Cientos de miles personas han huido del país centroamericano. Muchas se organizan en Costa Rica contra del régimen autoritario. Al mismo tiempo, Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo toman medidas cada vez más duras contra todo aquel que no se someta a ellos.
Texto y fotos: Wolf-Dieter Vogel
La cueva de Gustavo Putoy se encuentra en San José. Después de tener que huir de su patria, el nicaragüense ha encontrado un nuevo hogar en el centro de la capital costarricense. Ya es de noche cuando ese día camina hacia su casa. Cruza la concurrida calle, camina hacia una verja metálica y busca su llave. «Reparación de zapatos», se puede leer en un cartel a la entrada del patio. Este hombre robusto y de piel oscura, de unos cuarenta años, hace poco ha empezado a ganarse la vida como zapatero. «Yo soy maestro, pero el exilio ha cambiado totalmente mi vida», dice. A muchos nicaragüenses exiliados les pasa lo mismo. «Hemos aprendido reinventarnos. Sacamos energía donde no hay, sin embargo nos reinventamos, como el águila cuando vea sus fuerzas mermadas, vamos a una cueva, meditamos, y volvamos a renovar energía.”
La cárcel, las palizas, las torturas… Putoy habla detallado de las razones que le obligaron a abandonar Nicaragua hace tres años. Todavía le atormentan las brutales acciones del presidente Daniel Ortega. «Estuve más de un año preso por la dictadura, los maestros fuimos acusados de ser terrorista, de crimen organizado, tentativa contra la patria y la nación, de golpista, y eso me llevó a estar en la cárcel de la dictadura.”
El régimen represivo de Ortega le acusó de participar en la construcción de barricadas en Masaya, su ciudad natal, durante las protestas antigubernamentales. Gracias a una ley de amnistía, pudo volver a salir del prisión en el verano de 2019. Pero seis meses después, agentes de policía lo golpearon y quisieron arrestarlo de nuevo. Putoy decidió entonces huir.
Putoy ha instalado su pequeño taller de zapatero en el patio, entre barrotes de hierro, un viejo sofá y tendederos colgados con camisetas. Una vieja máquina de coser se alza en medio de la habitación, la escasa luz ilumina mal el lugar de trabajo. El hombre de 44 años muestra las herramientas con las que se asegura su sustento: un martillo, hilos, un cuchillo. Y un par de zapatos que le ha traído un cliente. «No solo trabajo como zapatero, hay días en los que la zapatería está malo, me voy a cargar y descargar contenedores, para ganándome un poco la vida», explica.
De profesor de matemáticas a trabajador mal pagado, siempre recuerda su vida en Monimbó, un barrio combativo de Masaya: «Mi familia vive en Monimbó. Solo mi señora no está allá, ella se fue por el lado de Guatemala cuando yo caí preso,» dice. Sus hijos se han quedado con su hermana. Aún son pequeños. Su casa fue confiscada. «La familia procura mantenerse de bajo perfil, para no estar directamente en el ojo del dictador.”
Putoy comparte su pequeño piso con dos compatriotas que también han huido. Uno duerme en el sofá del salón-cocina, los otros en las dos habitaciones. Una mesa, un hornillo, tres cuadros y un calendario pegados a la pared: todo en el hogar da la impresión de ser temporal. Esperan volver pronto a casa. Como muchos de los 200 mil nicaragüenses que han huido al país vecino desde que el régimen declaró la guerra a sus críticos hace cinco años.
Una mirada retrospectiva: En abril de 2018, estudiantes y pensionistas se manifiestan contra una reforma que recortaría el pago de las pensiones. La policía y los partidarios del gobernante partido sandinista de Ortega reaccionan con una violencia brutal. Como consecuencia, campesinos, feministas, ecologistas, indígenas y políticos de la oposición se solidarizan con los manifestantes.
Los enfrentamientos se intensifican: Los manifestantes levantan barricadas por todo el país. La policía y los matones civiles del régimen utilizan armas de fuego contra ellos. Al menos 355 personas mueren en la llamada operación limpieza, y más de 3.300 resultan heridas. Se cierran los medios de comunicación críticos, se criminalizan a los periodistas, se torturan a los presos políticos. Ortega se justifica diciendo que había que impedir un golpe de Estado.
