El grupo que más se beneficia del sistema en el que vivimos controla la narrativa. Mientras no abramos nuestros propios espacios de discusión y contemos nuestras propias historias, seguiremos teniendo que rebatir el argumento que se ha tomado como válido y verdadero
Twitter: @luoach
En una sobremesa hace poco comentábamos que había sido una decisión muy desafortunada que una editorial le publicara un libro a Hernán Gómez Bruera, un hombre blanco, sobre racismo en México. En general todos estábamos de acuerdo, pero una persona me preguntó qué tenía de malo. ¿No merecía él también dar su opinión?; ¿publicarlo su perspectiva no es parte de ser incluyente? Eso me recordó a otra conversación que tuve algunos días después con un amigo.
Yo planteaba que podría ser problemática la relación romántica entre una mujer y un hombre con disparidad importante de edad y poder. Yo lo veo como una situación donde ella está en desventaja, donde el desbalance de poder la pondría a ella en una situación precaria de la que él difícilmente saldría mal parado, o tan mal parado como ella. Mi amigo no estaba de acuerdo. Como dos adultos capaces de entrar en una relación consensual, dijo, ambos son corresponsables.
No llegamos a nada, pero me quedé incómoda. No sabía bien por qué o qué de eso me había molestado. Seguía, y sigo, sin estar de acuerdo. El hombre del que hablábamos es amigo de todos los otros hombres que manejan el acceso a los contratos, a los negocios, a los clientes, a las nóminas, a las recomendaciones. Por más que saliera a la luz su relación y se le reprochara, nada en sus condiciones estructurales, materiales y profesionales estaría en riesgo. Para ella es diferente. Ella no está en el club de personas que controlan el acceso a los recursos.
Pero además de eso, el planteamiento de la conversación que tuve con mi amigo era lo que me molestaba. Todo el tiempo, tanto él como yo, actuamos como si la verdad estuviera de su lado. Como si él tuviera la razón y mis argumentos fueran meros intentos fallidos por desbancar su visión del sitio en el que empezó: como la narrativa dominante.
Acabo de ver un tuit que me hizo pensar justamente en esto. @gloooorrrr escribió: «[…] las mujeres nos comunicamos de una manera muy distinta a la de los hombres a la hora de dar nuestra opinión. […] nosotras tendemos a introducir nuestras ideas con palabras. ‘Desde mi punto de vista’, ‘yo creo que’, ‘pienso que’… Ellos no. Ellos dicen lo que piensan sin pararse a especificar que es su opinión; lo dicen como verdad absoluta. Es sutil, pero se nota el cambio de expresarte con esas ‘excusas’ (como pidiendo perdón y permiso hablar y exponer lo que sabes) a no hacerlo.”
El tuit me recordó a una amiga que me dijo que había visto un video de TikTok en el que una chica decía que mientras los hombres “objetivizan” a las mujeres, nosotras los “personificamos”. Como el meme donde salen el Sr. Darcy y Friedrich Bhaer, personajes de las novelas de Orgullo y Prejuicio y Mujercitas de Jane Austen y Louisa May Alcott que dice “¿De verdad te gustan los hombres o solo te gustan los hombres escritos por mujeres?” Como las autoras, muchas mujeres vertimos toda nuestra imaginación en humanizar la idea de cómo podría ser un hombre en pareja.
Mientras tanto, muchos hombres nos convierten en objetos en sus mentes. Objetos intercambiables, reemplazables; objetos con una meta común: complacer. Cada hombre tiene diferentes requisitos sobre cómo cumplir esa meta: atributos deseables en una acompañante que adorne o aderece la imagen y el mensaje que él quiere dar sobre sí mismo, sobre su personalidad, sobre sus aspiraciones, además de otras maneras de complacerle física y emocionalmente.
“Busco a alguien chistosa y ocurrente”, escriben los hombres en las aplicaciones de citas como Tinder y Bumble, como si las mujeres tuvieran que cumplir con una lista de requisitos que él quiere. Una visión así convierte a cualquier mujer en un personaje secundario; un rol a desempeñar; un receptáculo vacío y moldeable con el potencial de ser lo que tiene que ser o lo que se espera que sea para él. Bajo esta concepción de las relaciones (que llamamos) románticas no existe un planteamiento de pareja. No se propone la sociedad como un espacio horizontal donde dos partes igualmente válidas coinciden, comparten y construyen. En cambio, se plantea como un espacio del hombre, donde la mujer puede “ganarse” un lugar si sirve para avanzar la misión de él: añadir a su marca o personalidad para que él avance más en su carrera o su aceptación social; ella está ahí para cuidarlo, atenderlo y ayudarlo a él. Ella existe en función del hombre.
La crítica de cultura popular, Carina Chocano, lo describe en su libro Haz el papel de chica, cuando explica que las mujeres representadas en el grueso de la cultural popular, desde películas y series hasta caricaturas, existe en torno al héroe. Ella está ahí para ayudarlo a él a conseguir lo que se ha planteado. Porque el hombre, el protagonista, el héroe, se ha planteado una meta y tiene un camino, una encrucijada o un calvario que atravesar. Ella no, ella no tiene metas ni planes ni dificultades que superar; ella es una observadora pasiva y ayudante suscrita a la misión de él. Esto, claro, no sólo pasa en la relación desigual entre géneros, también sucede en las dinámicas desiguales del colorismo y el racismo.
En su libro Mala feminista, la autora Roxane Gay dedica un capítulo a criticar películas como La vida secreta de las abejas e Historias cruzadas, donde los personaje interpretados por Dakota Fanning y Emma Stone, respectivamente, reciben la ayuda de mujeres negras para lograr sus cometidos y acompañarlas en el viaje emocional que atraviesan durante las películas. La crítica de Gay se basa en que todas las mujeres negras de ambas historias están ahí para ayudar a las heroínas blancas a cumplir sus misiones. Es como si no tuvieran historias propias más allá de asistir a las blancas cuyas vidas sí son, en sí mismas, dignas de una historia propia. Lo mismo, por cierto, es lo que hacen en la serie de Luis Miguel, temporada uno, con el personaje del Cadete Tello –un militar racializado originario de Ocosingo, Chiapas– quien solo existe en la serie para ayudar al “héroe”, hombre blanco, a aprender su lección.
Lo que me regresa al planteamiento inicial. A veces no nos damos cuenta, pero así como en la cultura popular, la perspectiva desde la cual partimos y abordamos estas conversaciones, está monopolizada. El grupo que más se beneficia del sistema en el que vivimos controla la narrativa: es dueño de la puerta a la entrada del cuarto donde pretendemos cuestionar estas dinámicas de poder. Él nivela la temperatura, la iluminación, y decide quiénes son los invitados.
Mientras no abramos nuestros propios espacios de discusión; mientras no contemos nuestras propias historias, produzcamos nuestras propias series o películas, mientras no publiquemos nuestros propios libros, seguiremos teniendo que rebatir el argumento que se ha tomado como válido y verdadero; ese mismo argumento que defienden aquellos a los que beneficia.
Chocano escribe “…No quiero ver otra mujer simbólica volver a empezar de cero. Quiero ver cómo cambia un mundo simbólico para reconocer su existencia. No quiero ver a otra chica joven pagándose una transformación o yendo de compras con la tarjeta de crédito de su novio. Quiero verla destruyendo la Estrella de la Muerte —metafóricamente, por supuesto”.
Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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