20 julio, 2021
Si examinamos las elecciones durante la llamada apertura democrática en México, se caen dos argumentos: los que afirman que la violencia es un nuevo modelo de política electoral y que es un signo de que el Estado perdió el control y que ahora lo tienen las organizaciones de tráfico de drogas. Como botón de muestra esta crónica del triunfo electoral del PRI en Chihuahua como resultado de un fraude cuidadosamente planeado y hábilmente ejecutado en 1986
Texto: Vanessa Freije / Noria
“Me las tuve que ingeniar para emitir 1,800 votos [para el PRI] de golpe”, me dijo con total franqueza Joel,[1] antiguo operador político, durante una entrevista que le hice en 2011 sobre su misión de amañar las elecciones de 1986 en Chihuahua, un estado de la frontera norte de México.
Fue una contienda muy anticipada y había un pronóstico creíble de que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) podía perder su primera gubernatura en la historia, lo que auguraba el fin del régimen de partido único en el país. Mientras platicábamos con el ruidoso ajetreo de fondo de un restaurante Vips, Joel me explicó la complejidad de robar o de rellenar urnas sin ser detectado ni denunciado. Esa complejidad aumentó en la década de 1980, pues la competitividad de las elecciones activó a muchos movimientos de base y atrajo el escrutinio mediático nacional e internacional.
Durante casi cuatro décadas, en México era un secreto a voces que no importaba por quién votaras: todo mundo sabía que, inevitablemente, ganaría el PRI. Sin embargo, las elecciones funcionaban como rito necesario para legitimar a los ganadores.[2] Los años electorales se adornaban de publicidad y movilizaciones. Las calles de las ciudades y barrios periféricos se decoraban con carteles y propaganda pintada en bardas. El radio estaba plagado de anuncios políticos y las plazas públicas se llenaban de mítines patrocinados por el Estado. El día de la elección, las organizaciones partidistas acarreaban a los simpatizantes en camiones con la promesa de tacos o bultos de cemento después de votar.
Pero en la elección presidencial de 1976, el elevado abstencionismo de los votantes y la vergonzosa falta de un candidato opositor llevaron al PRI a permitir una mayor competencia. Los ritos electorales sólo funcionaban si la gente acudía a las urnas. En 1977, como consecuencia, el Congreso aprobó una serie de reformas que permitían el registro de partidos de izquierda para competir por primera vez desde que el PRI había consolidado su poder. Además, el paquete legislativo incluyó 100 escaños en el Congreso que se distribuirían por representación proporcional, lo cual daba oportunidad por primera vez a los partidos pequeños de ganar escaños sin tener una mayoría de votos.
Las reformas entraron en vigor al mismo tiempo que el país entró en una seria crisis de deuda. El desempleo y la inflación se dispararon, y el partido dominante de México empezó a enfrentar problemas graves. En 1983, el conservador Partido Acción Nacional (PAN) barrió en las elecciones intermedias en Chihuahua y se llevó los siete municipios más importantes del estado. Dos años después, el partido conservador ganó cinco de los diez escaños que estaban en pugna en el congreso federal. En 1986, el PAN estaba listo para ganar la gubernatura de Chihuahua.
En un intento desesperado por controlar el proceso de democratización, el PRI acudió al fraude y a la violencia para ganar las elecciones, aunque hacerlo constituyera una fuente de deslegitimación. Según varios académicos, el delicado equilibrio entre la violencia y los pactos fue clave para que el PRI consolidara su poder y su longevidad.[3]
Desde mediados de siglo, el partido toleró de manera selectiva ciertos tipos de disenso, pero siguió reprimiendo a otros disidentes, por lo general campesinos, pueblos indígenas, izquierdistas urbanos y trabajadores que pretendían organizar sindicatos independientes. El estilo de represión y de intimidación quirúrgica que utilizaba el PRI siguió siendo una estrategia de partido, incluso aunque las elecciones se hubieran vuelto cada vez más competitivas, los medios nacionales fueran cada vez más críticos y la sociedad civil estuviera cada vez más movilizada conforme pasaban las décadas de 1970, 1980 y 1990.
Para minimizar los problemas electorales que enfrentaba, el PRI mandó a Joel y a muchos otros colaboradores a Chihuahua. Joel había empezado a trabajar para el PRI en los ochenta y viajaba por el país para monitorear —y a veces, manipular— las elecciones. Nos conocimos cuando yo estaba investigando en una biblioteca de la Ciudad de México. Joel pasaba ahí sus días y, cuando supo que yo investigaba las disputadas elecciones de Chihuahua de 1986, se le iluminaron los ojos: “¡Yo trabajé en esa campaña!”, me dijo. Y luego agregó: “Me debería de entrevistar”.
