Miles de mujeres migrantes han llegado a México en los últimos años. Enfrentan un clima de violencia y abusos que en el caso de haitianas y africanas es más grave. Para ellas el panorama es, además, una vida de discriminación por su piel negra
Texto: Rodrigo Soberanes
Fotos: Duilio Rodríguez
Joy es originaria de Camerún. Logró llegar viva a Tijuana, Baja California, México. Betty nació en Haití y viajó hasta Tapachula, Chiapas, al igual que Elena, proveniente de El Congo.
Las tres huyeron de sus países para escapar de un destino de pobreza, violencia y muerte. Recorrieron miles de kilómetros. Un largo camino lleno de abusos, maltratos y discriminación. Llegaron a México con la esperanza de una vida mejor. No la encontraron.
Como ellas, miles de personas provenientes de Haití y África que en los últimos años han llegado a México, forman parte de un flujo inédito en la historia de este país.
La situación de vulnerabilidad de estas mujeres migrantes es evidente. Alejandra Elizalde Trinidad, coordinadora del Programa de Género de Formación y Capacitación, A.C. (FOCA), califica la situación humanitaria que atraviesan de “terrible”.
Un ejemplo son las originarias de Haití quienes padecen “subordinación racial y xenofóbica”, señala E. Tendayi Achiume, Relatora Especial de las Naciones Unidas sobre las Formas Contemporáneas de Racismo, Discriminación Racial, Xenofobia y Formas Conexas de Intolerancia.
Elena huyó de la guerra civil en El Congo, viajó hasta Brasil donde encontró otro tipo de violencia: el desprecio por ser pobre… Y negra. Con su familia emprendió el viaje hacia el norte, pero a la mitad del camino encontró un nuevo infierno: la selva conocida como el Tapón de Darién, una de las regiones más peligrosas del mundo para las personas migrantes, que separa a Colombia de Panamá, y está controlada por bandas de narcotráfico y tráfico de personas.
Elena fue una de sus víctimas. Durante 10 días fue separada de su esposo e hijo de ocho años, para ser convertida en esclava sexual. Cuando finalmente lograron escapar, pudieron llegar a Tapachula, Chiapas. Pero su alma quedó atrapada en la selva de El Darién.
Según la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), en 2021 más de 133 mil personas migrantes cruzaron el Tapón del Darién; cuatro veces mayor al récord de 2016, cuando pasaron por esa región selvática unos 30 mil migrantes.
En Tapachula –ciudad fronteriza con Guatemala– muchas personas migrantes, sobre todo de Haití y África, viven en casonas o grandes construcciones con una multitud de habitaciones pequeñas llamadas cuarterías.
En una de esas cuarterías un joven originario de El Congo grita desesperado, una mezcla de portugués y español. Es Djingo, el esposo de Elena. “¡La máquina de la prostitución está funcionando en México!”, grita el congolés.
Sus vecinos en la cuartería, que sostenían una intensa discusión sobre la forma de abandonar Tapachula, enmudecen. Saben que Elena se ha visto obligada al trabajo sexual, porque su esposo no ha logrado conseguir un empleo.
“¡Sus manos, sus manos!”, insiste Djingo sobre su esposa. “¡Están manchadas por el contacto con tanta persona!”. En la cuartería donde se encuentran, como en el resto de la comunidad migrante de la frontera sur, es secreto a voces que las crueles prácticas sexuales de El Tapón del Darién también llegan a Tapachula y persiguen, sobre todo, a mujeres vulnerables.
La dramática experiencia marcó la vida de la mujer migrante. Las huellas visibles están en sus manos con manchas y escoriaciones, que parecen surcos que se prolongan hasta los antebrazos.
La familia no sabe qué son. Ningún médico la ha revisado, pero Elena cree que es una reacción al estrés, que su cuerpo grita algo por el dramático paso por El Darién.
Necesita ayuda, no sólo por las manchas sino porque desconoce el impacto por el daño físico por los días de esclavitud sexual sin métodos de protección. También requiere apoyo psicológico con urgencia, sobre todo porque sigue sometida a un infierno.
Elena se comunica más con su lenguaje corporal que con el habla. Se muestra silenciosa, casi por completo. Esconde sus manos entre las telas de su vestido. Las escoriaciones son un símbolo de su martirio en la selva, pero esas sólo son las huellas visibles, las otras se notan en la mirada triste y apagada, por momentos, ausente.
Joy –no es el nombre real, pidió cambiarlo por seguridad– tiene 39 años y es enfermera. Escapó de Camerún, su país natal, donde era perseguida política e intentó refugiarse en Ecuador, en 2018, el único país latinoamericano donde no le requerían visa. Ahí, durante meses, sufrió maltrato, discriminación y abusos laborales. Vivió en la calle y en cuanto pudo emprendió camino al norte.