«La conspiración dijo: Tenemos que matar la paz, acabar con la paz, para que se destruya la economía, y se destruya la revolución, se destruya el gobierno sandinista. Eso fue el plan, y empezaron a inventar lamentablemente lo que ya venían trabajando varios años con financiamiento de organismos de agencias norteamericanas».
Así explica el presidente los ataques a sus partidarios en una marcha multitudinaria el 19 de julio de 2018. Es el aniversario de la revolución sandinista, decenas de miles aclaman a Ortega. Ondean las banderas rójinegras del FSLN, el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Y gritan «patria libre», un eslogan de la época de la lucha de la guerrilla contra la dictadura que llevó al FSLN al poder en 1979. El FSLN sigue alimentándose del mito de una organización democrática y de izquierdas.
Desde aquel verano de 2018, Ortega y su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo han reprimido con rigor a todo aquel que no se someta a ellos. Ya han prohibido mas de 3 mil organizaciones de la sociedad civil: Grupos de derechos humanos y ecologistas, iniciativas feministas, instituciones benéficas y eclesiásticas. Muchos periodistas, pastores y políticos han tenido que abandonar el país.
Varios de los candidatos que se presentaron contra Ortega en las elecciones fueron encarcelados. Mientras tanto, en Nicaragua es imposible hablar públicamente en contra del gobierno. A principios de febrero, el obispo crítico al régimen Rolando Álvarez fue condenado a más de 26 años de cárcel. En febrero, el gobierno también hizo trasladar a 222 presos políticos a Estados Unidos. A ellos y a otros 94 opositores se les quitó la nacionalidad nicaragüense.
Frente al terror muchas y muchos activistas de la oposición se están organizando en Costa Rica. En concentraciones exigen el fin de la represión. Así defensores de derechos humanos, políticos de izquierdas y civiles y representantes de la Iglesia intentan darle publicidad a la situación en su país. Gabriel Putoy también participa en estas acciones. Pero, sobre todo, ayuda a los compatriotas pobres que tienen que sobrevivir en el exilio.
Esta mañana va a Palo Alto, un conjunto de casitas de chapa ondulada en una colina a las afueras de San José. Aquí se ha instalado gente de Nicaragua que tuvo que dejarlo todo atrás. Apesta a aguas residuales, perros ladran, un hombre está construyendo una casa. Sólo un pequeño camino empinado atraviesa el asentamiento. Aquí Putoy visita a Maylen de los Ángeles Cuevas.
«Fuimos amenazados, solo por participar cívicamente en los marchas, por apoyar a hacer la comida a los muchachos que estaban resguardando el barrio, prácticamente se ensañaron a nosotros», cuenta. Desde 2019, de los Ángeles vive con su marido en Costa Rica. No encuentra trabajo. Cuando se pone enferma, no hay dinero para el médico. La familia ha colgado una bandera de Nicaragua en su balcón. Pero, ¿podrán volver por ahí algún día? «Hace como un mes me enteré que el gobierno tomó posesión de mi casa, dicen que ando en una lista, verdad, incluso no puedo regresar, allí me espera la cárcel o la muerte. «Por eso no puede ir a Nicaragua. Ahí la espera la cárcel. «¿Y mis hijos, como van a quedar?», se pregunta Maylen de los Ángeles.
A muchos refugiados les sigue resultando difícil hablar de sus experiencias. Por ejemplo una madre de dos niños, que no quiere dar su nombre. Teme que sus familiares, que aún viven en Nicaragua, puedan ser atacados por los esbirros del régimen. «Mi hijo logró ver la detención de su padre. Vio cómo le ponían una pistola en la cabeza y él mismo era golpeado», relata. «Ya no quería ir a la escuela, no quería salir en absoluto porque siempre había alguien siguiéndonos».
