23 mayo, 2022
La contaminación es una constante en todas las grandes urbes de México y ningún gobierno está haciendo nada por resolverlo
Twitter: @eugeniofv
La comisión sobre contaminación y salud de la revista médica The Lancet —la más prestigiosa en la materia— presentó un avance de sus resultados y son francamente alarmantes. Las formas modernas de contaminación (atmosférica, por plomo y química) compensan lo logrado en otras áreas y tan sólo en 2019 provocaron nueve millones de muertes evitables —6.7 millones de ellas por contaminación del aire—, además de costar 4.6 billones de dólares en pérdidas (6.2 por ciento de la oferta económica global). El grueso de esas muertes se concentra en los países de ingresos bajos y medios, como el nuestro. Lo peor del caso es que, según dicha comisión, “la situación no ha mejorado” en los últimos años. Ése es el caso también de México por causa de los recortes de la “austeridad republicana”, la irresponsabilidad de los gobiernos estatales y municipales y la incapacidad de los tres órdenes de gobierno para generar y hacer valer una regulación a la altura de los desafíos.
Aunque el documento presentado por The Lancet no presenta datos desglosados por país, sí sabemos, por ejemplo, que hay nueve ciudades mexicanas entre las más contaminadas del mundo. Sabemos también que la contaminación atmosférica causa unas veinte mil muertes prematuras al año —casi diez mil de ellas solamente en el Valle de México—, que hizo que la pandemia de covid-19 fuera todavía peor y también que aumenta el riesgo de mortalidad respiratoria en niños. A pesar de la gravedad de la situación, en México enfrentamos una combinación terrible de dejadez gubernamental, incapacidad para aplicar la ley y erosión de la fuerza del Estado.
Por un lado, tenemos un marco regulatorio francamente insuficiente. Por ejemplo, todavía no tenemos una regulación vigorosa sobre la calidad de los combustibles y la poca que hay se ha condicionado a la oferta de Pemex, que simplemente no tiene la calidad necesaria. Esto permite que los camiones y autobuses que circulan por nuestras calles y carreteras contaminen más de lo que deberían.
Por otra parte, la regulación con la que sí contamos simplemente no se hace valer. El caso de las contingencias por ozono que padecemos con cada vez más periodicidad los habitantes del Valle de México es muestra de ello.
El ozono es un contaminante secundario, que no se emite directamente, sino que surge a partir de la interacción de otros gases entre sí y con la fuerte luz solar de la primavera. Una de las fuentes de esos otros gases son los vapores de las gasolineras. En principio, las poco más de mil cien gasolineras del Valle de México deberían tener instalada una tecnología para reducir esas emisiones, pero verificar que en efecto la tengan instalada y funcionando es facultad de la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente (ASEA), que no tiene más de diez inspectores para todo el país. Para colmo de males, el presupuesto de esa dependencia se ha reducido a la mitad en lo que va del sexenio.
Algo similar pasa a nivel local. La Ciudad de México tiene unas patrullas ambientales que son quienes deben detener a los vehículos en franca violación de la regulación ambiental, como esos camiones que dejan una estela de humo a su paso. Los recortes de Claudia Sheinbaum, sin embargo, han hecho que solamente haya cuarenta patrullas para lidiar con esos grandes contaminadores en toda la Ciudad de México, algo francamente insuficiente.
La situación en el resto de la República es todavía peor porque en muchas ciudades simplemente no se sabe qué ocurre, porque no hay, por ejemplo, sistemas de monitoreo atmosférico operativos y de calidad. Sin embargo, sea por las ladrilleras de Silao o las refinerías de Minatitlán, por mencionar dos casos, la contaminación es una constante en todas las grandes urbes del país, y ningún gobierno está haciendo nada por resolverlo.
Esto no se va a solucionar ni con infraestructura ni con subsidios. Esto se resolverá solamente cuando haya un compromiso de gobiernos de los tres órdenes por efectivamente trabajar con los pies en la tierra, en lo cotidiano, y por hacer que nuestras vidas no estén en riesgo por el simple hecho de vivir en una ciudad.
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