En un país con miles de personas desaparecidas y decenas de colectivos en búsqueda, los los buscadores han afinado su método de búsqueda al abarcar con drones más terreno que a ras de suelo
Texto: Danielle Mackey
Fotos: Ximena Natera
Roberto Carlos Casso Castro desapareció en diciembre de 2011.
Dos días antes de Navidad, llamó a su madre, la doctora Rosalía Castro Toss, desde su Mazda negro. Él y su esposa hacían recados, y le dijo a su madre que iban a llegar a la cena familiar de vacaciones al día siguiente. Colgó. Se esfumaron.
Roberto Carlos es profesor de estudios sociales en Veracruz. También es una de las más de 40,000 personas en México que han desaparecido desde el estallido de la guerra contra las drogas en 2006. La mayoría son víctimas de grupos delictivos y autoridades corruptas. Los desaparecidos dejan atrás familias desesperadas, como la doctora Castro, quien hizo lo que cualquier madre haría después de la desaparición: buscar respuestas.
La doctora Castro asistió con varias autoridades para exigir una investigación oficial; ninguna ha resuelto el caso de su hijo. Ella misma localizó a algunos testigos que le dijeron que un camión había cerrado el paso al auto de su hijo sobre la carretera y que un grupo de hombres armados se lo había llevado a él y a su esposa. También cavó en campos abandonados rumoreados de ser fosas clandestinas, pero no encontró nada.
Tres años después de la desaparición de su hijo, la doctora Castro cría al hijo de Roberto. Ha convertido su consultorio dental en un bazar de ropa usada para recaudar fondos, porque la búsqueda se ha convertido en su trabajo de tiempo completo y, como ella, hay muchas otras madres con hijos que están desaparecidos y cuyas búsquedas deben ser financiadas.
Está Rosa Isela López, de mediana edad, con las mejillas llenas y la escucha atenta, a quien, buscando a su hijo desaparecido, le llegó el rumor de que la Policía Estatal de Veracruz lo había bajado de su motocicleta a disparos. Está Perla Marcial, con su cara de determinacion, quien cuenta que su hijo adolescente fue arrestado en el trabajo por policías estatales y que nunca más se le volvió a ver. Estas madres son tres de las más de 200 personas en Veracruz que forman parte de un grupo dedicado a la búsqueda de sus seres queridos, llamado Colectivo Solecito. Uno de las docenas de colectivos de búsqueda en México.
En el Día de las Madres de 2016, las mujeres estaban en las calles protestando la inacción del gobierno cuando un joven se metió entre la multitud y les dio un mapa dibujado a mano, un regalo de un cártel.
El mapa los llevó a unas dunas de arena al final de un camino lleno de baches, pasando por un vecindario de clase media y atravesando un pastizal de ganado. Nada lo distinguía de la tierra de los alrededores. Las autoridades habían buscado previamente en el terreno; habían encontraron unos cuantos restos humanos y se habían ido.
En los últimos tres años, las madres de Solecito han desenterrado a más de 300 víctimas. Siguen cavando. Ahora llamada Colinas de Santa Fe, el sitio es la fosa común más grande en la historia de México.
Para encontrar los cuerpos, el colectivo usa palas y varillas de hierro, que hacen la mayor parte del trabajo. Con poco más de metro y medio de altura y cerca de tres centímetros de diámetro, una barra se entierra en el suelo como una lanza para sentir lo que hay debajo. Si entra fácil, demasiado fácil, significa que hay alteraciones debajo. Cuando se saca la barra, también salen rastros de tierra y, a estas alturas, las familias de Solecito conocen el olor que emana de los restos humanos. Si la barra trae consigo olor fétido, cavas.
Pero la búsqueda ha evolucionado con la experiencia en el campo, los buscadores han comenzado a utilizar una herramienta más tecnológica: el dron personal. Los cuadricópteros pueden cubrir más terreno que un equipo a ras de suelo, y combinados con sensores de radar pueden señalar extensiones de tierra que posiblemente han sufrido perturbaciones. Una vez que el dron identifica irregularidades en el suelo, los buscadores prueban con la varilla y, si es necesario, cavan con la pala. Los drones también pueden servir de vigilancia, ya que las fosas clandestinas, a menudo, se encuentran en terrenos controlados por el crimen organizado.
Pero los drones tienen limitaciones. Sólo pueden señalar donde posiblemente hubo excavaciones recientes, y la tecnología de sensor es costosa. Un sistema de investigación basado en el uso de drones sólo puede funcionar como parte de una investigación robusta, una rareza dentro del sistema judicial mexicano, donde el índice de impunidad es de 99.3%.
Pero el mayor factor limitante es la gran cantidad de terreno a cubrir: literalmente la totalidad de México. En los últimos 11 años, se han encontrado casi 2,000 fosas clandestinas en todo el país, según una investigación realizada por Quinto Elemento Lab. Elija siete municipios en el país. Estadísticamente, uno de ellos alberga una fosa. Y ésas son sólo las que se han descubierto.
