¿Cómo garantizar el derecho a la cultura sin convertirlos en patrimonio? De esto, reflexionamos en Pie de Página a propósito de los carnavales de la Ciudad de México
Texto: Andrea Amaya, Isabel Briseño y Luciana Oliver
Foto: Andrea Amaya e Isabel Briseño
CIUDAD DE MÉXICO. – “Ya se dieron cuenta de que los carnavales en la Ciudad de México pesan. Para nosotros es una alegría que el gobierno nos preste atención y nos voltee a ver, porque antes nos mandaban a la fuerza pública: no había apoyo y, aunque aún falta concretarlo, ahora organizan estos eventos”, afirma Arturo Soria, quien avanza con su comparsa por Avenida Juárez.
Originario de la Alcaldía Gustavo A. Madero y presidente del tradicional Carnaval del Pueblo de San Juan de Aragón, Soria fue una de las 4 mil 563 personas que participaron en la segunda edición del Carnaval de Carnavales. Con 35 años de experiencia en esta celebración comunitaria, lleva 17 años al frente de su organización.
“El gobierno podría abrirnos puertas a nivel federal para llevar nuestra cultura a otros estados”, propone Soria.
Mientras Soria bailaba y enlistaba sus demandas, la Jefa de Gobierno, Clara Brugada, declaró que «los carnavales se han convertido en patrimonio cultural inmaterial de la Ciudad de México. Queremos visibilizarlos: que salgan de sus pueblos, calles y casas que los vieron nacer, bailar y disfrazarse”.
Sin embargo, Ismael Pineda, antropólogo de la UNAM, cuestiona el discurso oficial:
“La patrimonialización es selectiva: busca controlar y maquillar las dinámicas carnavalescas para hacerlas ‘vendibles’. En cinco años, veremos un marketing vacío, como el de las Catrinas”.
¿Podemos hablar de la cultura como un ente vivo, gestionada en conjunto con barrios y pueblos originarios? Estas son algunas respuestas.
Bajo un sol intenso, las comparsas desfilaron desde el Monumento a la Revolución hasta el Zócalo a las 3 de la tarde. Los trajes satirizaban a la élite burguesa, mientras la banda musical animaba el recorrido.
Ismael Pineda, explica que estas expresiones surgieron como una mezcla de aspiración y crítica: “La aristocracia tejía obras satíricas en sus carnavales, pero el pueblo las adoptó para emular sus bailes —cancanes, polcas, valses— y desafiar su exclusividad. Era un deseo de pertenencia, pero también una burla”.
Desde su experiencia en el Carnaval de los Animalitos de San Juan de Aragón, Pineda relata:
“Desde el siglo XVII, los edictos coloniales buscaban controlar estas festividades. El carnaval popular, arraigado en lo indígena, desestabilizaba los códigos morales que la Iglesia vigilaba”.
Hoy, según el académico, el carnaval oscila entre la estética calculada y la resistencia: “En el norte de la ciudad e Iztapalapa, el miedo y la violencia coexisten con la alegría. No siempre hay armonía”.
Y advierte:
“Convertir esto en folclor para turismo desvirtúa su esencia. Lo ‘patrimonial’ no debe ser un sello burocrático, sino un compromiso con las prácticas auténticas”.
Ana Francis Mor, secretaria de Cultura en la Ciudad, defiende su gestión, e insiste en el equilibrio: “Queremos que las tradiciones trasciendan, pero siempre desde la participación de los pueblos”. Y añade:
“El goce cultural es un derecho. Construimos espacios con las comunidades, no para ellas”
En el Carnaval de Carnavales, Mor anunció que nueve de las 16 alcaldías participaron este año. En febrero de 2024, el gobierno declaró los carnavales patrimonio inmaterial, comprometiéndose a “resguardarlos, promoverlos e invertir en ellos”, según el exjefe de Gobierno Martí Batres.
Para la jefa de Gobierno, Clara Brugada, esta es parte de una «revolución cultural», que incluye trabajar con pueblos originarios.
Frente a esto, Pineda propone: “La salvaguardia debe nacer desde los pueblos, con diálogos entre participantes y académicos. Las investigaciones no pueden quedarse en repositorios: deben fomentar discusiones en las comunidades”.
Pero para Fernanda, de 14 años e integrante de Los Elegidos de Iztacalco, esto es una celebración.
“Mi familia lleva esto en la sangre. Ojalá la unión preserve nuestras tradiciones”, dice mientras el baile sigue.
Entre las calles, Bernandet Arango, participante de Santa María Aztahuacan, reflexiona sobre el apoyo que les da la actual administración, el cual, dice, ahora marca un cambio: “Antes el gobierno no actuaba; hoy tenemos respaldo para traer nuestras tradiciones aquí”, dice, orgullosa de su traje de escaramuza.
Para los asistentes, este carnaval fue una oportunidad de reafirmar la vitalidad histórica de las culturas del Valle de México. Miriam, de San Pablo Tepetlapa (Coyoacán), recuerda su participación desde niña:
“Mi familia y yo formamos parte de la mayordomía. Es una responsabilidad que exige dar el 100% para mantener unido al pueblo”.
Las fiestas patronales se financian con donaciones recaudadas casa por casa. Los fondos cubren música, flores, mojigangas y pirotecnia. Pineda destaca este modelo:
“El carnaval popular se sostiene con gestión colectiva: los participantes aportan dinero, tiempo o recursos. Es un capital social que fortalece a la comunidad”.
No obstante, los cambios urbanos y la falta de apoyo institucional amenazan las tradiciones. Maribel, de San Pablo Tepetlapa, lamenta que «la Alcaldía niega seguridad para los recorridos. Además, los nuevos residentes no se integran. Somos pueblos originarios: debemos inculcar a los jóvenes para que esto no muera”.
Para ella, estas festividades son un antídoto contra la fragmentación social:
“En las unidades habitacionales, ni siquiera conoces a tus vecinos. Aquí, la tradición nos une como una cadena”.
Mientras las comparsas bailan frente al Zócalo, las tensiones persisten: ciudadanos piden más apoyo tangible, el gobierno exhibe logros simbólicos y el académico reclama autogestión. Como resume Pineda: “La salvaguardia debe nacer de los pueblos, no de oficinas. Y para eso, necesitamos diálogos incómodos, no discursos bonitos”.
Y cuestiona:
“¿Qué salvaguardamos si los carnavales ya están vivos? Falta investigar en terreno, no imponer desde escritorios. La declaratoria debería nacer de diálogos con los pueblos”.
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