El Salvador: emergencia permanente

3 enero, 2023

En El Salvador, más de 60 mil personas han sido detenidas desde el inicio del régimen de excepción hace nueve meses. Según las autoridades, se trata exclusivamente de pandilleros. Sin embargo, bajo la orden de realizar el mayor número posible de capturas, policías y soldados también han detenido a personas inocentes. Esto ocurrió en Cinquera, un municipio donde no hay ni sombra de pandillas

Texto: Caterina Morbiato

Fotos: Mahé Elipe

El SALVADOR.- Sentada en el salón de su casa de Cinquera, en el noroeste salvadoreño, Marina Aguilar no puede frenar los espasmos nerviosos que recorren sus piernas. Recuerda aquel día en que los policías intentaron arrebatarle a Ernesto Aguilar, su hijo. Cuando se presentaron, le dijeron contar con una orden de captura. Ernesto no estaba. Regresarían, le dijeron, y si no lo encontraban, se la llevarían presa a ella.

Era una tarde de finales de abril de 2022. En El Salvador se cumplía un mes del régimen de excepción solicitado por el presidente Nayib Bukele con el objetivo de aniquilar los grupos criminales locales —la Mara Salvatrucha 13 y las dos facciones del Barrio 18. Activada a raíz de un abrupto repunte de homicidios, presuntamente cometidos por las pandillas, esta medida decretó la suspensión de varias garantías constitucionales como el derecho a la libertad de reunión y asociación; y el derecho a la defensa. También dio pie a que la policía y ejército detuvieran a toda persona supuestamente vinculada con las maras.

Según datos policiales y de líderes comunales, Cinquera es un municipio libre de pandillas. Por eso la población se sumió en el estupor y la zozobra cuando la policía empezó a detener a varios de sus vecinos. Aquí, en este municipio salpicado por bosques frondosos, la ofensiva contra las pandillas ha recaído con fuerza sobre los más frágiles: chicos jóvenes y desempleados, hombres con problemas de alcoholismo.

Marina Aguilar recuerda lo incrédulo que estaba su hijo cuando se enteró que habían venido por él. “No, mamá”, le decía Ernesto, “si yo no soy nada, no debo ningún delito, ¿por qué me van a traer?”. Pero en ella, el miedo ya se había hecho guarida.

Desde aquella tarde en que la policía llamó a su puerta, Marina Aguilar camina con miedo y agacha la cabeza si ve pasar una patrulla. Siente la misma angustia que en la época de la guerra civil, cuando los militares allanaban las casas, la población se escondía en el monte para salvar la vida y Cinquera era arrasado por los bombardeos del ejército.

«Ahora estamos peor. Con este gobierno hasta los derechos humanos han quitado. No hay defensa para la gente pobre».

expresa Marina

También dice estar de acuerdo en que quienes han cometido un delito deben ser juzgados conforme a la ley. Esto sí, pero no ser maltratados como ocurrió en esas primeras semanas del régimen de excepción. Marina fue testigo de estos hechos.

«Yo siento feo cuando veo que maltratan a un joven porque me imagino que es alguno de mis hijos —explica—. O sea: siente uno aquel dolor».

«Seguimos…»

Las primeras semanas del régimen fueron turbulentas. Caóticas. Los policías hacían redadas, sobre todo en las comunidades marginadas. Detenían sin reparos, sin órdenes judiciales, sin explicar por qué o a dónde se llevaban a los presos. Cada vez más libres para realizar tareas de seguridad pública, los soldados hacían lo mismo. Miles de personas, en su mayoría mujeres, se agolpaban frente a las prisiones. Ahí pasaban los días y las noches con la ilusión de obtener noticias de sus seres queridos encarcelados.

A mediados de mayo la calle del penal La Esperanza, conocido popularmente como Mariona –el más grande de San Salvador–, lucía abarrotada de sueros, ibuprofeno y amoxicilina vendidos a sobreprecio. También había tamales, bolsitas de fresco de mango, frazadas, inmundicias, moscos, plegarias. Las familiares de los presos habían tapizado con cartones y lonas el piso de tierra jorobada y ahí descansaban. Las más afortunadas habían conseguido un espacio bajo unos puestos de lámina. Tampoco faltaba aquella que, aferrada a su dignidad, decidió gastar su poco dinero en una escoba para desempolvar el suelo.

