De cuando Villa bautizó a Madero

19 octubre, 2019

El paso de Francisco Villa por la Ciudad de México fue breve pero productivo: se reunió con Zapata, se sentó en la silla presidencial, enamoró a una cajera y mandó asesinar a un falsificador de billetes. También aprovechó para ir a llorar a la tumba de Francisco I. Madero y bautizar una calle en su honor

@ignaciodealba

Los trenes de la División del Norte llegaron a Tacuba a finales de noviembre de 1914. Los villistas pernoctaron en la hacienda de los Morales. Allí pastaron los caballos de campaña. Pancho Villa diría sobre la Ciudad de México: “este rancho está muy grande para nosotros”.

En realidad, Villa ya conocía la capital del país. La había conocido en una de sus muchas lunas de mieles — tuvo un matrimonio en cada frente de batalla— , cuando aprovechó para visitar al presidente Francisco I. Madero.

Las actividades militares de Villa en la Ciudad de México no pararon. Él y Vito Alessio Robles, jefe de policía de la ciudad, mandaron fusilar a Reyes Retana. La fuerza revolucionaria no se iba a permitir que un hombre adinerado boicoteara la economía de la Revolución.

El 6 de diciembre, las tropas de Francisco Villa y Emiliano Zapata entraron al centro de la ciudad. Villa, con uniforme militar y salacot; Zapata iba de charro. Ambos llegaron hasta Palacio Nacional donde los recibió el presidente, elegido en la Convención de Aguascalientes, Eulalio Gutiérrez.

Desde el balcón miraron el desfile militar conformado por sus propias tropas: la División del Norte, con uniformes caqui y cananas; las fuerzas surianas, de huarache y pantalón de manta. La verdadera diferencia se apreció en la caballada, la de Villa era realmente poderosa, mientras que los zapatistas montaron “caballos malositos, pero con voluntad muy grande”, como describió el villista Victorio de Anda.

El sombrero charro de Zapata apantalló a Villa y lo elogió. El Centauro del Norte era un gran aficionado a los sombreros y gorros (es rara la foto en que aparece sin uno). Pero la simpatía de los jefes revolucionarios iba más allá de los sombreros. Ambos compartieron fines muy parecidos y Villa respaldó con facilidad el plan social de Zapata.

En su paso por Palacio Nacional los jefes militares se fotografiaron en una suntuosa silla que encontraron en uno de los salones. Muchos han dicho erróneamente que era el aposento presidencial, pero lo cierto es que el acojinado accesorio sólo fue usado por el emperador Maximiliano de Habsburgo y su idílica visión del mundo. 

Vaya usté a saber por qué razón la silla adquirió un tremendo poder simbólico, pero después se rumoró que Carranza se la robó y el propio hermano del jefe suriano, Eufemio Zapata, declaró en alguna ocasión: “hice yo una solemne promesa a mis soldados, de que al tomar la capital de la República quemaría inmediatamente la silla presidencial, porque todos los hombres que ocupan esa silla, que parece tener maleficio, olvidan las promesas que hicieron […] desgraciadamente no he podido cumplir mi promesa, pues he sabido que don Venustiano Carranza se llevó la silla”.

Cuando los jefes revolucionarios encontraron la silla posaron divertidos en la foto. Para ellos, gobernar el país hubiera sido una mala broma. Villa llegó a decir: “yo no necesito puestos públicos, porque no los sé lidiar”. Ambos confiaron que su lucha abriría paso a alguien con capacidad de encabezar un gobierno con verdadera vocación revolucionaria, pero ese personaje nunca llegó y ahora, la mítica silla se encuentra en el museo del Palacio Nacional.

Villa quedó atónito al ver tantos niños mendigando en la Ciudad de México, así que mandó a sus hombres a que atraparan a algunos y los montaran en un tren para llevarlos a Chihuahua, donde los metió en un internado. Con el paso de los días, varios de los chamacos se escaparon.

En el Hotel Imperial, ubicado en Paseo de la Reforma, el Centauro del Norte se enamoró de una cajera; la mujer, aterrorizada, dejó de ir a trabajar.

El 8 de diciembre, Villa acudió al Panteón Francés para rendirle un pequeño homenaje a Francisco I. Madero. Ahí, con los lagrimones en los ojos, juró pelear hasta su muerte por los ideales de su querido jefe. Actualmente los restos de Madero están en una de las columnas del Monumento a la Revolución. 

Luego, Pancho Villa fue a la calle Plateros en la Ciudad de México, se montó en una escalera mientras una banda tocaba el himno nacional, se quitó el salacot y colocó a un letrero para bautizar la “Av. Francisco I. Madero”. El revolucionario fue tan previsor que colocó un segundo letrero en el que indicaba que cualquiera que quitara la placa sería “fusilado inmediatamente”. 

El letrero original fue colocado en el edificio que se encuentra entre las calles de Francisco I. Madero e Isabel la Católica, donde hay una tienda de ropa Zara.

Poco más de 100 años después la calle que desemboca en el Zócalo capitalino conserva el nombre. No hay valiente que ose cambiarlo e incluso varias ciudades del país adoptaron a Francisco I. Madero para la calle que lleva a sus plazas principales.

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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).