Cuando los miembros de colectivos familiares de búsqueda como Solecito rastrean fosas en lugares como Colinas de Santa Fe, se hace en grupos. Con frecuencia hay personas peligrosas que prefieren que los cuerpos permanezcan ocultos. Los sitios están aislados, lo que hace que las visitas sean notorias, y aumenta el riesgo de que los visitantes estén siendo vigilados. Ir en grupo se convierte en una forma de defensa.
Los drones se han convertido en una parte crucial del proceso. Antes de desplegarse por el terreno, las familias los navegan por el cielo en busca de signos de presencia humana: restos de una fogata o latas de comida desechadas, señales de que puedan ser atacados por criminales que sigan en el área.
El dron toma fotos continuas durante el vuelo. Las familias lo traen de vuelta para revisar las imágenes y, si se aseguran que están solos, envían el dron al cielo por segunda vez. Ahora buscan anomalías que sugieran una posible tumba o que coincida con las pistas de algún informante sobre la ubicación de un entierro. Identifican las anomalías a las que más tarde irán a pie para cavar. Ambos vuelos deben realizarse rápido, ya que las baterías de los drones tienden a durar poco más de media hora.
Los funcionarios del gobierno siguen un procedimiento semejante cuando buscan fosas. Y al igual que las familias, tienen miedo. En octubre de 2018, en un café en la sombra del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México, un funcionario público que participa en las búsquedas y solicitó anonimato por su seguridad, describió el problema.
El crimen organizado es parte del gobierno mexicano. Las estructuras de los cárteles pueden incluir policías, empresarios, políticos y funcionarios. La caricatura del narco, un actor furtivo que se dedica exclusivamente al crimen, describe sólo una fracción del crimen organizado. “Los funcionarios no saben en quién confiar”, dijo.
Cuando un policía se une a otras agencias para buscar tumbas en los campos aislados, cualquier miembro del grupo podría tener nexos con un cártel. El infiltrado podría despistar a los otros oficiales, o peor, avisar a los criminales de la investigación, poniendo a todo al grupo en peligro.
En ocasiones, los funcionarios no se sienten seguros ni siquiera en sus oficinas. El primer investigador en el caso de la doctora Castro recibió una llamada en la que se le pedía que no investigara más, que lo dejara pasar. El investigador le dijo que no tenía más remedio que obedecer.
«Sabemos que siempre nos tienen vigilados», dijo el funcionario en el café.
Se refiere a los grupos criminales que han explotado en tamaño y poder desde el inicio de la guerra contra las drogas en México, que comenzó en 2006 y, financiada por al menos $ 2.9 mil millones de dólares del gobierno Estadounidense, ha generado uno de los períodos más sangrientos en la historia del país. Decenas de miles de personas han sido asesinadas por las fuerzas de seguridad del estado y los cárteles — el Servicio de Investigación del Congreso de los Estados Unidos estima que son al menos 150,000 muertes. Bajo el estandarte de combatir al crimen, la policía y el Ejército ha cometido desapariciones, tortura y asesinatos, mientras el poder de los cárteles sólo crece.
Muchas víctimas son secuestradas en las calles y nunca más se sabe de ellas. A veces, los restos terminan en fosas clandestinas como Colinas de Santa Fe. Este fenómeno es particularmente visible desde el secuestro de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, por parte de la policía local en Iguala, Guerrero, un caso que sacudió al país. Durante la búsqueda de los estudiantes, las autoridades localizaron varios sitios con fosas clandestinas pero en ninguna estaban los estudiantes. ¿Quiénes eran todas estas personas bajo tierra?
Es difícil realizar una investigación de calidad cuando personas poderosas no quieren que se conozca la verdad. La evidencia puede desaparecer o las pistas ignorarse. Los funcionarios pueden simplemente negarse a hacer su trabajo. Incluso los investigadores bienintencionados se enfrentan a limitaciones logísticas. No todas las oficinas de seguridad pública tienen drones; a menudo sólo las fuerzas estatales, por lo que las fiscalías y el Ministerio Público deben pedirlos prestados para los días de búsqueda. Y muchos de los drones son arcaicos, lentos y poco confiables.
También está el problema del dinero: la tecnología de sensores es cara. Los recursos públicos disponible para el trabajo de investigación es tan limitado que el funcionario dijo que, durante cuatro meses, había estado financiando sus propios vuelos y hoteles para buscar posibles fosas, porque sus jefes les informaron que ya no había dinero. Prometieron un eventual reembolso.
La última vez que Fernando Ocegueda vio a su hijo fue en 2007, cuando un grupo de hombres enmascarados con uniformes de policía irrumpieron en su casa de Tijuana. Su hijo, también llamado Fernando, era un estudiante de ingeniería de 23 años. Fernando padre era abogado, pero la desaparición lo convirtió en una máquina de búsqueda de respuestas.