Como muchos presos políticos, su marido estuvo recluido en el Chipote, una prisión de muy mala fama en Managua. Allí lo torturaron con descargas eléctricas, cuenta. Luego recuerda cómo los matones llegaron a su barrio. «Yo no vivió una guerra, pero fue terrible escuchar tanta bala, escuchar tanta gente herida, tanta gente que se fue, tanta gente que iban corriendo con heridos», relata. Uno de sus familiares fue asesinado. «Le dispararon en el estómago. Y luego, cuando ya estaba en el suelo, le dispararon en el pecho.” En las redes sociales había circulado una foto en la que se le veía tumbado, vivo, agonizando. «Esto es tan malo, sí de verdad, todavía me duele hoy. Confiamos en Dios que eso termine en algún momento.”
Mucha gente en Nicaragua es creyente, pero el régimen no se detiene en la iglesia. A principios de febrero, un tribunal condenó al obispo Rolando Álvarez a más de 26 años de carcel y otros cuatro sacerdotes recibieron penas de diez años. Los cargos: conspiración para dañar la integridad nacional, terrorismo y difusión de noticias falsas. Once representantes de la Iglesia ya han sido expulsados del país. Durante las protestas muchos sacerdotes y obispos habían abierto iglesias, protegido a los manifestantes y atendido a los heridos. Desde entonces, todos los intentos de los obispos de actuar como mediadores han fracasado. Hace unos días, el gobierno prohibió las procesiones en el viernes de Cuaresma en todas las parroquias.
Desde el año pasado, han aumentado los ataques al clero. La política opositora Mónica Baltodano, que fue guerrillera del FSLN y compañera de armas de Ortega, no se muestra sorprendida por la acción. «Las iglesias, a través de los púlpitos, los sermones del domingo, venían generando un espacio autónomo, donde la gente escuchaba otro mensaje, crítico del régimen, a veces con un lenguaje muy ambigua, pero escuchaban otro mensaje, y esa voz les parecía absolutamente inaceptable.” Por eso, concluye, aterrorizan a los sacerdotes que en las comunidades tenían un rol independiente. “Quieren acallar cualquier voz disidente».
Gabriel Putoy ha vuelto a salir de Palo Alto. Ahora está en el autobús, de camino a casa. Él es creyente; en su país natal trabajó también como profesor de religión. Sólo su fe en Dios le da fuerzas para perseverar, dice. Le molesta mucho que Ortega y Murillo se presenten como religiosos e idealistas. Sobre todo, se enoja cuando el ex guerrillero presume de la victoria contra el dictador Anastasio Somoza. «Es duro vivir esta doble decepción», dice. Su padre, su madre y sus abuelos lucharon contra Somoza y vencieron. Su hermana murió en esa guerra. «Y ahora alguien con quien mis padres combatieron, me tenía a mi torturado, y encarcelado, sólo porque no comulgar con sus ideas trasnochadas y egoístas.»
Muchos de los que ahora han tenido que huir o están en la cárcel, participaron en la lucha armada contra la dictadura. Hugo Torres, por ejemplo. En 1974 dirigió un comando que liberó a presos políticos. Entre los liberados: Daniel Ortega. En 2021, Ortega le hizo detener. Debido a las malas condiciones de la prisión, Torres tuvo que ser hospitalizado. Allá murió. “Hace 46 años arriesgué mi vida para liberar a Daniel Ortega y a otros presos políticos», dijo en un vídeo antes de su detención. «Lo que alguna vez eran principios en favor de la justicia, en favor de la libertad, hoy lo han traicionado, hoy son los principales enemigos de esos principios.»
Mientras Torres decía esto, Ortega hacía detener a miembros de la oposición para deshacerse de competidores de cara a las elecciones presidenciales de 2021. Y con éxito: fue elegido presidente otra vez. No hubo candidatos rivales serios.
Ortega ganó así las elecciones por cuarta vez consecutiva. Su FSLN había formado gobierno desde 1979 hasta 1990. Después tuvo que abandonar el poder. La guerra que tuvo que librar contra los grupos de las Contras, financiados por Estados Unidos, había arruinado el país. Esto también provocó un descenso del apoyo del Frente entre la población. Ya entonces Ortega fue criticado por sus maquinaciones corruptas y su estilo autoritario de liderazgo. Cuando regresó al gobierno en 2006, muchos antiguos camaradas del FSLN ya le habían dado la espalda.
