A veces especialmente con ellos [los hijos], es más fácil hablar con un mismo idioma que evidentemente no es mi lengua materna. ¿Es esto un error?
Cynthia Rodríguez
TEHERÁN.- Ishtar me recibe con una sonrisa que trato de imaginar atrás de su cubrebocas pero que estoy segura que lo hace porque apenas sus ojos se han hecho más chiquitos.
Antes de presentarse y de saber realmente su nombre, me suelta la primera frase en farsi, el nuevo idioma que intento aprender pero que aún es tan desconocido, que parece que Isthar está hablando bajo el agua.
La vuelve a repetir y creo que reconoce mi expresión porque se asegura de traducirlo inmediatamente. Acto seguido se acerca al pizarrón y con un plumón negro y grueso comienza a hacer unos garabatos que tampoco me dicen nada.
Ishtar hace semicírculos, pone rayas cursivas y puntos, mientras yo la miro con una sorpresa más grande que la habitación donde estamos. Mientras ella escribe la frase en persa, mi mente le agradece su optimismo de creer que quizá insistiendo, aprenderé algo más rápido.
De las dos frases que me dice (la misma pero una en farsi y otra en inglés), sólo entiendo el “In the name of God” y no sé si me debo sentir más segura o más preparada, pero independientemente de mis creencias y las suyas, me parece que es algo bueno invocar a Alá, a dios o a quien sea para que ella me pueda transmitir algunos de sus conocimientos y yo sea capaz de absorberlos.
A estas alturas no desecho ninguna ayuda, mucho menos la divina, pues en toda mi vida, será la primera vez que intentaré aprender otro idioma a través de otro que no es el mío y que además considero que ni hablo bien. Pero así como en otras ocasiones, espero que mi raquítico inglés me saque de apuros.
El inglés lo empecé a estudiar desde que estaba en la primaria. En esos años, mis padres, que eran lo que ahora se les llama alternativos, pero antes sólo medio hippies, eligieron una escuela bilingüe con método Montessori. Algo, que si lo pienso ahora, era contradictorio ya que se trataba de un colegio alemán, donde existía el rigor de los profesores alemanes, pero al mismo tiempo, se dejaban absorber por el modo de ser de los mexicanos.
En fin, que el segundo idioma no era el inglés, sino el alemán, y el inglés lo empezábamos a estudiar cuando se llegaba a tercero de primaria.
La explicación era que no querían confundirnos y tenían razón, pues inglés y alemán tienen la misma raíz (germánica) y en realidad son muy parecidos.
Así que el inglés lo comencé a estudiar por ahí de tercero de primaria y sí, ha sido uno de los idiomas constantes en la vida pero siempre ha sido como el idioma al que he llegado por casualidad y no porque en realidad tenga intenciones serias de aprenderlo.
De todas formas siempre me ha servido y ahora no es la excepción porque del alemán me acuerdo poco a pesar de que lo estudié los seis años de la primaria y pude, incluso, vivir un corto periodo en la entonces República Federal Alemana. Ahora que lo escribo, me parece una lástima haberlo perdido.
Después, muchos años después, quise aprender francés porque mi sueño era vivir en París. Sólo que fue un sueño que duró muy pocos años, pues cuando había regresado a México con el sólo propósito de trabajar y poder volver a Francia sin menos apuros, ya me había enamorado de un italiano. Entonces tuve que dejar de lado el francés, aprender italiano y desde que me convertí en madre, me la paso peleando con mi hermano menor por el hecho de que no siempre le hable a mis hijos en español.
Todo el tiempo me acusa de que les estoy robando parte de su herencia genética. Que he interrumpido tradiciones y no sé qué tanta cosa que tiene que ver con la lengua materna. Sin embargo ya no sé cómo explicarle que yo sí les hablo y ellos sí entienden, pero naciendo y viviendo en Italia con padre italiano y vida italiana es más difícil (según yo) que hablen el español cuando a veces a mí misma me cuesta tanto trabajo pasar de un idioma a otro sin tener que hacer largas pausas esperando que la lógica se me acomode en el cerebro.
Por eso, a veces (y sí me da pena decirlo) especialmente con ellos, es más fácil seguir con un mismo idioma que evidentemente no es mi lengua materna. Si es un error, pues es claro que sí, pero reconozco que soy una madre más lenta de lo normal y que además lamenta no haber cultivado mejor los otros idiomas que en la vida he tenido la oportunidad de aprender.
Pero volvamos al farsi…
La primera advertencia que me da Ishtar es que, en el nuevo idioma que intento aprender, los verbos van al final. Es la única constante, porque más tarde me daré cuenta que no existen reglas gramaticales precisas que puedan ayudarle a un(a) extranjero(a) como yo a ordenar la mente en la construcción de las frases.
Artículos, sustantivos, pronombres, adverbios, preposiciones, conjunciones y verbos (cuando en las frases hay más de uno) se colocan indistintamente según sea el caso. Cuando hay dos verbos, es el principal el que va al final.
En ningún momento de la clase, Ishtar pierde la paciencia. Ya se ha dado cuenta sobre mi nula idea que tengo ante el nuevo y autoimpuesto reto. Así que decide comenzar por el principio: el alfabeto persa y los pronombres, que me asegura, no los debo poner siempre, pues es la terminación del verbo la que indica de quién o quién habla.
Alef, Be, Pe, Te, Ce, Jim, Che, He, Khe, Daal, Zaal, Re, Ze, Zhe, Ta, Za, Saad, Zaad, Ein, Ghein, Fe, Ghe, Kaaf, Gaaf, Seen, Sheen, Mim, Noon, Vaav, He y Ye, son los nombres de las letras del alfabeto persa que, espero un día, poder leer yo misma sin que nadie me ayude a adivinar.
Ha pasado una hora y siento que ya me explota la cabeza, porque ninguno de los idiomas que en la vida he podido aprender, me sirve para entender al menos un poco.
Ishtar intuye mi cansancio y da por terminada la lección del día. Salgo de la escuela y tomo un taxi. Pido en inglés dónde quiero ir y me doy cuenta de que el conductor no lo habla nada. Antes de que me empiece a desesperar la situación, me veo como la pobre occidental arrogante que llega a un lugar nuevo y quiere dar por hecho que todos, al menos, hablen un poco de inglés.
No sé si invocar a dios o a Alá y me decido por el segundo cuando con más calma repito lentamente la dirección donde quiero ir.
El chofer es tan amable, que llama a algún conocido que sí habla inglés. Me lo comunica y le explico nuevamente el lugar de mi destino.
Por suerte que la empatía y la amabilidad no hablan idiomas raros sin importar quien sea el destinatario. Esa fue la verdadera lección de ese día.
Periodista mexicana radicada en Italia, donde ha sido corresponsal para varios medios. Autora del libro Contacto en Italia. El pacto entre Los Zetas y la '
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