El colegio colonial que preservó los conocimientos indígenas

27 noviembre, 2021

El Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco fue la primera institución empeñada en conservar el conocimiento y cultura indígena en América. El proyecto apenas duró algunos años, pero su legado es una pieza fundamental para el entendimiento del México prehispánico

@ignaciodealba

Después de la atroz guerra contra la Triple Alianza, dos instituciones europeas intentaron apropiarse de la vida colonial en los nuevos territorios. Primero fueron los soldados/empresarios que quisieron imponer el sistema de encomiendas, donde se esclavizaba a indígenas a cambio de ser evangelizados; luego fue la iglesia, que propuso que fueran los frailes quienes se encargaran de la gobernanza en la sociedad colonial.

Al final, ambas visiones lograron imponerse en la Nueva España. La bastedad del territorio y la diversidad de las poblaciones dieron cabida a todo tipo de proyectos, al mismo tiempo que se continuó con una guerra de exterminio y sometimiento para ganar recompensas; órdenes religiosas lograron expandir el cristianismo, pero también se avocaron a verdaderos proyectos humanísticos.

El Colegio de Santa Cruz de Santiago Tlatelolco fue uno de los proyectos más importantes para conservar el conocimiento de las culturas del altiplano central de México.

La institución se fundó en 1536. Paradójicamente, se construyó con las piedras del antiguo centro ceremonial de Tlatelolco, que antes de la conquista era uno de los centros culturales más importantes de Mesoamérica (en el lugar se han encontrado vestigios del siglo XIV).

A Tlatelolco siempre se le consideró como una ciudad gemela de Tenochtitlán. De hecho, los tlatelolcas y los tenochcas se acompañaron en el largo periplo previo a su llegada a la orilla del lago de Texcoco, donde se encontró al águila sobre un nopal.

Se cree que Tlatelolco se fundó algunos años después de Tenochtitlán, apenas a dos kilómetros donde se edificó el Templo Mayor. Según el códice Axcatitlán, a finales del siglo XIV se coronaron a dos príncipes para que gobernaran las ciudades gemelas. Desde entonces, los pueblos crecieron juntos, hasta que Tenochtitlán absorbió a su ciudad vecina.

En Tlatelolco se construyó, también, un Templo Mayor, pero la vida del lugar se la dio su espléndido mercado.

Los conquistadores quedaron impresionados por la vida y grandeza de Tlatelolco. Muchos de ellos habían estado en Constantinopla y en Roma, y aun así no daban crédito de lo que veían. El cronista guerrero Bernal Díaz del Castillo narró: “y desde que llegamos a la gran plaza, que se dice el Tatelulco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud de gente y mercadería que en ella había y del gran concierto y regimiento que en todo tenían […] Para qué gasto yo tantas palabras de lo que vendían en aquella gran plaza, porque es para no acabar tan presto de contar por menudo todas las cosas”.

En el mercado de Tlatelolco se concentraba el comercio de una de las metrópolis más grandes del mundo: se vendían pescados, tortugas, perlas, henequén, calzado, cueros de felinos, venados, nutrias, adives, tejones y “otras alimañas”. También se vendían frijoles, chías, herbolarea, “gallos de papada”, anadones, perros, tinajas, jarrillos, miel, dulces, maderas, tablas, leñas, ocote, sal, tabaco, serpientes, pedrería, navajas, oro, mantas, plumas, algodón…

Tlatelolco fue el último reducto de la resistencia mexica. También fue la capital de la República de Indios. Ahí se planeó una escuela para la nobleza indígena. En 1536, en el convento franciscano se construyó el Colegio de la Santa Cruz. La idea de las autoridades virreinales era que este colegio sustituyera a los calmécac, el lugar donde estudiaban las familias nahuas más prominentes.

En donde existió el Templo Mayor se construyó la iglesia de Santiago, aquel santo que se les había aparecido a los soldados en la Batalla de Clavijo y que ayudó a vencer a los moros en el 844. El mismo que juraron ver los soldados de Cortés matando mayas en la batalla de Centla. Ese santo del ejército español ocupó una de las iglesias más importantes construidas en la Nueva España.

Cerca de ahí se construyó el Colegio de Santa Cruz, donde la aristocracia indígena aprendía griego, latín y español, además de las siete artes liberales de la tradición clásica occidental. La idea era que los alumnos ayudaran a divulgar la religión católica y los saberes occidentales. Se tradujeron a filósofos y literatos.

El lugar se dedicó también a conservar los conocimientos de los indígenas. De hecho, ahí se trabajaron códices que se han convertido en una fuente fundamental para entender el pasado indígena de las culturas del altiplano.

Ahí se publicaron obras como Libellus de medicinalibus indorum herbis, del médico indígena Martín Santa Cruz. El códice, de un tremendo detalle artístico, es la recopilación más importante sobre medicina de los mexicas. Otro tipo de obras se elaboraron en el lugar, como mapas. El caso más representativo es el de Uppsala, el único documento gráfico donde está representada Tenochtitlán y Tlatelolco a principios del siglo XV.

Pero el documento más importante que se realizó en ese sitio fue el Códice Florentino, también conocido como la historia General de las Cosas de la Nueva España, elaborado por Fray Bernardino de Sahagún y varios estudiantes del colegio. El documento es un testimonio de la vida de los mexicas, antes de la llegada de los españoles.

Tanto el mapa de Uppsala y como el Códice Florentino están en Europa. Ambas obras se extrajeron durante la Colonia. 

El colegio de Santa Cruz perdió en pocos años su vocación original. El escritor Carlos Fuentes relata en El Espejo Enterrado las motivaciones del cierre: “el experimento fracasó, primero porque irritaba a los conquistadores tener súbditos indios que sabían más que ellos, pero sobre todo, porque los conquistadores no querían indios que tradujesen a Virgilio, sino indios que trabajase para ellos como mano de obra barata en las minas y en las haciendas”.

Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).