Si a los parlamentarios y al gobierno federal les importan la salud de los trabajadores, el bienestar de las mayorías y la conservación del medio ambiente del que depende nuestra vida misma, hay que prohibir los plaguicidas altamente peligrosos. En eso hay pocos matices
Twitter: @eugeniofv
Este sexenio se han abierto las puertas para conseguir enormes avances en el combate a los peores aspectos de la agricultura industrial: los pesticidas y plaguicidas. Por un lado, el último día de 2020, después de muchos amagos, se publicó en el Diario oficial de la Federación el decreto para la eliminación gradual del glifosato en México. Lo establecido en el decreto todavía no se ha cumplido a cabalidad, pero es indudable que se han hecho enormes avances contra el veneno favorito de los transgénicos. Por otra parte, este otoño ha habido un álgido debate en torno a iniciativas de ley —principalmente en el Senado de la República— que buscan eliminar un grupo más amplio de pesticidas del panorama nacional, prohibiendo los que son altamente tóxicos.
La iniciativa que ha detonado el debate fue presentada por la senadora Ana Lilia Rivera, del grupo parlamentario de Morena, y busca prohibir “la importación de plaguicidas altamente peligrosos”. Como han explicado esta semana distintos medios, la relevancia de la iniciativa va mucho más allá del respeto a la biodiversidad: es una cuestión de salud pública y, especialmente, de salud laboral: las primeras y más abundantes víctimas de los plaguicidas altamente peligrosos son los jornaleros que los deben aplicar, y a ellos siguen los habitantes de las comunidades cercanas a los sitios donde se los rocía o riega.
Por el contrario, los principales beneficiarios y defensores de estos venenos son los grandes agroindustriales, los que manejan enormes extensiones de terreno de los que han eliminado todo lo que no sean sus cultivos y sus insumos. Se trata, entre otras cosas, de los grandes beneficiarios de las reformas neoliberales al campo y de los subsidios del sector. El Consejo Nacional Agropecuario —que agrupa a los grandes agroindustriales— ha emprendido una intensa campaña de cabildeo en defensa de uno de los pilares de su forma de producir. En lo que a más de uno ha recordado al lobo explicando cómo beneficia a las ovejas, han presumido, por ejemplo, que el gerente global de sostenibilidad de Syngenta, Javier Peris, sostiene que “sin pesticidas los agricultores cosecharían un 50 por ciento menos”.
Su trabajo no se ha quedado en la difusión de datos dudosos. Sus aliados en el Senado de la República —también al interior del grupo parlamentario de Morena— presentaron ya una alternativa legislativa a modo de los agroindustriales. Lo que perseguiría esta iniciativa, presentada por la senadora Nancy Sánchez y con el apoyo de Sylvana Beltrones, Beatriz Paredes o Arturo Bours, busca ya no prohibir, sino “regular” la presencia de pesticidas en territorio nacional.
Así las cosas, el panorama está claro. Si a los parlamentarios y al gobierno federal les importan la salud de los trabajadores, el bienestar de las mayorías y la conservación del medio ambiente del que depende nuestra vida misma, hay que prohibir los plaguicidas altamente peligrosos. En eso hay pocos matices y la discusión debería ser más bien sobre con qué plazos se hará, y no sobre qué efecto se busca.
Ahora bien, inclusive la legislación más radical en la materia no bastará. Si no se acompañan las iniciativas impulsadas con una política agropecuaria verdaderamente integral dirigida a transformar el campo nacional para que tenga un impacto ambiental regenerativo y alcance para alimentar al país, podrían inclusive resultar muy dañinas. No se puede prohibir lo presente sin impulsar de lleno el futuro alternativo.
No es tarde para emprender ese camino. Urge que el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador se tome en serio al campo y, entre otras cosas, dé marcha atrás al Acuerdo de apertura contra la inflación y la carestía y deje que el Servicio Nacional de Sanidad e Inocuidad Animal (Senasica) haga su trabajo. Urge impulsar un enorme esfuerzo de construcción de capacidades y apertura de mercados para los productores más pequeños, impulsando las cadenas cortas y fortaleciendo los mercados locales. Urge el impulso y desarrollo de tecnologías alternativas, que permitan sustituir estos insumos. Urge, en fin, transformar el campo mexicano para hacerlo más justo, sostenible y beneficioso.
Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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