Las cifras apuntan a que este año, especialmente seco y caluroso por la crisis climática y otros fenómenos atmosféricos, sí está entre los que más incendios registran. Sin embargo, el tema de los incendios forestales es aún más complejo.
Eugenio Fernández Vázquez
Los seres humanos siempre hemos tenido una relación intrincada con el fuego. El fuego ha sido utilizado por grupos humanos desde hace milenios para facilitar la cacería o para abrir espacios para cultivos. En esta época en que la biosfera ha sido alterada y transformada por la actividad humana, es un aliado en el manejo de ecosistemas, pero también puede convertirse en una fuerza destructiva. Desde hace algunas semanas en nuestro país se escuchan voces desde muchos lugares clamando asustadas por los centenares de incendios que se registran en el país, pero las cosas son más complejas de lo que aparentan y la situación, aunque mala, dista mucho de ser la peor de las últimas décadas.
Las cifras de la Comisión Nacional Forestal apuntan a que este año, que ha sido especialmente seco y caluroso como consecuencia de la crisis climática y otros fenómenos atmosféricos que afectan al planeta, sí está entre los que más incendios registran, con una superficie importante quemada. Al 25 de marzo se habían registrado casi dos mil 500 incendios, que habían afectado algo más de 46 mil hectáreas de pastizales, matorrales y bosques. Eso pone al 2021 entre los cinco años con más incendios y mayor superficie afectada del último cuarto de siglo, pero no hace de este año, ni de lejos, el peor del periodo.
Dos zonas han estado en el foco de atención de la opinión pública estos últimos meses: el área de protección de flora y fauna del Bosque de la Primavera, en Jalisco, y el parque nacional Cumbres de Monterrey, en Nuevo León. Los incendios que las han afectado son muy visibles desde las zonas urbanas y la experiencia hace pensar a muchos que fueron provocados para aprovechar la devastación y cambiar el uso de suelo de las áreas quemadas, aunque eso sea ilegal.
No todo lo que arde, sin embargo, es un crimen ni un desastre. Ocurre que, por una parte, el fuego es clave para muchos ecosistemas y para la dinámica ecológica de muchas zonas. Sin ir muy lejos, en Australia hay una especie de halcón que propaga incendios a propósito para obligar a sus presas a ponerse al descubierto, y eso mismo han hecho muchas poblaciones humanas desde hace muchos miles de años. La labor del halcón y de las poblaciones indígenas australianas beneficia a bosques y pastizales al eliminar el exceso de combustible, entre otras funciones que cumple. Además, en los bosques de pino y encino de México el fuego es parte importante del ciclo vital que abre espacio, limpia el suelo y libera nutrientes para ciertos árboles y evita la propagación de algunas plagas.
Por otra parte, el fuego ha sido clave en nuestra relación con la naturaleza. En ciertos sistemas agrícolas se lo usa para aumentar la disponibilidad de nutrientes para las plantas, despejar terrenos y preparar las siembras; para facilitar la limpia de parcelas, y sirve para favorecer el crecimiento de pastizales, por ejemplo. También se lo ha usado mucho, por desgracia, para acabar con los bosques y abrir espacio para usos del suelo alternativos; desde la agricultura hasta el desarrollo inmobiliario.
En lo que va de este año, según las mismas cifras de la Comisión Nacional Forestal, gran parte de los incendios entra en esta última categoría: cambiar el uso de suelo; y 41 por ciento de los incendios han sido provocados por actividades ilícitas. La pregunta es, la siguiente:
¿Qué hacer ante una situación en la que casi la mitad de los incendios son provocados por criminales, pero en la que hay fenómenos naturales y dinámicas ecológicas y sociales que no serían dañinas por sí mismas, pero que ponen el escenario para el daño a la naturaleza?
Una primera tarea insoslayable es fortalecer la aplicación de la justicia y acabar con la impunidad, tomando en cuenta el rol de cada responsable y lo que buscaba con el siniestro que provocó. No es lo mismo un agricultor al que se le sale el fuego de su parcela y quema un bosque que de todas maneras es proclive a los incendios –como los bosques templados del parque nacional El Tepozteco– que quien quema varias hectáreas de selva cerca de Puerto Vallarta o de Cancún, o en La Primavera, en Jalisco, para montar ahí un desarrollo inmobiliario. Se tiene que hacer justicia con firmeza, pero con los pies en el territorio y tomando en cuenta las dinámicas sociales y agroecológicas locales.
Una segunda tarea igual de importante es cambiar el paradigma con el que lidiamos con el fuego en muchos de los ecosistemas del país. Hasta ahora, y aunque se han registrado muchos avances al interior de la Comisión Nacional Forestal, se sigue poniendo el énfasis en la supresión de incendios, cuando se los deberían manejar. Esto implicaría implementar medidas como la remoción manual de los combustibles, realizar quemas controladas o no apagar todos los incendios, sino vigilarlos con el fin de que eliminen los combustibles que se encuentran en los ecosistemas. Esto reduciría la prevalencia de incendios de alta severidad, que dejan un legado ecológico negativo, y ayudaría a la conservación y restauración de la naturaleza.
Otra tarea más es fortalecer nuestra comprensión de las dinámicas sociales y ecológicas del fuego, para entender mejor qué pasa, por qué y con qué impacto en materia de incendios en los ecosistemas naturales de México. Debemos entender cuál es el papel del fuego, si tiene o no alternativas, si efectivamente hace daño. Si no sabemos qué impacto puede tener, no sabremos nunca qué medidas debemos tomar.
Las bases para todo esto están sentadas, pero hay una precondición fundamental para hacerlas realidad: se deben aumentar los presupuestos del sector ambiental y permitir la transformación de las instituciones que lo componen, fortaleciendo su capacidad para actuar en el territorio y centrando la acción del gobierno en la construcción de capacidades y la mediación entre grupos sociales y entre ellos y el territorio y no, como se hace hasta ahora, en el reparto de dinero y prebendas.
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