En Twitter, el presidente desgranaba las cuentas del rosario. 9 de abril: “8.590 pandilleros capturados, en solo 14 días. Seguimos…”; 12 de abril: “10.094 terroristas arrestados en 17 días. Seguimos…”; 5 de mayo: “Más de 25,000 terroristas capturados en solo 41 días. Seguimos…”.

Su mantra —el hashtag #GuerraContraPandillas— maquillaba una realidad incómoda: con la obligación y la ansiedad de realizar el mayor número de detenciones en el menor tiempo posible, las fuerzas de seguridad salvadoreñas también arrestaban a personas inocentes.

De acuerdo con el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, hasta el 13 de diciembre se había detenido a más de 60 mil personas, presuntamente vinculadas a las pandillas. El régimen, prorrogado por novena vez este 14 de diciembre, sigue gozando de un fuerte respaldo popular. Esto a pesar de que organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales han documentado casos de tortura, desapariciones forzadas exprés y al menos 90 muertes en las cárceles.

Según un informe de Human Rights Watch (HRW) y de la organización salvadoreña Cristosal, publicado el 7 de diciembre, estos abusos no se debieron a la irresponsabilidad de agentes o soldados aislados, sino que fueron masivos y sistemáticos. El estudio titulado “Podemos detener a quienes queramos” también señala que, en lugar de tomar medidas para prevenir este tipo de violencia, el presidente ha respaldado públicamente a las fuerzas de seguridad. A su vez, ha amedrentado a aquellos jueces y fiscales independientes que podrían investigar los delitos. Algunas jefaturas policiales habrían obligado a los agentes a realizar un número de arrestos diarios, añade el informe.

«Había zonas donde no había nada, ¿qué podían detener? Entonces empezaron a detener a cualquiera para no entrar en controversia con los jefes”, comenta Marvin Reyes, fundador del Movimiento de Trabajadores de la Policía Nacional Civil (PNC) de El Salvador.

Y añade: 

“Muchos policías se opusieron y tenemos informes escritos de que los amenazaban con procesos disciplinarios o con trasladarlos. ‘Ustedes están en contra del presidente, están a favor de los pandilleros’, eran las palabras de los oficiales. Es algo ilógico”.

El expolicía —que ya había denunciado esta política de cuotas en abril, concretamente refiriéndose a las 30 capturas dictadas para Cinquera— señala también que el régimen ha dado lugar a múltiples abusos de autoridad: robo, amenazas, extorsión.

«El pueblo es sabio y reconoce cuando la policía actúa mal, siguiendo lineamientos sin cuestionar nada —comenta—. Esto lo vamos a sufrir en el futuro cercano, porque la policía se está separando de la sociedad».

«Se empieza a justificar lo injustificable»

Juan Carlos Escobar Lovo tiene 43 años y, por su tez clara, es conocido en Cinquera como el chele, el chelito. A veces trabaja la milpa y siembra hortalizas en el jardín de su casa, ahí donde también crece un palo de nances bien gruesos.

Con Lisette Aguilar se hicieron novios bien rápido por ahí de 2008, después de que Juan Carlos regresara de los Estados Unidos. Lisette recuerda que todo comenzó con una broma y muchas miradas de reojo. Se sonroja y se ríe. Hasta que para y dice: «Yo me río, como que disimulo, pero…así es la vida, ¿vea? La gente dice que me mira tranquila, pero sólo yo sé cómo me siento».

Juan Carlos fue detenido el 10 de abril de este año. Eran aproximadamente las 3:15 pm cuando la policía lo sacó de su casa y lo encerró en una celda de la delegación policial de Sensuntepeque, cabecera del departamento de Cabañas. Ahí Lisette fue a reclamar y la amenazaron con encarcelarla.

Cuatro días más tarde, Juan Carlos fue trasladado al penal de Mariona. Desde entonces, Lisette se ha rebuscado para comprobar los arraigos laborales, domiciliarios y familiares de su compañero de vida, y así demostrar que podría llevar el proceso judicial en libertad provisional sin huir.

