Reuniones y más reuniones. Los esfuerzos de los países para combatir el cambio climático y el deterioro ambiental parecen estériles. Después de casi 30 años de conferencias y cumbres, las políticas siguen dando tumbos. Pero hay quien sale de las pláticas de la Conferencia de Partes sobre la Biodiversidad airoso, como quien acaba de cerrar un buen trato. Las voces críticas cuestionan que el encuentro tiene aspecto de lobby empresarial. Es el lado sucio de la COP13
Texto: Marlén Castro.
Fotos: Ana Cristina Ramos Villa y Mónica González
CANCÚN, QUINTANA ROO.- El recibidor del hotel Sunrise, uno de los tres que forman el complejo hotelero donde se lleva a cabo la treceava Conferencia de Partes del Convenio de Biodiversidad tiene una esencia en el ambiente que satura. La primera vez que se percibe es agradable, porque llega junto con la oleada de aire frío. Pero después es chocante, casi insoportable.
En el lobby hay un árbol de navidad de unos cinco metros de alto. A un lado del pino están las escaleras para ir a los salones donde se desarrollan las sesiones “alternas” de la COP13, como se le conoce a la Conferencia, que es el máximo órgano de decisión de Naciones Unidas sobre el tema y a la que en esta occasion acuden delegados de 196 países. Las sesiones “alternas” son reuniones de grupos que participan en las discusiones, y que no son parte del Convenio de Diversidad Biológica –solo los Estados nacionales pueden serlo- pero hacen recomendaciones… que poco importan al bloque de los países poderosos.
Afuera de uno de esos salones, sentados en un sillón, espera un grupo de indígenas wixárikas (huicholes en castellano) llegados del norte de Jalisco. Adilso Villalobos González y Salvador Sánchez Silverio, están en este grupo. En realidad, deberían estar en el Foro Internacional Indígena sobre Biodiversidad (FIIB) que sesiona a un lado, pero el salón está vacío, y no hay ningún aviso para los pequeños grupos de indígenas que llegan este viernes 9 de diciembre para participar en la Cumbre Internacional de los Pueblos Indígenas.
Los ocho wixárikas llegaron tarde y ahora están perdidos. Su líder se olvidó de darles los detalles de a quién dirigirse y dónde buscarlo. El instinto los trajo al salón del FIIB, pero el foro tuvo hoy una agenda diferente. Sus trajes tradicionales, pantalones y camisas de manta decoradas con bordados de colores encendidos se replican en los grandes espejos de estos recibidores de colores neutros, entre los que circulan hombres de negocios que pagan 364 dólares por noche.
Para el mediodía, los wixárikas comienzan a tener hambre. Eso los presiona. Ellos, como gran parte de la gente de los delegados de pueblos indígenas que participan en la Conferencia, no tienen dinero para pagar dos dólares (42 pesos mexicanos) por una manzana, pera o plátano en los pequeños expendios que el hotel instaló para los asistentes.
Adilso y los wixárikas localizan a los del FIIB hasta las tres de la tarde, cuando ya el estómago les ruge de hambre. Salieron de Mizquitic, Jalisco, hace 10 horas y llegaron al Moon Palace sin saber cuáles son los temas que aquí se abordan. Cuando llegaron, la mayoría de los asistentes se había ido a visitar una reserva de la biosfera invitados por el gobierno de Quintana Roo.
En esta conferencia participa el 0.1% de los 7 mil millones de habitantes del planeta. Son 6 mil 700 personas, integrantes de las delegaciones oficiales de los países y de organizaciones de la sociedad civil interesada en el tema. También hay, cada vez más, representantes de empresas que hacen presión sobre los países para que sus intereses económicos no se vean afectados por las decisiones que aquí se tomen.
Porque las decisiones que aquí se toman afectan a todos: desde los indígenas de la Patagonia hasta los esquimales de Alaska; desde el elefante cazado por su valioso marfil en África hasta el mosquito que no deja de picotear a los asistentes a este paraíso.
Son discusiones, sobretodo, para dos grupos en polos opuestos: los pueblos originarios que tienen en sus territorios el 80 por ciento de los bienes de la naturaleza, por un lado, y los países ricos que quieren acceder a los recursos, y por medio de fondos internacionales, traen a los “otros”, para que asistan a estos foros.
Pero el debate está disparejo. De los 6 mil 700 participantes, hay 100 delegados indígenas que forman parte del FIIB y 350 que participan en la Cumbre Indígena. Por eso, quizá, nadie se preocupa de que los wixárikas anden perdidos.
“De los 68 pueblos originarios de México, aproximadamente 50 por ciento tiene presencia, creo que es una buena representación”, dice Ricardo Campos Quezada, presidente de la Red Indígena de Turismo en México (RITA), organización que se encargó de coordinar las delegaciones de pueblos originarios en la Cumbre.
RITA es una de las organizaciones indígenas con uno de los esquemas de negocios más exitosos en el país, y promueve el turismo ecológico como una forma de empoderamiento de los indígenas.
Los pueblos indígenas del mundo tienen posiciones encontradas sobre su participación en estas conferencias.
Ramiro Batzin Chojoc, coordinador del FIIB, guatematelco e integrante de la nación maya, defiende su presencia en estos foros con el argumento de que se han conseguido instrumentos para la defensa jurídica de los recursos y conocimientos indígenas, como el Protocolo de Nagoya, en el que se dice que el acceso a los bienes naturales debe ser con consentimiento libre, previo e informado.