Así fue también con Dulce Porras. La mujer de 71 años también vive en San José. Pero su vida, al parecer, transcurre en otro mundo. Constantemente está pendiente de su teléfono móvil, y desde su piso atiende a personas vulnerables en Nicaragua. Los presos no tienen nada que comer, eso hay que organizarlo, explica. Luego escucha el siguiente mensaje de voz que recibió desde su patria.
Esta ágil mujer vive con su hijo en un pequeño complejo de apartamentos. Doña Dulce, como la llaman todos, tuvo que abandonar su casa en 2018. El régimen la acusó de instigar las protestas. Ella se sintió en tiempos pasados. «Cuando yo vi que empezaron a matar a los jóvenes el 18 y 19 de abril, se me reubicó un casete en el cerebro, de todo lo que pasó en los años 60 y70s», relata.
Incapaz de detenerla, la policía arrestó a su hermano. Otro de sus hermanos murió luchando contra Somoza, y un tercero resultó herido durante las protestas de 2018. Pero algunos de sus familiares también están del lado de Ortega. Incluso ha tenido que presenciar cómo familiares cercanos denunciaban a miembros de la oposición. «Es que no han avanzado en la vida. Se han vuelto locos en su fanatismo político. Traicionaron a mucha gente que luego fue a la cárcel o fue asesinada», dice doña Dulce, y añade: «Es feo decirlo, pero así estamos las familias nicaragüenses, divididas, muchas familias, divididas por odios políticos.”
En efecto, Ortega y Murillo cuentan con apoyo en partes de la población: gente que cree que las frases socialistas perduran. Principalmente, son miembros de organizaciones sandinistas que se benefician del régimen a través de prestaciones sociales, empleos y nepotismo. La mayoría, sin embargo, sufre la represión o la mala situación económica. Muchos emigran a Estados Unidos. Nicaragua es un país cuyo gobierno de supuestas izquierdas desacredita el socialismo más de lo que jamás podrían hacerlo sus oponentes. Y eso aunque una vez el país fue un faro de esperanza para gente de la izquierda de todo el mundo, cuando la guerrilla derrocó al dictador Somoza en 1979. Muchas personas se sintieron atraídas por Nicaragua para apoyar la revolución. Crearon imprentas, ayudaron en la cosecha de café o contribuyeron a proteger la revolución contra los Contras.
El cantante Mejía Godoy, el teólogo de la liberación Ernesto Cardenal, la escritora Gioconda Belli: la mayoría de los iconos de la revolución se distanciaron de Ortega hace tiempo. También lo hizo la política opositora Mónica Baltodano. En los años 70, luchó en el FSLN, luego participó en el gobierno sandinista. Esta mujer de 68 años lo sigue manteniendo su convicción hasta hoy. «Yo no reniego en absoluto ni de la lucha contra la dictadura, ni los valores que lo llevaron, no reniego la historia, no reniego de la participación en la revolución», afirma. Pero Ortega, dice, se ha convertido en un autócrata que ha instaurado una dictadura en el Frente. «Siguiendo el mecanismo que conocemos en la Unión Soviética con Stalin, descalificó a todos los que piensan diferentes. Esta revolución es historia», afirma.
De vuelta de Palo Alto, Gabriel Putoy ha llegado de nuevo al centro de San José. Allí come algo en un restaurante antes de volver a casa. Tampoco se rinde y sigue yendo a los mítines. “No solamente tengo la esperanza, tengo la convicción, de que Ortega y Murillo no solamente van a caer, van a desaparecer, y nuestro país va a volver a la democracia”, espera. Luego Gabriel Putoy se dirige a su zapatería, donde un par de zapatos espera a ser reparado.
Es periodista de convicción. Le encanta viajar y aprender de los distintos mundos que encuentra, aunque eso le hace más complicada la vida.
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