–¡Ya quiero regresar con mis niños! Me dicen los doctores que ya merito, que me aguante otro poquito–, suelta con una carcajada la mujer que ha estado confinada los últimos 11 meses; lejos del templo que desde hace 30 años está a su cargo.
Texto: Miguel Ángel León Carmona
Fotos: Gabriela Sarahí
PUENTE NACIONAL, VEr.– Teo, una mujer de 74 años, no se había sentido tan entusiasmada desde que comenzó la pandemia de covid-19 en Veracruz. Un piquete en su brazo izquierdo fue el primer paso –le explicaron los médicos– para regresar a la capilla de San Rafael Guízar, donde niños y niñas ya esperan a su catequista.
La mujer delgada y de cabellos negros brinca alrededor de un molino donde ella y su hijo Manuel preparan masa que venden con familias de este pueblo caluroso llamado El Palmar.
–¡Ya quiero regresar con mis niños! Me dicen los doctores que ya merito, que me aguante otro poquito–, suelta con una carcajada la mujer que ha estado confinada los últimos 11 meses; lejos del templo que desde hace 30 años está a su cargo.
Teódula Díaz y su esposo Alejandro Solano (78 años) son de los primeros 3 mil 600 adultos mayores que recibirán una primera dosis de la vacuna contra covid-19 en el municipio de Puente Nacional, ubicado a 55 kilómetros de Xalapa, capital de Veracruz.
En El Palmar, donde la gente se gana la vida en el campo cultivando caña y maíz, el número de vacunados no supera las dos docenas. Sin embargo, es un alivio para mil pobladores que creyeron en el virus SARS Cov-2 cuando el padre Chucho, el sacerdote del pueblo, se contagió y casi pierde la vida.
“Desde que pasó lo del padre Chucho mis hijos me pidieron que nos guardáramos en la casa. A veces ‘me daban las de llorar’ porque no he podido hacer lo que me gusta”, comparte Teo, quien viste falda negra, blusa blanca y un mandil rosado con su nombre estampado; su uniforme de cada domingo.
De acuerdo con información de la Secretaría de Salud estatal, en Puente Nacional (con casi 23 mil habitantes) suman 193 casos positivos a Covid-19 y 29 defunciones. De esas muertes, al menos seis ocurrieron en El Palmar.
Aunque el número de decesos no es alto, en comparación con otras demarcaciones de la entidad, las muertes provocadas por este virus se difundieron en noticias que corrieron tan fuerte, como las suradas que golpean a este pueblo.
“La gente no hizo mucho caso de las medidas sanitarias por acá y velaron a sus difuntos en la capilla”, cuenta Manuel Solano Díaz, el menor de cinco hermanos que ha cuidado a sus padres (Teódula y Alejandro) con una disciplina casi militar.
Manuel Solano es un campesino que prepara masa para venderla a diez pesos el kilo. Ni las temperaturas de más de 30 grados en este pueblo, ni el calor de las ollas donde prepara el maíz han logrado que se desprenda de un cubrebocas de tela color azul.
Hasta antes de que llegaran las vacunas él cumplió metódicamente con una rutina durante 11 meses. Ni abrazos ni besos para “sus viejos”. Él sabe que para ganarse entre 180 y 200 pesos diarios debe ir de puerta en puerta por todo El Palmar. La posibilidad de contagiar a sus padres era una presión que lo sacudía todas las noches en su cama.
“Cuando llego a la casa entro por la puerta de atrás. Me echo cloro y empiezo a rociarme con alcohol. El dinero (las monedas) las pongo en una bandeja con cloro y les vacío vinagre. Cuando los nietos vienen a visitar a sus abuelos les digo que no los abracen, ni les den de besos. Sienten feo, pero tenemos que cuidarlos”, agrega.
Su miedo está justificado. “Si mis padres se enferman ni en tres meses junto para un tanque de oxígeno”. Sus cálculos tampoco están errados. Un tanque con oxígeno implicaría 75 días de trabajo, o unas mil 500 bolas de masa.
La decisión de que Teódula y Alejandro fueran vacunados tuvo que pasar una difícil aduana: la aprobación de sus cinco hijos. Había que convencer a todos, de que el gobierno no los mataría, como en redes sociales se ha rumorado.
“Una hermana es la que no quería, pero otra que vive en el Estado de México nos dijo que no perdiéramos la oportunidad y que lo hiciéramos”, cuenta Manuel.
La primera en recibir la dosis de la farmacéutica Astra Zeneca fue Teódula. El pasado 17 de febrero, Manuel la acompañó hasta el palacio municipal de La Antigua donde junto a otras decenas de personas recibieron el “piquete en el brazo”.
“A mi mamá le quitaron el riesgo de que ya no se contagie, pero a mí me quitaron un peso de encima. ¿Imagínese si se me llegaban a enfermar? Yo no quería pensar que quizá fue por mi culpa”, insiste mientras prepara a su padre para que también sea vacunado.
Alejandro Solano tiene 78 años y no pudo asistir al Palacio de La Antigua. Desde hace unos años le diagnosticaron Mal de Parkinson y apenas puede controlar el ritmo de sus pasos. Pero la experiencia de su esposa terminó por convencerlo de que este 18 de febrero fuera vacunado.
“Yo le dije a mi esposo que no duele, que es como a los niños cuando les ponen la vacuna de la Poleo. Al día siguiente amaneces adolorida del brazo, pero no pasa nada. Ya después me andaba pregunta y pregunta, “Mija, ¿y sí vendrá la gente?”, dice con otra carcajada.
Alejandro con esfuerzos se remanga su camiseta blanca y pone flojo el brazo derecho. La dosis le es aplicada y él da dos aplausos que le llevan unos tres segundos. La vacuna a Alejandro le da tranquilidad de estar en su recámara rodeado de siete nietos y tres bisnietos. Sin embargo, algo muy distinto ocurre con Teódula.
Teódula cuenta los días como los misterios de su rosario para que la segunda dosis llegue y pueda volver a la capilla de San Rafael Guízar y Valencia. Autoridades estiman que esto ocurrirá en un plazo no mayor a dos meses.
Teódula no ve la hora de retomar una rutina que a ella le daba felicidad domingo a domingo: planchar ornamentos y corporales para el padre Jesús; además tener todo listo para las misas que poco a poco se comienzan a llevar a cabo, con pocos feligreses.
– “¿Verdad Manuel que después de la segunda dosis ya me vas a dejar ir a misa?”-, pregunta Teódulo con la picardía de una niña que pide permiso para ir a jugar al parque.
-Ay, amá, apláquese usted. Ya falta poquito-, le responden con una sonrisa que se dibuja en las cejas, detrás del cubrebocas azul.
Teódula cumple 12 años impartiendo catecismo en El Palmar, todos los martes de cuatro a seis de la tarde, y casi 30 resguardando la llave de la capilla del pueblo. Su labor de catequista la alterna como legionaria; visitando enfermo, llevándoles tranquilidad y oraciones.
“Ya tengo todo listo para regresar. Ya contesté estos dos libritos para mis niños. Le digo a mi Manuel que esté un poquito más tranquilo”, comparte la mujer de 74 años que irradia entusiasmo.
“Yo digo que hay que tener fe, como aquel canto del granito de mostaza”, dice doña Teo, la catequista de El Palmar.
Periodista en Veracruz
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