En silencio y sin un acuerdo explícito, en Chilapa se ha constituido un anonimato colectivo basado en reglas fundamentales de sobrevivencia: no confirmar, no asegurar y no denunciar, por ningún motivo, alguna versión de un hecho de violencia
Texto y Fotografías: Arturo de Dios Palma
CHILAPA, GUERRERO.- Lo primero que se topa uno al entrar en el restaurante Casa Pilla es una mesa amplia con unas 10 personas sentadas que no comen, ni beben. Platican y en ocasiones bromean entre ellos, pero nunca consumen. Sólo esperan. Desde hace siete meses, todos los miércoles después de las 10 de la mañana la escena se reproduce con exactitud. Son los familiares de los desaparecidos en Chilapa.
Desde el 11 de mayo han recorrido juntos las calles del municipio, se han reunido con funcionarios, defensores de derechos humanos, representantes de la ONU y reporteros.
La presencia de este grupo la articula la ausencia. Entre ellos las horas son largas y se vuelven insoportables ante la falta de respuestas. Sus rostros son un rompecabezas que se arma con las piezas que más exploran la condición humana: dolor, desesperación, frustración, tristeza, miedo.
“¡Que el miedo no venza al dolor!”, dice Delfina Díaz Navarro, una mujer que desde el 26 de noviembre de 2014 reclama a sus hermanos, Alejandrino y Hugo, desaparecidos en la zona rural del municipio. José, su hermano, afirma que la cifra de desaparecidos podría rebasar las 101 personas en un año y medio, aunque sólo 38 son reclamados legalmente.
En los últimos años, Chilapa dejó de ser el testigo que observaba como Chilpancingo (a 54 kilómetros) o Acapulco, se hundían en la lucha por el control de las plazas entre diferentes cárteles de droga. Hoy, se encuentra construyendo su propia historia de terror.
Pese a ser una ciudad pequeña, donde todavía todos se conocen -por lo menos de vista-, en el asunto de la violencia nadie sabe nada, nadie ve nada y, por supuesto, nadie está dispuesto a denunciar nada. El terror cotidiano, las extorsiones, pagos por el derecho de piso, enfrentamientos, desapariciones, muertes y fosas clandestinas, son reconstruidos por los rumores y escuetas informaciones que nadie se atreve a confirmar.
El hombre es moreno y robusto. Tiene el rostro cubierto con un paliacate y un arma en la cintura. Pide que lo identifiquen como “comandante” y es el responsable de la guardia en la entrada de la ciudad la mañana del domingo 10 de mayo de 2015.
“Estamos acá porque ya perdimos a un hermano, a un padre, a un hijo, a una esposa (…) nos dicen que denunciemos, denunciamos y no pasa nada”, dice a modo de explicación.
Luego, condensa las razones de la irrupción y presencia de los civiles armados en la cabecera municipal de Chilapa: la detención de los líderes del grupo criminal Los Rojos, la destitución del director de la Policía municipal y la entrega a sus familiares desaparecidos
Otro hombre asoma su cabeza junto con su escopeta por la ventana de un auto y aclara: “Bienvenidos, desde hoy en Chilapa ya no hay secuestros, ni extorsiones, ni pagos de cuota. Se acabaron las muertes de inocentes. Nosotros ahora somos los policías municipales”.
La tarde anterior, el 9 de mayo, unos 300 hombres armados llegaron a la ciudad en decenas de camionetas. Se apoderaron de la Secretaría de Seguridad Pública y desarmaron a los policías municipales; instalaron un retén donde registraron taxis, urban, carros particulares y además de comercios y bares. Durante los siguientes cinco días, a la vista del Ejército, la Gendarmería y la Policía Estatal, tomaron el control de la ciudad. En esos días, las jornadas laborales concluían antes de que cayera el sol. Las escuelas de plano cerraron.
Los armados dijeron que provenían de 16 comunidades de Chilapa. Casi todas ubicadas en la franja donde se concentra la disputa entre Los Rojos y Los Ardillos. Se autodenominaron como comunitarios. Su origen estuvo bajo sospecha desde el inicio, porque venían de comunidades que están bajo el control de Los Ardillos.
La sospecha creció cuando comenzaron las desapariciones. Y se consolidó cuando se fueron… sin entregar a los detenidos.
A las 2 de la tarde del martes 12 de mayo Carmen Abarca Nava vio por última vez a su hijo menor, cuando le entregó tortillas en su puesto de tacos.
Jorge Jaimes Abarca tenía apenas 10 días trabajando como repartidor en la tortillería Tres Hermanos. Días atrás dejó su empleo en una pizzería, porque salía muy noche y no quería arriesgarse ante la violencia, que desde hace dos años no para. Acababa de cumplir 18 años y vivía con la madre de su hijo, de un año.
La última vez que lo vio, evoca Carmen, no hablaron nada especial, simplemente le entregó las tortillas y se fue. Ese martes lo esperó hasta las 8 de noche. Nunca contestó su celular. La mujer llamó al jefe de Jorge y éste le dijo que desde las 6 de la tarde había salido a dejar un pedido por el salón California, cerca de un retén que instalaron los civiles armados sobre la carretera que lleva a Zitlala. Hasta allá fue ella a preguntar por su hijo, pero nadie le dio razón.