Joel hizo mucho énfasis en el arduo trabajo que representó el fraude. Tuvo que pasar ocho meses en Ciudad Juárez para preparar esas elecciones de 1986. Su trabajo y el de su equipo consistía en identificar simpatizantes para luego comprarlos y designarlos como presidentes de las casillas más importantes. Era un trabajo que debía hacerse lenta y minuciosamente para evitar ser detectados. Estaban en territorio panista hostil; el presidente municipal pertenecía a la oposición. El equipo de Joel se movía entre casas de seguridad, pero, aun así, seguía rodeado de panistas y de periodistas de ambos lados de la frontera. Antes del día de la elección, llenaron miles de urnas falsas que habían sido fabricadas para parecer auténticas, y marcaron cuidadosamente cada una con una caligrafía ligeramente distinta —Joel había guardado algunas de esas urnas de recuerdo y me las enseñó durante la entrevista—.
El día de la elección habría un lapso muy corto de tiempo para rellenar las urnas, así que, desde su casilla en Ciudad Juárez, arreglaron que algunos simpatizantes pagados del PRI llegaran temprano y entorpecieran la votación, o como se dice coloquialmente, que hicieran todo a paso de tortuga (de ahí el término “tortuguismo” para la lentitud intencional). Para el final de la jornada electoral, muy pocos votantes legítimos habían podido emitir su voto. Joel relataba con orgullo estos hechos, y en algún momento resaltó que “eran estrategias que se [le] habían ocurrido [a él]”.
Mientras hablaba de haber cometido fraudes electorales sin la menor vergüenza, Joel no mencionó que esas tácticas también podían ser violentas. El PRI recurrió a prácticas antiquísimas de intimidación y a ataques físicos para controlar el desequilibrado proceso de la transición democrática. Los observadores electorales y los trabajadores de medios de comunicación eran objetivos comunes de agresiones. No era raro que soldados o matones a sueldo sacaran por la fuerza a los periodistas de las casillas electorales, ni que les destruyeran su equipo. Tal fue el caso en Chihuahua, a donde el gobierno federal mandó al ejército a mantener el orden antes y durante las elecciones. Cuando dos fotoperiodistas del Diario de Juárez fueron a la pista de aterrizaje para documentar la llegada de aviones militares a Ciudad Juárez, unos soldados los interceptaron y se apoderaron de sus rollos sin revelar.[4]
El día de la elección, algunos testigos oculares aseguran haber visto a matones no identificados —presuntamente contratados por el PRI— golpear a periodistas que trataban de fotografiar a unas camionetas sin distintivos que estaban cambiando las urnas incluso antes de que empezara la elección. Otros informes reportaron amenazas contra reporteros que se habían instalado en las casillas. Los observadores electorales del PAN sufrieron ataques similares y, en algunos casos, fueron removidos por la fuerza de las casillas.[5]
La violencia también podía ser una estrategia de la oposición. Por ejemplo, cuando la casilla de Joel expuso la sábana electoral con los resultados, las cifras decían que el PAN no había obtenido casi ningún voto, cosa que era absurda dada la popularidad del partido en Ciudad Juárez. Como era lógico, los simpatizantes locales que estaban esperando el conteo se enfurecieron. Según Joel, lo empezaron a patear y a pegarle para quitarle la urna y llevársela a la comisión municipal electoral. Tuvo que llamar a una escolta militar para poder salir de ahí a salvo.
Al igual que en Chihuahua, en el estado sudoccidental de Oaxaca también hubo manipulaciones y violencia focalizada como respuesta a la movilización ciudadana. La oposición, una coalición de izquierda liderada por la COCEI (Coalición Obrera, Campesina, Estudiantil del Istmo) orilló al PRI nacional a designar a un candidato más progresista, Heladio Ramírez, para la contienda a la gubernatura de 1986. Ramírez, a su vez, eligió a un candidato afín para el cargo de presidente municipal de Juchitán. La selección enfureció a los priístas locales conservadores y, con el respaldo de la élite empresarial, se presentaron armados en casa del candidato y amenazaron físicamente a él y a su familia. Esto hizo que retirara su candidatura inmediatamente.[6] En ese caso, la violencia fue una estrategia que moldeó las posibilidades electorales incluso antes de que se emitieran los votos.
