Ahora que un tribunal sentenció a la defensora de derechos humanos Kenia Hernández a cumplir 10 años y 6 meses de prisión, tras un proceso con reiteradas irregularidades, las palabras de Estela, Jacinta, Alberta y Teresa cobran mayor significado y peso
Twitter: @celiawarrior
A veces, para apaciguar un poco la angustia que provoca sobrevivir inmersas en un mundo insoportablemente patriarcal, queda rememorar las enormes batallas que han dado tantas mujeres en su intento de sostener la dignidad personal y colectiva. Una de esas peleas con final alentador es la que dieron Jacinta Francisco, Teresa González, Alberta Alcántara, sus familiares y los activistas que acompañaron a estas tres mujeres indígenas hñáhñú (otomíes) que un buen día se chingaron al Estado mexicano.
Fue el 21 de febrero hace cinco años, cuando sucedió el importante acto de disculpa pública por parte de la Procuraduría General de la República (PGR) a Jacinta, Teresa y Alberta, después de haberlas acusado y encarcelado durante tres años y ocho meses por un delito que no cometieron. Fue el primer evento de esta naturaleza en el país, derivado de una sentencia de tribunales nacionales, destacó el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh), organización que les brindó acompañamiento jurídico.
La disculpa pública fue de la mayor relevancia porque significó, más que una simple disculpa —que, en palabras de Alberta, no devuelve el tiempo perdido—, que la misma institución que las acusó injustamente reconoció la inocencia de las tres mujeres.
Hasta ese momento solo podíamos imaginar que un día el Estado mexicano admitiría que la injusticia emana incluso de una de sus más importantes instituciones, creada precisamente para procurar lo contrario: la justicia. Pero el día llegó.
“En México, la cárcel lastima diferente si se es mujer”, apuntó el Centro Prodh, que también destacó que el acto podía contribuir a reparar el daño moral, “por mucho el más importante causado a estas mujeres”. Esto, sin duda, solo fue posible de descifrar porque escucharon con atención las necesidades de las víctimas.
Con toda la dignidad que implica haber luchado hasta ese momento de disculpa y reconocimiento de inocencia, Teresa, Alberta, Jacinta y la hija de Jacinta, Estela Hernández, pronunciaron los discursos más memorables que como sociedad podemos rescatar:
“Hoy quisiera darle un mensaje a mujeres víctimas como nosotras: que luchen, que no se queden calladas hasta que las autoridades las escuchen y la sociedad sepa la verdad. Sí se puede. A veces es por miedo que nos quedamos calladas”, dijo Teresa.
“Siempre hay una pequeña luz en el camino”, agregó Alberta.
“Me dijeron: ‘No tengas miedo. Si tú dices la verdad, la luz del día algún día va a salir’. Yo creo que en este momento lo estamos viendo, pero no por ello estoy contenta […] En este momento yo no estoy para estar contenta, sino para decirles que ojalá que otras personas sean escuchadas y se haga justicia”, pidió Jacinta.
Y cómo olvidar el remate de Estela: “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, frase abarcadora de tantos anhelos de justicia social que ha trascendido fronteras hasta ser retomada como consigna de otras variadas luchas latinoamericanas, como en el estallido social en Chile de 2019 que derivó en un proceso constituyente.
Resulta paradójico que al cumplirse cinco años de aquella disculpa pública un tribunal haya sentenciado a la defensora de derechos humanos Kenia Hernández a cumplir 10 años y 6 meses de prisión, después de un proceso judicial en el que se han señalado reiteradas irregularidades.
Las acciones judiciales en contra de Kenia, indígena amuzga, originaria de Guerrero, son leídas como una represalia directa a su activismo y un mensaje de los poderes políticos y económicos a las mujeres que se organizan y manifiestan oposición. Es una presa política.
Hoy, a la luz de nuevas pero semejantes injusticias, como lo es la reciente sentencia a Kenia Hernández, las palabras de Estela, Jacinta, Alberta y Teresa cobran mayor significado y peso.
Periodista
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