El elefante en la sala

16 junio, 2021

Sobre todo quiero posicionarme en contra y señalar la gravedad del respaldo público a acusados de agresiones machistas desde puestos de poder. Ojalá podamos respondernos juntas, ¿a qué abona el discurso del espaldarazo a personas señaladas de violencias graves?

Por Celia Guerrero

Recuerdo un viaje en carretera con mi hermano mayor hace unos años. Regresábamos de algún evento familiar, él y yo solos, y en el traslado nos pusimos a hablar de scratches y el señalamiento público de las violencias contra mujeres. Como reportera yo había seguido el tema, cada vez más adquiría visiones feministas y nuevas posturas. Es posible que él intuyera cambios en mi pensar porque —palabras más, palabras menos— me planteó: ¿qué pasaría si una mujer, digamos, una de sus exnovias, lo acusara de violento y él lo negara? “¿Le creerías a ella o a mí?”, preguntó. Le contesté que la apoyaría a ella. Pude notar auténtica decepción, dolor y hasta sorpresa en su reacción a mi respuesta.

Aunque no nací pensado así, es a través de la experiencia y la reflexión continua que me he formado en esta opinión: no hay un solo hombre al que conozca, o no, que aprecie, o no, del que pueda asegurar que no ha sido, es o pueda llegar a ser violento con otra mujer. Mantengo esa idea no solo cuando desconozco directamente su violencia, sino especialmente cuando no la han mostrado conmigo [yeah, all men]. Y no es porque haya perdido la fe en su humanidad, sino porque reconozco que la violencia contra las mujeres es, sobre todo, una violencia estructural y no solo de individuos malévolos (hombres) contra víctimas absolutas (mujeres).

Lo repito mucho, siempre que es necesario: la violencia contra las mujeres es, sobre todo, estructural. Pero la gran mayoría de las veces esas palabras no son entendidas, o no quieren ser entendidas, o son reconocidas solo cuando conviene. También son interpretadas según quien las recibe, como mi hermano, quien creyó que según el supuesto planteado no apoyarlo constituía una traición al cariño mutuo. Esa es la complejidad de nuestros afectos y las contradicciones con las que me toca vivir, como a muchas. Pero de lo que verdaderamente quiero escribir es de otro tema.

Quiero que nos atrevamos a hablar juntas del elefante en la sala, de la simulación de los “procesos de justicia” a la que las víctimas de violencia machista pueden ser sometidas dentro de las instituciones, circunstancia que algunas reporteras conocemos muy bien y, sin embargo, vemos reproducirse en diversas empresas de medios y hasta en organizaciones, a veces incluso porque nosotras mismas la promovemos con las mejores intensiones. 

Sobre todo quiero posicionarme en contra y señalar la gravedad del respaldo público a acusados de agresiones machistas desde puestos de poder. Ojalá podamos respondernos juntas, ¿a qué abona el discurso del espaldarazo a personas señaladas de violencias graves?

Nos urge trasladar al debate público lo que muchas veces se queda en chats de whats, pero despojándonos de patriarcas interiorizados y externos que nos adjudican culpas y responsabilidades que no nos corresponden. Quisiera que esta reflexión rompiera la virtualidad y se diera con honestidad, no bajo la guía discursiva obradorista que tanto ha viciado el debate público hasta dinamitar la capacidad de autocrítica, que solo ve dos bandos y nos deja perplejas frente a lo que sabemos no está del todo bien, pero nos cuesta articular por qué puede llegar a estar mal.

El hecho que detona en mí esta necesidad es la queja de una colega reportera que señaló la intimidación por parte de un miembro de este medio en el que escribo [si no sabe de qué hablo, aquí el relato]. A este señalamiento en tuiter le siguió otro más grave aún, de violencia sexual, al mismo reportero, difundido de manera anónima para “evitar revictimizaciones de las que el gremio periodístico ha formado parte”. Como no se trataba de la primera vez en la que un colaborador de Pie de Página era señalado de una agresión machista, ya existía un protocolo de atención para estos casos de la Red de Periodistas de a Pie, organización de la que surgió este portal, y anunciaron su activación para investigar la primera queja.

Pero he de decir —con conocimiento interno, porque fui una de las varias impulsoras del mecanismo— que el protocolo ha cambiado desde la última vez que participé en su construcción, y no para bien. Dejé de aportar a su redacción cuando la aparente promoción del disentimiento culminó en la imposición de una postura hegemónica. Aunque fui crítica ante la negación absoluta de incluir denuncias anónimas, por pura operatividad cedí a la idea de que podía funcionar solo para denuncias con nombre y rostro. Pero, cuando señalé la nula seguridad que en el proceso se proveía a denunciantes y cómo durante su elaboración antes de en las víctimas nos centramos en las garantías de los denunciados, el debate se cerró. Por esta y otras batallas perdidas salí del Consejo de la Red de Periodistas de a Pie hace unos 15 meses.

Entonces promovía romper de una buena vez el falso dilema de que liberar espacios de agresores es una reacción punitiva y creía que un mecanismo institucional podía aportar a hacer frente a la ola de las denuncias de violencia de género. Ahora continúo defendiendo solo lo primero.