En Quito, la capital ecuatoriana, consiguió empleo en un restaurante, pero se enfrentó de lleno con la discriminación hacia las mujeres negras. Una vez, mientras trabajaba en la cocina, escuchó un reclamo airado al propietario del negocio.
“Una cliente le dijo que, si tenía en la cocina a una mujer negra, se iría de su restaurante. Pero el dueño insistió en dejarme y los clientes comenzaron a irse. Luego me dijeron que si me despedían, en pocos días volverían los clientes”, cuenta.
Joy hizo todo lo posible por conservar el empleo, pero tres meses después fue despedida. Sola, sin dinero para pagar el alquiler de la habitación donde vivía, no tuvo otra opción que vivir en la calle.
“Comencé a dormir en el parque. Empecé a aprender a vivir así. Sin país y sin dinero. Aprendí a comer de la basura. Tenía hambre, quería comer”.
Contactó a otra mujer africana que podría ayudarla a conseguir trabajo, pero lo que ofreció fue meterla en el trabajo sexual. “Quiso usar mi cuerpo para hacer negocios. Yo no acepto eso, yo soy enfermera y auxiliar en farmacia”, dice.
Un día, cuando ya llevaba un mes en la calle, encontró a una paisana suya que estaba a punto de viajar al norte. Joy había ganado unos dólares trabajando en otro restaurante y recolectando botellas de plástico que vendió a un centro de reciclado. Usó ese dinero para irse.
La mujer camerunesa enfrentó un camino pleno en abusos y violencia. “Mucha gente murió enfrente de mí, vi demasiada gente muerta en la jungla”, dice.
Joy cruzó el Río Suchiate, que divide la frontera entre Guatemala y México, en agosto de 2019, y entró a Tapachula, Chiapas, donde fue detenida y encerrada en la Estación Migratoria Siglo XXI. Un mes después hubo protestas por el maltrato hacia las personas detenidas que fueron disueltas por la Guardia Nacional.
“Yo estaba adentro. Sufrí discriminación. Sufrí racismo adentro. Cuando llegas, personas africanas están apartadas del resto. Te dan un ticket de diferente color. Tu color es diferente, ¿por qué? La comida que te dan es diferente al resto”, relata Joy.
Después del incidente, la camerunesa fue liberada y permaneció algunos días en un campamento en Tapachula, mientras conseguía dinero para seguir el viaje. En ese lapso sufrió incidentes con la policía.
Uno de ellos ocurrió durante una manifestación de personas migrantes, cuando preguntó a un agente, traductor de por medio, si tenía el poder de retener sus documentos.
El policía contestó con un insulto racista e insistió al traductor que lo dijera tal cual: “Cerdos, no sé qué vienen a hacer a mi país”.
“¿Por qué nos escogen para pedirnos nuestra identificación? Nos dicen que tenemos apariencia peligrosa. ¡Wow! ¿Apariencia peligrosa? Porque somos negras nos miran así, lo siento”, se pregunta Joy.
Ocho meses después de cruzar el Río Suchiate consiguió un documento de refugio de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar) y logró llegar a Tijuana. Allí se encuentra, a la espera de solicitar asilo humanitario al gobierno de Estados Unidos.
En esta ciudad fronteriza del norte de México no hay muchos cambios para Joy. Como en Ecuador, El Darién o en Tapachula, la camerunesa enfrenta su realidad: es la misma mujer vulnerable y sin derechos.
“Cuando llegas aquí es lo mismo. Cada vez que camino veo cómo la policía arresta a las personas. A mí los policías me pidieron mi identificación y me la quitaron. Me dijeron que no era válida. Me registraron, tocaron mi cuerpo.
Haití siempre ha sido el país más pobre de América Latina, pero su marginación histórica se profundizó con el terremoto que en 2010 lo devastó. Fue el inicio de una diáspora que en los siguientes años expulsó a decenas de miles de personas. Betty y su esposo fueron parte de ese éxodo.
Hace ocho años llegaron a Ecuador, donde nacieron sus dos hijos y creyó que podría refugiarse de la discriminación y la violencia por el color de su piel, pero estaba equivocada.
Aunque tenían una mejor vida que en Haití no era suficiente y, al inicio de 2021, vendieron sus pocas pertenencias e iniciaron el camino a Estados Unidos. El viaje marcó su vida. “Soy una persona destrozada”, confiesa.
Como miles de haitianos que han compartido la misma ruta de migración, la familia se vio obligada a cruzar por el Tapón del Darién. El costo fue muy alto, sobre todo para Betty.
Ahora en una cuartería de Tapachula, a Betty le cuesta hablar del viaje. Platica en tercera persona, como si con eso intentara creer que se trata de otra persona.
