El aumento histórico del salario mínimo recupera poder adquisitivo perdido por décadas. Sin embargo, su impacto positivo enfrenta los límites estructurales de la informalidad masiva, la precariedad de las pequeñas empresas y el rol de México como proveedor de mano de obra barata en la cadena global
Texto: Jade Guerrero
Foto: Isabel Briseño / Archivo Pie de Página
CIUDAD DE MÉXICO. –
El anuncio del nuevo salario mínimo, con un incremento que ronda el 13%, llegó acompañado de celebraciones oficiales, gráficas de recuperación del salario real y comparaciones con décadas anteriores. Y de acuerdo con el académico Samuel Rosado, de la Facultad de Economía, este aumento representa una recuperación del poder adquisitivo como no se había visto en 40 o 50 años.
Durante buena parte del periodo neoliberal, el salario se erosionó de forma constante. Hoy, por primera vez, miles de personas que antes ganaban por debajo del mínimo verán un ingreso que realmente incrementa su capacidad de compra.
Sin embargo, el panorama aún no está completo. México aún enfrenta retos: sigue siendo un país donde más de la mitad de la fuerza laboral trabaja en la informalidad, un terreno donde ni el salario mínimo, ni las prestaciones, ni la reducción de la jornada laboral funcionan como mecanismos de protección.
El incremento salarial abre también una pregunta: ¿qué pasa con las pequeñas empresas?
Samuel explica y señala que México es un país donde la mayor parte de los negocios son micros y pequeños, con entre 3 y 10 trabajadores. Negocios que apenas sobreviven, con una esperanza de vida promedio de 3 a 5 años, según el INEGI. Para este grupo, el aumento del salario mínimo implica un impacto tangible en los costos y, a diferencia de las grandes compañías, no cuentan con economías de escala para absorberlo sin ajustar precios, reducir personal o cerrar.
La alternativa, dice Samuel, debería ser “una política sectorial que impulse modelos de economía social, como cooperativas, asociaciones o esquemas de producción colectiva, que permitan compartir costos y competir en mejores condiciones”. Pero esa política simplemente no existe.
Sin ese soporte, los aumentos salariales pueden provocar un efecto indeseado: “que las pequeñas empresas no resistan y sean absorbidas por corporaciones más grandes, acentuando la concentración de mercado y fortaleciendo monopolios”.
En un país ya dominado por grandes actores económicos, este fenómeno solo profundizará las desigualdades.
Samuel nos recuerda cómo el discurso empresarial insiste en que “el salario debe ser proporcional a la productividad”, pero los datos muestran una realidad distinta.
Nos recuerda un análisis de la industria manufacturera mexicana donde, entre 2008 y 2018, el valor de la producción superó en más de 300% el valor de los salarios pagados. Eso significa que las empresas generaron márgenes enormes, mientras los trabajadores recibieron apenas una fracción mínima del valor creado.
El aumento del salario mínimo, aunque significativo, no resuelve esta brecha estructural. Y tampoco se distribuye de manera uniforme: “no es lo mismo una maquiladora en la frontera, con cientos de empleados y acceso a cadenas globales, que un taller familiar de manufactura o comercio local”.
En las grandes empresas, los dueños y accionistas concentran la mayor parte de las ganancias; en los negocios pequeños, el patrón suele ganar casi lo mismo que su plantilla.
“El aumento salarial, sin acompañamiento estructural, pega donde no hay margen y deja intacta la desigualdad donde se podría corregir”, explica Samuel.
T-MEC, nearshoring y la trampa del salario bajo
Aunque el aumento del salario mínimo genera una recuperación del poder adquisitivo, México sigue ocupando el mismo lugar en la cadena global: proveedor de mano de obra barata.
Samuel explica que desde la firma del TLCAN en 1994 y ahora bajo el T-MEC, una de las ventajas que México ofrece a inversionistas extranjeros son salarios bajos, costos ambientales reducidos y beneficios fiscales. Nada ha cambiado de fondo. Incluso con los incrementos más recientes, los salarios mexicanos continúan siendo significativamente menores que los de Estados Unidos y Canadá.
Con la llegada del nearshoring, las empresas extranjeras buscan instalarse cerca de su mercado principal, pero sin renunciar a la mano de obra barata. El académico señala un dato revelador: “en los estados del norte, el valor reportado de los productos exportados se multiplica hasta ocho veces al cruzar la aduana. Lo que México produce y paga se revaloriza casi instantáneamente al llegar a Estados Unidos”.
Esa transmisión de valor creado en México y capturado en otro país impide que los salarios reflejen la riqueza generada.
Es así como Samuel concluye que el aumento al salario mínimo, aunque positivo, no modifica la estructura internacional que mantiene a México en un rol subordinado.
Para Samuel, el aumento salarial solo puede traducirse en una reducción real de la pobreza laboral si se atienden tres frentes estructurales que México ha postergado por décadas.
El primero es la democratización sindical: “un sistema marcado por corrupción, pactos políticos y sindicatos charros que debilitan la capacidad de los trabajadores para negociar”. La evidencia, señala, es clara: “cada vez que los sindicatos pierden poder, los salarios se estancan incluso cuando la productividad aumenta, y eso ocurrió justamente en México”.
El segundo frente es una política industrial real. El país ha apostado por inversiones extranjeras que generan pocos empleos, como los data centers y parques tecnológicos, que suelen crear entre 15 y 50 puestos de trabajo. Ese modelo, advierte, no puede reemplazar a una política industrial articulada que impulse cadenas productivas internas y sectores capaces de generar empleo masivo. Sin ella, los incrementos salariales seguirán siendo logros aislados dentro de una estructura que no cambia.
El tercer eje que Samuel considera indispensable es el salario indirecto. El salario real, explica, no se limita a lo que aparece en la nómina, sino a todo aquello que los trabajadores dejan de pagar cuando el Estado garantiza servicios públicos de calidad: salud, educación, movilidad, vivienda, cultura y espacios públicos. Cuando estos servicios fallan, las familias destinan parte de su salario directo a cubrirlos, reduciendo de inmediato su capacidad real de consumo. Por eso, afirma, “si el salario indirecto no se fortalece, ningún aumento será suficiente”.
El nuevo salario mínimo es, sin duda, un paso adelante. Por primera vez en décadas, el ingreso básico de millones de trabajadores recupera parte de lo que le arrebató la inflación y el modelo económico. Pero es un avance que ocurre en un país con profundas desigualdades, una estructura productiva dominada por grandes empresas, una informalidad masiva y un lugar fijo dentro del mercado norteamericano.
Samuel concluye: “El aumento del salario mínimo, por sí solo, no corrige la desigualdad en la distribución del ingreso, no fortalece a las pequeñas empresas, no reconstruye el sindicalismo, no genera una política industrial y no compensa el deterioro del salario indirecto. Es un paso necesario, sí, pero sin política industrial, democratización sindical y fortalecimiento del salario indirecto, el aumento seguirá siendo insuficiente para reducir la pobreza laboral”.
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