A pesar de las denuncias de fraude, el PRI declaró que había ganado las elecciones municipales en Juchitán y casi todas las contiendas en el estado de Chihuahua. Los medios nacionales e internacionales reportaron pruebas de fraude y en muchas ciudades de Chihuahua hubo protestas civiles a gran escala durante semanas. Con respecto al triunfo del PRI, Joel parecía estar orgulloso de que el partido gobernante se hubiera llevado las elecciones, contra toda probabilidad. Pero sus métodos no eran tan sutiles como pensaba Joel: los candidatos del PRI no habían convencido a la mayoría de los votantes de haber ganado legítimamente. Manipular el voto e intimidar periodistas y observadores eran tácticas antiquísimas que los operadores del PRI refinaron en las elecciones de 1986, pero esos métodos tan descarados durante las elecciones más observadas hasta esa fecha en México eran signo de un partido en decadencia que había perdido su poder de persuasión.
Un análisis de las elecciones intermedias de 1986 revela que las confrontaciones violentas y los intentos descarados de fraude acompañaron la lucha democrática. Esas tácticas continuaron durante los siguientes años. En 1988, durante la elección presidencial más competitiva de México en décadas, hubo matones a sueldo que robaron urnas a punta de pistola. Las elecciones culminaron con una escandalosa “caída” del sistema del conteo electrónico y con el subsecuente anuncio del triunfo priísta. En 1994, el asesinato del candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio, conmocionó a la nación y sugirió que ningún político debía considerarse a salvo. La violencia no era una nueva herramienta de la política electoral, sino simplemente una que se volvió más controvertida en medio de las expectativas cada vez más altas de tener unas elecciones justas y una cobertura crítica por parte de medios nacionales e internacionales.
Joel describió el triunfo electoral del PRI en Chihuahua como resultado de un fraude cuidadosamente planeado y hábilmente ejecutado. Sin embargo, lo que no mencionó fue el hecho de que la intimidación y las agresiones fueran elementos clave para que funcionaran esas estrategias, sobre todo cuando se volvió más difícil comprar a la oposición.
Ahora, al igual que en 1986, hay muchas hipótesis sobre lo que significaron las elecciones intermedias de este año para la política mexicana. Con gran cantidad de cargos municipales —300 escaños en el Congreso y 15 gubernaturas estatales— en juego, algunos observadores describieron las contiendas como un referéndum sobre la democracia y sobre el presidente en turno, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), cuyo partido, MORENA, arrasó en las elecciones de 2018.[7]
Los medios extranjeros también tocaron alarmas sobre la violencia electoral por los asesinatos de políticos y candidatos en 2021. Pero si examinamos las contiendas electorales durante la llamada apertura democrática en México, se caen dos tipos de argumentos, por un lado, los que afirman que la violencia es un nuevo modelo de política electoral y, por el otro, que es un signo de que el Estado perdió el control y que ahora lo tienen las organizaciones de tráfico de drogas.
[1] Entrevista con la autora, Ciudad de México, 15 de noviembre de 2011. Joel es un pseudónimo para proteger el anonimato del entrevistado.
[2] Paul Gillingham (2014), “‘We Don’t Have Arms, but We Do Have Balls’: Fraud, Violence, and Popular Agency in Elections”, en Paul Gillingham y Benjamin T. Smith (eds.), Dictablanda: Politics, Work, and Culture in Mexico, 1938–1968, Durham: Duke University Press, p. 151.
[3] Véase, por ejemplo, Paul Gillingham (2014), Dictablanda: Politics, Work, and Culture in Mexico, 1938–1968, Durham: Duke University Press.
[4] (2 de julio de 1986), “Arribaron anoche tres aviones con soldados: Decomisaron rollos a fotógrafos”, Diario de Juárez, p. 2. Hablo de este incidente en el capítulo 6 de mi libro, (2020), Citizens of Scandal: Journalism, Secrecy, and the Politics of Reckoning in Mexico, Durham: Duke University Press.
[5] Alejandro Avilés (9 de julio de 1986), “Frente a la mentira y el engaño”, El Universal, p. 5. Véase también José Conchello (10 de julio de 1986), “Urnas, deudas, bayonetas y plegarias”, El Universal, pp. 4, 8; David Orozco Romo (10 de julio de 1986), “Qué las marrullerías os acompañen”, El Universal, p. 5.
[6] Jeffrey Rubin (1997), Decentering the Regime: Ethnicity, Radicalism, and Democracy in Juchitán, Mexico, Durham: Duke University Press, p. 183.
[7] Enrique Krauze (15 de marzo de 2021), “Mexico’s President May Be Just Months Away From Gaining Total Control”, New York Times.
Vanessa Freije es Profesora Asistente en la Universidad de Washington.
Traducción y Edición en Español por Ana Inés Fernández.
Consulta la publicación en Noria, disponible en inglés y español: https://noria-research.com/el-arduo-trabajo-de-hacer-fraude-pri-mexico/
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