“Quitan a la madre enfrente de los niños para hacerle cualquier cosa. Los niños están llorando y el esposo no puede hacer nada. Una se tiene que aguantar todo lo que está pasando”, dice.
“Robaron, violaron y mataron a muchos de nosotros. Es una mezcla de dolor, miedo. De todo”, dice Betty en voz baja.
Su esposo escucha la narración en silencio. A unos metros otros migrantes haitianos asienten: ellos también saben de las caminatas a ciegas por una selva desconocida, el cansancio, sed extrema y el riesgo permanente a convertirse en víctimas de cualquier crimen grave.
“Mi sueño solamente era sacar a mi familia adelante, un buen futuro para mis hijos. Un futuro que no tenía y quería para mis hijos”, cuenta.
El tono de su voz parece desesperanzado. Puede que tenga razón. Hasta ahora en México no ha encontrado la ayuda que necesita.
Sus hijos, por ejemplo, cuando se han enfermado de fiebre y diarrea, no han sido atendidos por ningún médico porque la familia no puede acreditar su estancia regular en el país.
“Están destruidos, no tienen escuela, no tienen ayuda”, confiesa Betty. “Tengo el corazón destruido como madre”.
Las historias de Joy, Betty y Elena son un reflejo de la cruda realidad que enfrentan las mujeres migrantes en México y que en su caso resulta aún peor, pues también padecen discriminación por su piel.
El éxodo se siente en México, a donde llegó la mayoría de estas personas. De acuerdo con la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación (Segob), en 2021 el Instituto Nacional de Migración detuvo a cien mil 64 mujeres. De ellas, 32 mil 393 eran menores de edad.
Las estadísticas nada dicen sobre su destino. De acuerdo con organizaciones civiles, muchas fueron deportadas, pero otras solicitaron asilo humanitario en México.
El año pasado, según la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), 53 mil 745 mujeres migrantes pidieron refugio en el país. La dependencia enfrenta la mayor ola de solicitudes en su historia, y los recursos con que cuenta han sido insuficientes para atender la demanda.
El daño que sufren las mujeres migrantes y sobre todo las afrodescendientes es grave, dice Paulina Olvera, directora de la organización Espacio Migrante que trabaja con esta población en Tijuana.
“El viaje tiene un gran impacto en todos los sentidos. El tema de la salud mental es preocupante. Vienen desde Brasil, Chile y Venezuela. Hay muchos casos que llegaron aquí con anemia severa. Muchas mujeres embarazadas llegaban aquí con desnutrición y con cero revisiones médicas en su haber”, cuenta.
Alejandra Elizalde, de FOCA, insiste en que las mujeres en las mismas circunstancias que Betty, Joy y Elena deberían tener de inmediato la posibilidad de permanecer en el país. “Se tiene que garantizar el acceso pleno a sus derechos, reconocer su situación de vulneración de derechos, acercarles servicios médicos y acompañamiento psicológico”, señala.
En la presentación del informe “Un viaje de esperanza: La migración de mujeres haitianas a Tapachula, México”, Achiume, Relatora Especial de las Naciones Unidas sobre las Formas Contemporáneas de Racismo, Discriminación Racial, Xenofobia y Formas Conexas de Intolerancia, reconoce que las mujeres migrantes “deben navegar la intolerancia y exclusión basada en su raza e identidad de género, las cuales se exacerban por la intolerancia racista en las regiones por las que se mueven e intentan asentarse”.
Las personas migrantes, en general, viven en situación de vulnerabilidad, debido a su situación irregular, cultural, muchas veces de idioma. Sin embargo, para las mujeres y en particular para las de color, la vulnerabilidad es aún mayor y la padecen a cada paso de su trayecto, sin que existan mecanismos efectivos de protección para ellas.
*Este trabajo forma parte de “Bajo la bota. Militarización de la política migratoria en México”, una investigación de la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, Derechoscopio (Baja California), Derechos Humanos Integrales en Acción (DHIA) (Chihuahua) y Uno de Siete Migrando (Chihuahua), además de la Red de Periodistas de a Pie, el Instituto para las Mujeres en la Migración (IMUMI) y Sin Fronteras IAP. Aquí puedes consultar la publicación original. www.bajolabota.com.mx
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Editor general: Alberto Nájar
Editor de fotografía: Duilio Rodríguez
Investigación y redacción: Rocío Gallegos y Rodrigo Soberanes
Foto y video: Alicia Fernández y Duilio Rodríguez
Diseño: Alejandra Saavedra
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Editor y fotógrafo documental, retrato, multimedia y vídeo. Dos veces ganador del Premio Nacional de Fotografía Rostros de la Discriminación.
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