Al día siguiente, volvió al retén a preguntar. Preguntó en las casas cercanas, en los negocios. Nada. Cuando regresaba a su casa, un hombre le dijo que la tarde anterior vio como los civiles armados subieron a una camioneta a un joven de playera color naranja y mandil rojo. La pista era indiscutible: de ese color era la playera que Jorge traía ese día y rojo es el color que distingue los mandiles que esa tortillería le da a sus trabajadores.
Entonces Carmen regresó al retén y exigió que le entregaran a su hijo. Los encapuchados negaron tenerlo, pero le pidieron el nombre completo y le sugirieron que rezara mucho para que no le encontraran nexos con Los Rojos.
Carmen es una mujer menudita, de unos 160 centímetros de estatura. Siempre trae su gorra y su mandil azul con los que despacha desde su canasto los tacos. En los meses siguientes ha investigado por su cuenta y le han dicho que a Jorge lo tienen los civiles armados, pero no lo devolverán hasta que ellos, los familiares de los desaparecidos, entreguen al líder de Los Rojos.
Sus pesares, sin embargo, no comenzaron el 12 de mayo, sino dos meses antes, cuando desapareció Héctor, su hijo mayor.
Héctor Jaimes es el único de los hijos de Carmen que logró terminar una carrera universitaria. Se tituló hace cinco años como licenciado en Antropología Social en la Universidad Autónoma de Guerrero. Tenía planes de irse a trabajar a Acapulco.
El 18 de marzo, salió a las 7 de la mañana rumbo a Chilpancingo y no volvió. Carmen no se pudo despedir de él, estaba dormida. Lo único que sabe de ese día es que Héctor comió con su novia, la subió a la combi y le dijo que iría a una plaza comercial y luego regresaría a Chilapa. Nunca llegó.
De Héctor, Carmen sabe menos que de Jorge. No logra entender porqué dos de sus hijos están desaparecidos. La mujer vive sus días divididos entre los hijos que tiene y los que le faltan. Tiene miedo de perder a los cuatro que le restan pero no soporta la idea de no volver a ver a los dos que no están.
Complicidad. Esa es la palabra con la que uno de los integrantes del Centro de Defensa de los Derechos Humanos, José María Morelos y Pavón define la descomposición de Chilapa en los últimos años.
“En julio del año pasado, hubo un enfrentamiento en la calle del Ministerio Público (en el centro de la ciudad). Dicen que se agarraron entre grupos, pero al final la policía municipal también le entró y apoyó a Los Rojos”, dice el activista.
Cuenta otro caso: “en los últimos meses de 2014, la gente comentaba que había una patrulla que la cargaban los jóvenes del crimen organizado de Chilapa, cargaban una patrulla de la policía y que para que la gente no los reconociera, traían el faro encendido”.
Cierto o no, insiste el defensor, lo único claro es que el gobierno municipal está rebasado.
“No ha hecho nada ni puede hacer nada”, dice. “Pero no solamente el ayuntamiento, porque en estos últimos meses, la gente ha comentado que están los grupos de los diferentes policías: Estatal, Gendarmería, los militares y sin embargo cuando van a levantar a alguien ellos están a unos metros; incluso, la gente dice que los policías se voltean para no mirar”.
La tarde del 14 de mayo cuando los civiles armados desocuparon la ciudad, dejaron a tras una huella inclemente: la desaparición.
Desde entonces, no regresan a su casa al menos 14 hombres cuyas familias presentaron denuncia: Carlos Emanuel Meza Nava (21 años); Alejandro Nava Reyes (22); Arturo Gutiérrez Jaimes (19); Jaime Eduardo Villanueva Altamirano (31); Jorge Luis Salmerón Hernández (22); Sebastián Ulises Alonso Jaimes (20); Jorge Abarca Jaimes (18); Sergio Derramona Romero (25); Daniel Velázquez Romero (23). También faltan los hermanos Víctor (15), Juan (21) y Miguel (25) Carreto Cuevas, así como Crispín Carreto González (39) y su hijo Samuel Carreto Vázquez (15).
Pero no son los únicos, ni los primeros, ni los últimos. De acuerdo al registro de los familiares, en Chilapa han desaparecido personas desde 2011 y la última se ausentó apenas el 8 de septiembre de 2015. El registro suma 55 personas, incluidas las de la incursión de mayo. Pero podrían ser más.
El comisario ejidal de Xiloxuchicán, José Apolonio Villanueva Jiménez, uno de los que encabezó a los civiles armados, denunció la desaparición de 30 personas de sus comunidades. De ellas, sólo 20 familiares han presentado denuncias ante la Fiscalía General del Estado.
De la irrupción han pasado siete meses, 30 semanas, 214 días, 5 mil 136 horas y no hay ningún resultado, ningún detenido, menos la presentación de uno de los desaparecidos. Mientras en esa mesa amplia de Casa Pilla se siguen sentadas las 10 personas sin comer ni beber, sólo esperan.
AYER: Los otros desaparecidos… de Chilapa
MAÑANA: 32 horas; la policía sólo vio
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