El plátano machuco, la comida  oaxaqueña de llanos cercanos al mar 

1 marzo, 2025

La cocina de Cecilia Merlín Arango es un viaje a la Cuenca negra, indígena y criolla: una travesía por San Bartolo, una comunidad de Tuxtepec, Oaxaca, que nació siendo una finca y se convirtió en el ejido con la mayor producción de plátano macho del norte de Oaxaca. La fruta está presente no solo en cada rincón del pueblo, sino en todo lo que da sentido a la identidad de sus habitantes

Texto y fotos: Antonio Mundaca / El Muro Mx

OAXACA. – En la casa de Cecilia Merlín Arango, los olores parecen salir de viejos hornos que huelen a dulce profundo. Es el éter fuerte de la fruta frita, macerada en el calor tropical de San Bartolo, un pueblo casi perdido entre llanos cercanos al mar, en la parte norte de Oaxaca.

Cecilia es una mujer de 56 años, vestida con un huipil de flores azules y púrpuras, parada en la cocina familiar que significa para ella la felicidad y le ha llenado la vida de símbolos.

Cocina machuco verde con frijoles y chile macho; primero, luego un mogo mogo (como le llaman también al machuco dulce) con queso y manteca: platillos criollos que inventaron los indígenas y los negros en una vieja finca del siglo XIX, cuyo dueño era un español llamado Sebastián Varo. En ese entonces, según Cecilia, Tuxtepec “todo era plantaciones gigantes, monterías, casas de raya administradas por extranjeros”.

Cecilia es la rebelde de un grupo de señoras que llevan años dedicándose a preservar la cocina tradicional del sotavento. Se alista para exhibiciones, para ser parte de un libro de recetas, para ir a la catedral de la ciudad a exponer los platillos:

“Soy rebelde porque mi vida ha sido el movimiento: siempre he andado de acá para allá, poniéndole mi sazón a las recetas de mi madre”.

Revela despacio los secretos para hacer del plátano una fruta de la que pueden salir tamales, flanes, tostones salados, todo tipo de guisos para fiestas, chilatoles y adobos.

Para ella, a través de ese sabor, puede contarse la historia de una vieja hacienda que dejó de existir hace 80 años y se convirtió en una comunidad de Tuxtepec, al otro lado del río Papaloapan, cuando el ejido le quitó el poder a los hacendados.

“El plátano macho lo trajo el río”

“El pueblo se llama San Bartolo porque ese hacendado español tenía un hijo de nombre Bartolo Varo y lo mataron. Entonces le puso ese nombre a la finca, pero le vino la desgracia y les vendió los terrenos a los italianos Di Giorgio, que trajeron la fiebre del banano”, relata.

Cecilia sabe la historia de su pueblo. Desde niños, a todos les cuentan el relato mítico: un pueblo primero de indígenas, luego de europeos ricos, luego de mestizos que trabajaban en fábricas de algodón y de ladrillo. A principios del siglo XX, llegó una oleada de negros que vinieron por el río a trabajar en la industria del “oro verde” y poblaron la Cuenca oaxaqueña con sus costumbres, ritos, comida, sabor y candombe.

Un pueblo que se dedicó durante el día a la siembra y cosecha de plátano roatán, y por la noche a hacer azúcar de pilón y aguardiente de caña que salía de los trapiches. Pero el plátano macho, que ahora rodea todos los rincones de la pequeña comunidad, dice Cecilia, “lo trajo el río”.

Plátano en lugar de tortillas

“Nosotros éramos siete hermanos. Crecimos a la orilla de este río. Cuando no había tortillas, mi madre nos daba machuco, frijolitos y salsa. Por mucho tiempo no hubo tortillas. En el pueblo solo había un molino de nixtamal que funcionaba en las mañanas, y a veces escaseó el maíz. El machuco sustituía las tortillas”. Para Cecilia, la relación del plátano macho con San Bartolo es más profunda que un gusto o una identidad forzada por la migración o el mestizaje. Dice que es el resultado de gente buena a la que la naturaleza le ha dado todo: mucha agua, fruta, calor y vida verde en abundancia adondequiera que se mire.

Revuelve con vigor el puré de plátano reposado en un poco de sal con manteca. Dejó su trabajo como médico zootecnista en Tabasco hace muchos años, luego de un accidente que le dejó un brazo inmóvil por varios años. Del codo a la muñeca todavía le duele cuando sostiene la sartén. Fue a través de la cocina que sacó adelante a sus hijos: trabajando en la plaza central, a las afueras de la compañía cervecera, y por su sazón consiguió que le dieran un espacio dentro de la fábrica. Ahí se volvieron legendarios sus tacos de guisado, sus tamalitos de elote, la flor de tepejilote y la hierba santa.

Casas amarillas y dulces

Cecilia vive a unas calles de un kiosco donde, durante mucho tiempo, guardaban instrumentos de la banda de guerra de la única escuela primaria que hubo por casi ochenta años. Un pueblo casi isla, donde para salir tenían que viajar en lanchas o canoas y pagar 50 centavos por un viaje por el río.

Dice que la mayoría de las cocineras tradicionales han muerto, y las nuevas generaciones han perdido la organización. El gobierno estatal y municipal, afirma, han hecho realmente poco para preservar el legado culinario: “Ya ni hablemos de la sazón”, sonríe. Ofrece viandas de plátanos tostados: dulces, salados, picosos. Se queja poco; es una mujer feliz en su cocina, hablando de pócimas mágicas a través de conservas y semillas. Suda y menea el cuerpo para que la caramelización de la cebolla quede al punto. Habla de la cocción al vacío y la necesidad de ajustar la temperatura baja o alta en el momento adecuado. Se siente orgullosa de que a su hija menor, cuando se fue a estudiar a la Ciudad de Oaxaca, sus compañeros de la universidad aún le pregunten por ella, por “la comida más rica que han probado en sus vidas”.

Le gusta contar que el plátano de San Bartolo es más dulce que el de Chiapas y lamenta que al machuco maduro casi no lo conozca la gente, que ya no se hagan memelas de chicharrón con frijol frito por dentro.

“Las desgracias a veces traen cosas buenas. El plátano macho llegó a Tuxtepec con la inundación de 1944, que devastó las comunidades, y el gobierno nos dejó solos. Llegaron por el río cabezas de plátano con la corriente; la gente las recogió para comer, las sembró, y ahora pintan de amarillo y dulce nuestras casas”.