, el agua es un recurso fundamental para la no propagación del virus, pero el 21% de las poblaciones rurales hablantes de alguna lengua indigena tienen un acceso deficiente a este recurso, según un informe presentado por el Coneval.
Con los primeros donativos obtenidos por Cultiva, se realizó un estudio del suelo para abrir otro pozo en la casa. Una gran máquina con una perforadora en la punta comenzó a taladrar la tierra hasta que empezó a rebotar la máquina, se toparon de nuevo con lodo, pero se había llegado a la profundidad mínima, seis metros, para que el pozo no se seque.
Sin un orden definido las mujeres comenzaron a sembrar en el terreno de 40 metros cuadrados, donde hay maíz, calabaza, frijol hibe, chile xcatik, girasoles, cempasúchitl, papaya, cilantro, hierbabuena y lechuga.
Somos una familia y entre todos nos apoyamos
La Fe, frutería y abarrotes, se encuentra a cinco cuadras de la gran explanada de Sotuta. El pequeño tendajon colereado de verde olivo es iluminado por dos puertas de cada lado, donde entran y salen personas durante todo el día. Por la cantidad de clientes y productos percibes a La Fe como un establecimiento con años de experiencia, pero no. La tienda abrió sus puertas el 11 de julio del año pasado y se invirtieron los ahorros de años de trabajo de Rogelio.
“Cuando él se decidió, aprovechamos que todos estábamos aquí para apoyarlo”, recuerda Flor. La frutería se instaló en una propiedad de la familia de su cuñada. “Había mucho escombro, mucha suciedad, entonces se limpió todo, se instaló la electricidad, se puso piso, se lijaron las paredes, se pesaron los condimentos y se acomodó la mercancía. Yo estaba feliz, la tienda unión a toda la familia”
Todas las tardes, de 6 a 8 de la noche, Flor se encarga de La Fe. La encuentras tras el mostrador, rodeada de dulces, chocolates, pequeñas rebanadas de queso Edam, bolsas de especias y tambos de productos que se venden a granel. El flujo de clientes es constante. Cuando tiene un pequeño espacio de tiempo, Flor presta atención a su computadora y realiza pendientes de sus clases. Estas últimas semanas han sido muy pesadas para ella, el regreso de vacaciones provocó que el trabajo y la tarea se le juntó de golpe.
Flor es curiosa, risueña y habla rápido. Tiene pensamientos profundos y respuestas concisas. La menor de los hermanos Cante tiene habilidades para ser abogada y lo sabe, por eso el verano pasado realizó el examen de admisión para el Centro de Estudios Superiores CTM en Mérida y fue aceptada sin problema.
A ella le hacía ilusión mudarse a la capital del estado, tomar clase en las aulas de su universidad, conocer a sus maestros y tener nuevos amigos, pero la pandemia ya estaba aquí y, por lo pronto, el primer año universitario es virtual.
Flor inicia sus clases a las 7 de la mañana, un poco antes de la hora camina un par de cuadras hasta casa de su hermano, el lugar más cercano con internet. Unos meses antes de la pandemia, el INEGI indicó que en las zonas rurales únicamente el 47.7% de los hogares eran usuarios de internet. En una medición de impacto de la covid-19 en la educación, el Instituto señaló que el 26.4% de las viviendas con personas en edad escolar hizo un gasto extra para contratación del servicio. Pero la casa de Flor no tenía la posibilidad económica de hacerlo y la joven estudiante tuvo que buscar alternativas para cursar sus primer año de la carrera.
Las clases fluyen, Flor se esfuerza por entender lo suficiente: lee, explora, se cuestiona, pero sigue existiendo una barrera enorme, la distancia que vuelve la experiencia del aprendizaje lejana y con más complicaciones. El exceso de tarea la abruma, Flor siente mucha presión sobre ella.
“Lo primero que tengo que cumplir es como estudiante porque de eso depende mi futuro, pero también tengo que cumplir con lo demás (la frutería y el solar) porque de eso depende la subsistencia de mi familia ahora”. En los últimos meses del año pasado, cuando los contagios bajaron en la península y la riviera maya, Rogelio y Chely regresaron a sus trabajo, y Flor se quedó sola apoyando a su familia. Flor se esfuerza en ser constante en sus actuales labores porque sabe que en algún momento, cuando el coronavirus pase, se mudará a Mérida.
