La epidemia de diabetes, obesidad e hipertensión en México no sólo implica que estemos más expuestos al coronavirus. La industria chatarra (y sus dueños) han moldeado a un pueblo embrutecido, probablemente violento y sin las herramientas para transformarse
@lydicar
El 72.5 por ciento de los adultos mexicanos padece sobrepeso u obesidad, y el 37 por ciento de los niños. Con las comorbilidades que esto conlleva: diabetes, hipertensión, condiciones cardíacas…
En tiempos de pandemia ha sido evidente que estas condiciones aumentan el riesgo de que, en caso de contagiarse de covid-19, se presenten complicaciones, e incluso la muerte. Así de simple: con diabetes, obesidad, hipertensión, uno es bastante más vulnerable a enfermar y morir. Y esto tiene un origen: la mala alimentación.
Pero no solo es la salud de nuestros pulmones, la sangre, el corazón. La mala alimentación también trastoca nuestro cerebro, nuestra forma de pensar e inteligencia. Quizá ya se intuía, pero ha sido confirmado por estudios recientes. La falta de micronutrientes (mejor conocidos como vitaminas y minerales) aumenta los niveles de agresividad. Eso concluye un estudio en una cárcel de Estados Unidos. La calidad del desayuno influye en nuestra capacidad de toma de decisiones: la ausencia de proteínas nos lleva a reacciones más emocionales y menos analíticas; esto lo sugiere un estudio en una universidad alemana.
La ausencia de omega 3 puede afecta el desempeño de adultos. Desde hace décadas se sabe de la importancia de la vitamina E para prevenir el envejecimiento mental. El exceso de azúcares y grasas propician depresión. Un estudio revela que aquellos pacientes con depresión profunda mejoraban evidentemente después de asesorías nutricionales.
Pero además, una alimentación deficiente en nutrientes y alta en calorías vacías, excesivas en azúcares y grasas, nos vuelve adictos. Esto ya se sabía, pero vale la pena recordarlo: estudios sugieren que el azúcar es igual o más adictiva que las drogas duras.
Socialmente somos adictos a esa alimentación: la chatarra, los dulces, las grasas, a las hamburguesas de cadenas de comida rápida como Burguer King. A los pastelitos y galletas de Bimbo, al pan blanco. No es un asunto de fuerza de voluntad. Es un círculo vicioso que se alimenta también de políticas públicas, de carencias sociales.
Una alimentación como la que tienen millones de mexicanos nos lleva a eso: Adictos, falta de memoria, menos inteligencia, más intolerancia, más agresivos, más enfermos.
Todo esto se encuentra narrado en “Nuestro cerebro es lo que comemos”.
Tres décadas atrás, la diabetes “era una enfermedad relativamente rara”, de pacientes con alguna predisposición genética, y se presentaba etapas etapa más avanzada de la vida. Así lo narró el doctor Abelardo Ávila Curiel, del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, en un documental de la asociación civil El Poder del consumidor, publicado en 2016.
Pero, a partir de entonces, la diabetes se disparó como una “explosión”, relata el médico. A grado tal que entre 2010 y 2016, medio millón de mexicanos murieron por diabetes.
En treinta años nuestra alimentación cambió. Más o menos el mismo tiempo que llevan las políticas neoliberales, las cuales por cierto, fueron desastrosas para el campo. Comer, comer bien, no es únicamente una decisión individual, repiten en las conferencias de Salud. Pero es difícil dimensionar la gravedad.
La mayoría de la gente no padece diabetes u obesidad porque “quiere”, o porque es “tonta”, o porque “no tiene autoestima”. La mayoría de la gente no quiere morirse joven, ni quiere sentirse triste.
La salud está atravesada por el lugar que ocupamos en una sociedad. Y en esta sociedad profundamente desigual, los más pobres, o no tienen ni siquiera qué comer, o son consumidores cautivos de la industria chatarra de alimentos, nacional e internacional.
Los grandes consorcios han hecho su fortuna desde la pobreza de la gente.
¿Hasta dónde se extiende el “efecto mariposa” de la falta de seguridad alimentaria y de políticas públicas para la alimentación? No se trata de reducir fenómenos complejos a comer gansitos. Pero, cabe preguntarse el papel de la nutrición incluso en la crisis de violencia que sufrimos.
Si un estudio demuestra que los presos mal alimentados son más violentos, más propensos a los golpes, ¿hasta qué punto la crisis alimentaria ha influido en la violencia?, ¿hasta qué grado las deficiencias nutricionales de los sectores más explotados propiciarán que sea más fácil que el crimen organizado reclute adolescentes?, ¿o que incluso los crímenes comunes sean más violentos, más desproporcionados?
¿Qué otros factores influyen en que este país se ha convertido en semillero de violencia y en la destrucción del futuro de al menos dos generaciones? ¿Hasta dónde llega el embrutecimiento de la población, si esta es bombardeada por todos lados?
La educación, abandonada; la alimentación, abandonada; los servicios de salud, abandonados. ¿Qué somos actualmente como pueblo? Nos repiten constantemente que los mexicanos tenemos un fetiche con la muerte, un discurso de odio introyectado en el que nos culpamos de todos nuestros males. Yo no creo que sea así. Creo que nos convencieron de dejarnos matar.
En esta pandemia, es probable que en México morirán muchos jóvenes. ¿A cuántos no les habrá destruido el futuro las políticas públicas que acabaron con el campo y permitieron la penetración sin freno de alimentos procesados?
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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