¿Por qué genera más escándalo un ataque inocente, planeado para no hacer daño, contra un cuadro, que la crisis climática que acabará con el mundo como lo conocemos en apenas medio siglo si no actuamos con una presteza que estamos lejos de asumir?
Twitter: @eugeniofv
Dos activistas del movimiento Just Stop Oil lanzaron sopa de tomate contra el cristal que protege el cuadro Los girasoles, de Van Gogh, en la National Gallery de Londres para protestar contra el cambio climático. Al hacerlo no solamente consiguieron dar una fuerte visibilidad al tema —que a pesar de lo doloroso que es no ha recibido ni de lejos la atención necesaria—, sino que también levantaron un vivo debate sobre la validez de su acción. Su respuesta a quienes las cuestionaron fue clara: “¿Estás más preocupado por la protección de una pintura o por la protección de nuestro planeta y la gente?”, dijo una de ellas. La acción tiene sin duda fuerza y validez, pero hay mucho más que se podría hacer para que un cuarto de litro de tomate arrojadizo dejara al desnudo el vínculo entre el capitalismo, el petróleo, el arte y la crisis climática global.
Actuar sobre una obra de arte es visto por muchos como un atentado contra un patrimonio común de la humanidad, contra una pieza de gran belleza que vale la pena preservar por su valor intrínseco. Sin embargo, estas afirmaciones ocultan el hecho de que el arte está cada vez más en manos de una minoría y, peor aún, que cada vez más se convierte no sólo en propiedad de esa minoría, sino en una herramienta para conservar y aumentar su riqueza.
Por una parte, las muestras de arte y las inversiones en él no son neutrales. Muchas veces se las financia con dinero obtenido con prácticas terriblemente destructivas y se las usa para lavar la cara de las corporaciones que lo hacen —las mismas que han inflado los precios de esas obras a niveles que las hacen incosteables para instituciones públicas—. La artista y activista inglesa Mel Evans lo llama artwash, “lavado en arte”, y sostiene que las grandes petroleras, entre otras entidades, usan estas prácticas filantrópicas no solamente para reducir su carga fiscal, sino también para “mantener la licencia social para operar que la industria necesita para sobrevivir”.
Por otra parte, hay cada vez más evidencia de que se usa el arte —sobre todo el arte “consagrado”, por llamarlo de alguna forma, el de los grandes pintores europeos de la primera mitad del siglo XX, como Van Gogh, o de los maestros renacentistas— para acumular capital y poner a salvo los escandalosos excedentes financieros que se han acumulado en las últimas dos décadas a costa del planeta y de la gente de a pie. Ésta sería una de las explicaciones de que un príncipe saudí pudiera gastarse 450 millones de dólares en un cuadro que casi de cierto es obra de Leonardo da Vinci, aunque no es 100 por ciento seguro que lo sea. Más que aprecio por una obra de arte muy bella se trata de una forma de pretensión y de acumulación de capital, que ahora queda a buen resguardo convertido en un activo que no se devaluará. Más que una operación estética, se trató de una operación financiera de grandísima escala.
En ese sentido, quizá el error de las activistas de Just Stop Oil no fue el gesto, sino su objeto: hubiera sido mucho más interesante que atentaran contra un cuadro comprado con dinero obtenido por la venta de combustibles fósiles o con la deforestación de las selvas tropicales del sudeste asiático, del África subsahariana o de la amazonía americana. No está demás preguntarse también —e indignarse al respecto— por qué genera más escándalo un ataque inocente, planeado para no hacer daño, contra un cuadro, que la crisis climática que acabará con el mundo como lo conocemos en apenas medio siglo si no actuamos con una presteza que estamos lejos de asumir.
Ojalá hubiera mil acciones más así, aunque mejor dirigidas, si con eso se abona para que políticos y empresas asuman las políticas ambientales que tanto nos urgen.
Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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