“Si en esta pandemia se hacen las cosas que pensamos y que planeamos, cuando yo me vaya mi mamá va a poder sembrar sola, no me va a necesitar”, dice Flor. Doña Chela comparte todos sus conocimientos sobre siembra y cuidado de las plantas con su hija menor, quien la ayuda realizando las labores más pesadas del solar. Los fines de semana comparte conocimientos con las compañeras de Cultiva, quienes, el mes pasado, le ayudaron a instalar el sistema de riego y planean realizar una distribución de las plantas del solar para que aumente la producción y se ahorre agua.
Recuperar su gran traspatio pone feliz a Chela porque ese lugar le permitió alimentar a sus cinco hijos cuando eran pequeños, cuando el lugar estaba tupido de verde antes de que la sequía arrasara con todo. Flor recuerda ese gran solar lleno de mañanitas, pequeñas flores de distintos colores que cubrían parte del suelo, también recuerda a su mamá siempre trabajando en la máquina de coser.
“Yo quería que mi mamá se durmiera conmigo en la noche, pero ella todavía estaba trabajando. Llevaba mi almohada y mi cobija y me dormía debajo de la máquina para poder estar cerca de ella”, semanas antes de que Flor naciera su papá se fue de la casa, eso sumergió a la familia en la pobreza. Entonces Chela consiguió una máquina de coser y se puso a bordar ropa artesanal durante todo el día y parte de la noche, que después era llevada a puntos turísticos en Yucatán para su venta. Cuando sus hijos mayores crecieron, Chela compró toros que alimentaba y cuidaba todas las madrugadas para que sus hijos pudieran seguir estudiando.
“Yo recuerdo a mi mamá muy fuerte, trabajando por mucho tiempo. Para mi, ella es mi figura a seguir, a veces pienso que no soy tan fuerte como ella, pero en esta pandemia he sido de mucha ayuda”, ante la crisis, Flor se ha demostrado tener más entereza de lo que ella piensa. Se ha iniciado en el mundo laboral de golpe y ha sostenido los nuevos proyectos familiares. Flor ha sido forjada por mujeres fuertes, trabajadoras y solidarias, y ahora es una de ellas.
Este trabajo se realizó gracias al apoyo del Fondo de Emergencia Covid-19 de National Geographic Society.
Mónica Quijano: decisiones que cambian el rumbo, pero protegen a los que amas
Sobre la mesa del comedor se encuentra una lámina que pregunta los cambios laborales provocados por la pandemia, en la parte central de la hoja aparece el dibujo de un doctor al frente de una cama. Mónica Quijano, de 31 años, dice a su hija menor: “Recuerdas ¿cómo te decía que tenía que vestirme para atender a mis pacientes?”. María José, de cuatro años, comienza a dibujar una persona que porta un gran traje parecido a los que utilizan los astronautas y pone un gel antibacterial al lado de él.
Flor Cante: comienzos durante la pandemia
Flor y su familia crearon durante la pademia un solar maya, un huerto en el patio de su casa que les proveyera de comida si la crisis económica arreciaba. También, en conjunto, fundaron una frutería que la joven atiende en las tardes y donde hace sus tareas de la carrera de derecho que comenzó a distancia.
Cam Acuña: defender tu identidad sobre todo
Las clases de Física que da son el único trabajo fijo que Cam pudo conservar después de que la crisis sanitaria. En pandemia, se topó cara a cara con la discriminación sistemática y reiterada que sufre la comunidad trans en México, que impide que exista una inclusión laboral efectiva en los espacios de trabajo y termina violando sus derechos humanos
Paola Reyes: aprender y recuperar nuevos oficios para sobrevivir
En los siete años que lleva en México, proveniente de Honduras, Paola ha recorrido el país desde Chiapas a Tijuana para hacerse de recursos. En meses recientes, para sobrevivir durante la pandemia, ha retomado oficios que suma a sus múltiples actividades laborales. «Lo más difícil era adaptar nuestra mente a la enfermedad y a la crisis, y eso ya lo pasamos”
Ayúdanos a sostener un periodismo ético y responsable, que sirva para construir mejores sociedades. Patrocina una historia y forma parte de nuestra comunidad.
Dona