Al igual que cientos de otras mujeres, Lisette ha estado gravitando entre la cárcel y las oficinas de la Procuraduría General de la República en San Salvador. Ahí, una funcionaria encargada de los casos de Cabañas le confesó estar de manos atadas, pues “aunque supiera que son inocentes, no pueden sacar a ni uno porque si no a ella la pueden detener por incumplir órdenes del presidente”.

Meses después las migrañas todavía la martirizan, se siente decaída, pero Lisette no ha dejado de estar pendiente del grupo de WhatsApp que ella misma decidió abrir para acuerparse con otras familiares de presos durante el régimen. Viven en departamentos lejanos como La Libertad, Ahuachapán, y nunca las ha conocido en persona. Pero gracias al incesante intercambio de mensajes de audio y de texto, sabe que tanto ella como las demás se sienten menos solas. Sabe que son importantes unas para otras.

«El consenso generalizado de que todos los detenidos son culpables a priori está generando un sentido de culpabilidad”, reflexiona Germán Alvarenga, abogado y notario de Cinquera.

“La gente dice: ‘A lo mejor sí tenemos la culpa, porque aquel mucho tomaba, aquel era muy vago’. Se empieza a justificar lo injustificable porque si alguien toma, hace escándalo, puede ser una falta y hay un castigo para eso, pero en ningún momento es la privación de libertad. Pero, por ese consenso, todo el mundo señala: ‘¡Ah, mirá: tu hijo es marero!’. Entonces la gente empieza a creérselo que tal vez es justo que esté ahí, preso».

No es sólo ese mecanismo de producción de culpa y desmantelamiento de los lazos sociales lo que inquieta a Germán Alvarenga. La erosión de las instituciones democráticas impulsada por Bukele desde que asumió el cargo en 2019 —con acciones como la ocupación militar de la Asamblea Legislativa y la cooptación del poder judicial—, también le afecta.

Hoy en día, Alvarenga es un abogado que cree que en El Salvador no tiene ningún sentido ser abogado.

«Los jueces ya saben qué van a decidir antes de que empiece un procedimiento. Entonces no hay razón de presentar una defensa, no tiene justificación: las audiencias son de 300 personas como mínimo, estoy seguro de que los jueces ni siquiera están leyendo los nombres de los que están condenando».

A principios de noviembre, el ministro de Justicia y Seguridad Pública, Gustavo Villatoro, confirmó que unas 2 mil personas detenidas durante el régimen de excepción fueron puestas en libertad por no tener vínculos con pandillas. Como detalla Marvin Reyes, la mayoría de quienes salen de los penales siguen con medidas cautelares y, cada quince días, tienen que presentarse en los juzgados y firmar.

«Esta gente está en un estado sumamente alterado, no vive tranquila. A pesar de que ellos no han hecho nada, sienten que se los llevan otra vez, que la Fiscalía puede ordenar que los vuelvan a meter presos, porque ya ha pasado», explica el vocero del MTP; y asegura que, en la última semana de noviembre, la cúpula de la Policía Nacional Civil circuló –por medio de llamadas telefónicas y cuidándose de no dejar evidencias—  la orden de volver a encarcelar a las personas liberadas.

«Lo que están haciendo hoy es: (los presos) salen del penal, los mandan para la bartolina (celda estrecha de una dependencia policial) y ahí le ponen el otro delito que es agrupaciones terroristas —afirma—. Nosotros consideramos que es para mantener el número de detenidos, porque las autoridades no quieren contradecir al presidente».

Más seguridad, pero ¿a qué precio?

La estrategia perseguida por el gobierno de Bukele parecería estar dando resultados en términos de una baja radical de delitos tradicionalmente asociados a las pandillas, como los homicidios y las extorsiones. Es más, zonas que no hace mucho eran bastiones de la Mara Salvatrucha 13 o el Barrio 18, como el corazón del centro histórico de San Salvador, hoy rebosan de gente y comercios hasta entrada la noche. Algo impensable hace sólo unos años.