«Si ha habido progreso [en las investigaciones], es debido a la presión que nosotros, como padres, hemos ejercido sobre las autoridades», ha dicho Ocegueda anteriormente. Ha recibido repetidas amenazas de muerte por su búsqueda. «Me he vuelto más fuerte. No tengo miedo de nada «, cuenta. Ocegueda fue una de las primeros familiares en el país en utilizar los drones para las búsquedas y luego enseñó a la PGR en Tijuana a usarlos.
Su experiencia inaugural con un dron fue en un campo de 20 hectáreas, donde él y el colectivo de familiares que ayudó a iniciar, la Asociación Unidos por los Desaparecidos de Baja California, habían pasado casi un mes cavando sin ningún hallazgo.
“La idea de comprar un dron vino de una mujer [voluntaria] que había visto tutoriales en línea. Compramos uno porque pareció una buena idea», dice Ocegueda.
Efectivamente lo fue. Enviaron las fotos aéreas del dron a un informante en la cárcel, un miembro del crimen organizado, quien señaló el lugar donde su grupo había enterrado a varias víctimas. Volvieron a cavar.
No encontraron al hijo de Fernando Ocegueda, pero sí a los hijos de otros.
A medida que se acumulan historias como la de Ocegueda, más grupos se han involucrado en la búsqueda. El Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) fue creado para estudiar civilizaciones antiguas ocultas bajo tierra, pero con un sofisticado equipo de drones era difícil mantenerse al margen.
Los especialistas del Instituto habían usado drones desde 2013, sobrevolando sitios donde alguna vez existieron sociedades enteras. Un software avanzado unía las fotos en una computadora de la universidad, creando rompecabezas de formas fantasmales que se juntaban en una imagen compuesta, revelando los restos estructurales de un mundo pasado.
Como todos, el Instituto de la UNAM opera con un presupuesto limitado. Pero tienen un pequeño arsenal de drones –seis, todos DJI, en su mayoría del modelo Phantom– a los que les adaptaron cámaras Canon. Modificaron las cámaras utilizando el software Magic Lantern, lo que les permite modificar la configuración de fábrica para poder tomar fotos constantes durante el vuelo.
El equipo también instaló varias lentes en las cámaras para capturar espectros de luz ultravioleta e infrarrojo, revelando el calor debajo de la tierra y detalles en el suelo invisible al ojo humano.
El movimiento de buscadores ciudadanos también está creciendo en cuanto a pericia. Grupos de sociedad la civil se han involucrado con las familias para enseñar habilidades básicas de investigación: cuáles ramas del gobierno deberían participar en cada etapa del proceso, la cadena de custodia de la evidencia, las disciplinas científicas que pueden arrojar luz sobre cuestiones forenses, y cómo la tecnología –como los drones– debería ser usada.
Desde noviembre de 2017, cuando actores como Ocegueda o el equipo de la UNAM ayudan en las búsquedas y capacitaciones, son reconocidos oficialmente por el gobierno mexicano como expertos independientes. Su legítima participación legal en los casos se hizo posible con la aprobación de la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas. El reglamento fue escrito por las familias y aliados de la sociedad civil, aprobado por el gobierno de Enrique Peña Nieto bajo presión por su aparente incapacidad de resolver la emergencia de los desaparecidos. La ley también legaliza la participación de las familias en las búsquedas gubernamentales –un cambio apropiado, ya que a menudo son las familias los primeros en encontrar las fosas.
Una esperanza es cerrar de alguna manera el abismo entre el ciudadano y el Estado. «Se va a comenzar a recomponer a partir de que exista una conversación horizontal entre Estado y sociedad civil», dice Roxanna Enríquez Farías, directora del Equipo Mexicano de Antropología Forense. «Para lograrlo es necesario que ambos hablen el mismo lenguaje».
En ninguna parte es más crucial esa fluidez que en lugares como Colinas de Santa Fe. La topografía simple de las dunas arenosas ocultaba lo que realmente era: un sitio complejo, tanto un lugar que podría llevarlos hasta sus seres amados ausentes, como una escena del crimen repleta de evidencia. Cuando las familias forzaron su entrada en el proceso de búsqueda con la intención de obtener respuestas, entraron también en una posición legalmente amorfa, donde su participación puede provocar la alteración de evidencia, incluso cuando el estado no estuviera haciendo nada. Sentada en la sala de la casa de Roberto Carlos, hijo de la Dra. Castro en Veracruz, Rosa Isela López dice que las madres del Colectivo Solecito aún no confían en los drones, porque no confían en el gobierno que los posee. Le pregunto en quién confía, si no es en las policías o los funcionarios públicos. Ella sonríe y señala a las otras madres sentadas a su alrededor. “En nosotras”, dice.
Miguel Ángel León Carmona contribuyó a esta historia.
Este reportaje se publicó originalmente en la revista The Verge el 6 de mayo de 2019.
Consulte la historia en su versión en inglés siguiendo el siguiente enlace: https://www.theverge.com/2019/5/6/18515985/veracruz-mexico-grave-detection-colectivo-solecito-drones-drug-war
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