- Pero no se respeta, llegan a las comunidades sin consentimiento…
-Sí, claro, estamos convencidos que lo que quieren ellos es que se avale lo que han hecho, por lo que esto es una lucha permanente y aquí hay que estar para darla.
Otros, que no están aquí, consideran el Protocolo de Nagoya como una especie de tratado de libre comercio y a los negociadores, unos “vende pueblos”. O “ecodespistados”, como los define el Consejo de Autoridades Agrarias de La Montaña de Guerrero -al sur de México-, donde participan 20 núcleos de pueblos nahuas, me pháá y na savi que se negaron a entrar a los esquemas de pago por servicios ambientales.
Estos servicios son parte de la economía verde, que otorga pagos a los indígenas por el cuidado de su propio territorio, y que luego ciñe a una especie de contrato en el que a los pobladores les restringen el acceso a sus propios recursos.
“Esa es la trampa y muy perversa, por cierto”, afirma Alberto Chan Dzu, del Consorcio ICCA, una organización internacional sobre áreas conservadas por pueblos indígenas y comunidades locales.
En realidad, los delegados en el FIIB no pueden vender nada, porque no forman parte de la negociación; sólo los Estados son parte del Convenio y los demás delegados únicamente pueden emitir recomendaciones. Es decir, los pueblos originarios que participan tienen derecho a hablar, y hablan, pero la Conferencia es un monólogo entre ricos, o más bien, un diálogo de sordos entre ricos y pobres, entre usuarios y poseedores.
Un hecho cierto es que, con o sin Protocolo de Nagoya –documento que establece cómo debe ser el acceso a los recursos y el reparto de los beneficios- los poderosos ya han accedido y nunca han pagado por ello.
En la COP de este año se presentaron dos ejemplos: el de la multinacional Coca Cola, que ha obteniendo millones por la bebida “Life”, endulzada con Stevia, una planta de la nación Guaraní. Y el de la empresa francesa de cosméticos Clarins, que patentó una crema que contiene harungana, un árbol de los pueblos de África.
Con todo y el Protocolo de Nagoya, ni Coca Cola ni Clarins han querido repartir los beneficios económicos. Coca Cola se ha negado, incluso, a iniciar una negociación con los guaraníes, y Clarins insiste en llamar “comercio justo” a pagar a los recolectores 2 dólares por kilo de hojas secas de harungana, mientras vende el ingrediente activo a 7 mil dólares por kilo.
Tres organizaciones ambientalistas internacionales -Greenpeace, la Alianza Mesoamericana de los Pueblos por el Bosque y la Coordinadora Indígena de la Cuenca del Amazonas (Coica)- reunieron a 160 kayaquistas y otras 50 organizaciones pro ambientalistas del mundo en la acción llamada Canoa Global, que se ha hecho en otras cumbres.
En Cancún, la Canoa quiso visibilizar la lucha por los manglares, un ecosistema amenazado por los desarrolladores turísticos, como el manglar Tajamar, arrasado en junio de 2015 y en enero de 2016.
Los remeros salieron de la laguna Nichupté a las ocho y media de la mañana rumbo al manglar Tajamar en un recorrido de cerca de 40 minutos. Desde el agua, lanzaron consignas contra los destructores del manglar. Luego regresaron al punto de inicio. Algunos esperaban fiesta en el manglar Tajamar, que poco a poco se recupera de la perturbación, donde las organizaciones internacionales querían hacer un concierto. Pero se toparon con la oposición de los grupos locales.
Una de ellas fue Katherine Ender Córdoba, de Guardianes del Manglar Cancún, una organización que surgió cuando se devastaron más de 50 hectáreas del ecosistema.
Katherine ha vendido su Seat amarillo, su vocho viejo y abandonó sus estudios de derecho para defender el manglar Tajamar. Su organización ganó la tutela legal del área, luego de patrocinar una lluvia de amparos contra los grupos empresariales que querían devastar el manglar. Por esos amparos la autoridad federal suspendió las obras. Ahora, Katherine llama oportunistas a las organizaciones ecologistas que vienen a la COP.
Un ambientalista genuino, dice, debe conocer que significa un concierto aquí. Pero un oportunista ambiental ni idea tiene. “Eso son los que están en la COP oportunistas que buscan los financiamientos que aportan los que quieren los recursos naturales”.
La primera conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano se realizó en 1972, aunque fue a partir de la década de los 90 que la preocupación de los países por el medio ambiente se intensificó; sin embargo, después de 20 años de conferencias los resultados son pobres: de 1990 a la fecha se han perdido 129 millones de hectáreas de bosque una superficie equivalente a la de Sudáfrica según un reciente informe hecho por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
La mayoría de los ríos de América, África y Asia están contaminados por el aumento de la población, por la intensificación de las actividades económicas, la expansión de la agricultura. Y se calcula que el 30 por ciento de las especies de flora y fauna en el mundo están amenazadas por el cambio climático, de acuerdo al Panel Intergubernamental de Cambio Climático.
“No, no es el cuidado de la biodiversidad lo que nos convoca aquí”, resume decepcionado Marciano Silva, de la organización brasileña Vía Campesina. “Vivimos todos una ilusión: la mayoría no somos capaces de ver más allá de nuestras narices, la gente no viene aquí a hablar de biodiversidad, viene aquí a hablar de negocios. Es el negocio de unos cuantos lo que nos tiene aquí”.
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