Sin embargo, hasta ahora el gobierno no parece dispuesto a compensar esta mano dura con una política que aborde de raíz las causas profundas de la proliferación de las pandillas, por ejemplo fortaleciendo el acceso a oportunidades educativas y laborales, o a programas de reinserción social y de asistencia psicológica. Como advierte InSight Crime, dado el escenario actual, uno de los panoramas a futuro podría ser que las propias fuerzas de seguridad sustituyan a las pandillas.

En el caso concreto de Cinquera, el excesivo poder adquirido por los policías y los militares bajo el régimen ha mermado la libertad de movimiento, especialmente de los jóvenes.

Ana Marina Alvarenga, maestra e integrante de la junta directiva de la Asociación de Reconstrucción y Desarrollo Municipal (ARDM) de Cinquera, cuenta que un día unas de sus alumnas le pidieron permiso para darles una charla a sus compañeros. Las chicas les rogaron que no salieran solos de su casa para no correr el riesgo de ser detenidos. También les dijeron que se cortaran el pelo y que no vistieran ropas que pudieran llamar la atención de las autoridades.

«Qué terrible, ¿verdad? Cinquera no ha sido un territorio controlado por pandillas, como ha ocurrido en otras zonas del país en donde los jóvenes han estado muy restringidos para movilizarse. Acá no: que el río, que la cancha, acá los cipotes (muchachos) están acostumbrados a andar libremente».

Ana Marina Alvarenga

De acuerdo con líderes comunitarios, de las 30 detenciones ordenadas para Cinquera al inicio del régimen de excepción, 14 fueron ejecutadas. Hoy, catorce personas siguen detenidas. Su ausencia lastima a estas comunidades que, a lo largo de los años, han trabajado para construir una cultura de paz, ofreciendo alternativas concretas especialmente a los más jóvenes. 

Durante el conflicto armado (1980-1992), en Cinquera hubo combates intensos entre el ejército y la guerrilla. Además, ocurrieron diversas masacres en contra de la población civil. La zona quedó tan destrozada que fue abandonada por completo en 1988. Libre de la intromisión humana, el bosque que la rodeaba ocupó las áreas de cultivo, regenerándose.

«Llegamos aquí y Cinquera era completamente un bosque: no habían calles, no habían casas, energía eléctrica, escuelas, unidad de salud, no había nada, era como irse a una montaña», recuerda Ana Marina Alvarenga, cuya familia fue una de las que decidieron regresar a su hogar el 21 de febrero de 1991.

Con el paso de los años, estas familias emprendieron varias estrategias para cuidar su territorio. No sólo pusieron en marcha los servicios básicos, sino que entendieron que había que proteger aquel bosque que durante la guerra les había protegido de las incursiones de la aviación militar y en donde habían fallecido muchos de sus seres queridos.

A partir de 1996, con la fundación de la ARDM, el reconocimiento de la importancia ecológica e histórica del bosque se ha convertido en una lucha de largo plazo. Junto con ONGs locales e internacionales, la ARDM ha promovido iniciativas de agricultura sostenible y de turismo ecológico, además de organizar talleres de educación ambiental, de equidad de género y de prevención de la violencia dirigidos a las generaciones más jóvenes.

También ha creado un programa de becas de educación superior para que cada vez más habitantes de Cinquera puedan lograr una autonomía profesional y, si así lo deciden, regresar a la comunidad para aportar con lo que han aprendido.

Esfuerzos de este tipo han sido decisivos para hacer de Cinquera un municipio libre de pandillas, donde la juventud puede, como describe Ana Marina Alvarenga, moverse libremente.

Con la introducción del estado de excepción, este tipo de libertad —tan esencial como escasa en un país asfixiado desde hace años por el yugo territorial de las pandillas— se quebró. De acuerdo con Ana Marina Alvarenga, sobre todo en las primeras semanas, los jóvenes se miraban inquietos: la aparición de la policía les daba pánico. Con el paso de los meses, varios se marcharon.

Ana Marina concluye:

«Gran parte de la población aplaude el estado de excepción porque las pandillas han hecho mucho daño al país. Pero, ¿hasta qué punto esta medida está en verdad atacando las raíces de la criminalidad o es simplemente un espectáculo que nos va a implicar un costo altísimo a todos los salvadoreños?».

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