La celebración de la fiesta de Xantolo cambió para la familia Pérez Rodríguez, tras la desaparición de Ignacio, Aldo, Arturo, Alexis y Milynali, hace ocho años. Aunque lograron retomar la tradición de la Huasteca Potosina de agasajar a sus difuntos el Día de Muertos, el camino ha sido triste y complicado
Texto: Marcela del Muro / A dónde van los desaparecidos*
Fotos: A dónde van los desaparecidos
SAN LUIS POTOSÍ.- El olor dulzón del copal va perfumando todos los rincones del patio, mientras los pétalos de cempasúchil son regados por el piso, formando un camino espeso y colorido que nos conduce hasta el altar de Muertos. A unos pasos, tapizado de naranja, está el grabado que nombra a Mily, como se le dice de cariño a Milynali Piña Pérez, recordando que la niña años atrás estuvo aquí, celebrando Xantolo con su familia.
Xantolo es la ancestral palabra náhuatl que se usa para la temporada de festejos en la Huasteca Potosina, al norte de México. especialmente en algunos municipios de San Luis Potosí, Veracruz, Hidalgo y Tamaulipas. Esa celebración tradicional del Día de Muertos reunía en esta casa, en Tamuín, a toda la familia Pérez Rodríguez: los vivos y los muertos.
Graciela Pérez, mamá de Milynali, mujer de voz fuerte y semblante amable, toma la copalera con sus dos manos, un humo blancuzco y ligero la rodea. “Vamos a recorrer toda la casa, es importante darle una limpiadita y bendecir todo”, anuncia mientras cruza la reja que divide el patio delantero de su casa, del taller mecánico de Hersa, el más pequeño de los cinco hermanos Pérez Rodríguez. Con este ritual, se da por iniciada la celebración del 31 de octubre, uno de los seis días de esta fiesta tradicional.
“Para nosotros es un gusto que nos visiten”, se escucha la voz grave de Hersa, hombre moreno de complexión robusta y sonrisa contagiosa, “a ustedes los acompañan todos sus ancestros y ellos nos traen bendiciones a nosotros como familia”.
Este año, la fiesta de Xantolo en la casa de los Pérez Rodríguez habrá más ausencias de las habituales. No sólo por las reglas de la pandemia.
“Puede ser distinto, sí, pero no cambiará mucho nuestra vida. A nosotros lo que nos cambió fue la desaparición”. La voz de Hersa se escucha entrecortada, por el recuerdo y la tristeza, pero aclara su garganta para seguir hablando.
Para él, todo se transformó cuando desaparecieron a su hermano mayor, Nacho, Ignacio Pérez Rodríguez, de 53 años de edad, mientras circulaba por la carretera que atraviesa Ciudad Mante, en Tamaulipas.
Entre los dos hermanos existía una relación de complicidad. Hersa aprendió de él su oficio. “Él era el que nos unía en Xantolo. La fiesta se organizaba en su casa: se usaba su horno para preparar el pan, cocinábamos todo esto allá, nos reuníamos para festejar. Desde que se perdieron ya no pudimos regresar a su casa. Estábamos todos desubicados».
“Se perdieron”. Dice.
Porque en ese viaje fatal su hermano mayor iba acompañado de su hijo Aldo de Jesús Pérez Salazar, de 20 años, y sus sobrinos: Milynali Piña Pérez, de 13 años, José Arturo y Alexis Domínguez Pérez, de 20 y 16 años.
Desde el 14 de agosto del 2012, Nacho, Aldo, Mily, Alexis y Arturito están desaparecidos. Sus retratos hacen patente su ausencia. Pero no son nombrados entre los parientes difuntos colocados en el altar para los que la familia Pérez Rodríguez celebrarán esta fiesta porque, desde hace ocho años, su paradero es incierto.
Edith Pérez, mamá de José Arturo y Alexis, mujer jovial, de estatura baja y piel apiñonada, recuerda que pasadas las seis de la tarde de ese 14 de agosto recibió la última llamada: “Arturito me avisó que iban llegando a (Ciudad) Mante. Nos fuimos a esperarlos a casa de mi mamá, íbamos a recibirlos con unas enchiladas, pero no llegaron”.
Los meses que siguieron, la familia caminó y escarbó las brechas que bordean la carretera de Tamuín hasta Tamaulipas. Exploró la zona de temporales, de Ciudad Mante a Veracruz. Pero no encontró rastro de sus ausentes ni de la camioneta en la que viajaban.
Aquel noviembre, la celebración de Xantolo en casa de los Pérez Rodríguez era impensable. “Estábamos completamente despechados. Yo no podía escuchar ni siquiera la música”, relata Graciela, “no soportaba bailar, no soportaba que alguien se riera a mi lado, no soportaba que dijeran algún chascarrillo. No podía porque me dolía”.
Este año toda la explanada del taller de Hersa se convirtió en cocina. Mataron un cerdo de 80 kilos y el hermano menor de los Pérez Rodríguez supervisa las múltiples recetas para aprovechar todo las partes del cuerpo del animal; mientras Jesús, mejor conocido como Calancho, las cocina. Pero quien lleva el mando en la preparación de los alimentos y da las indicaciones desde la mecedora, al lado del altar, es doña Graciela Rodríguez, la anciana matriarca de la familia.
Calancho revuelve el cazo con los chicharrones mientras indica cómo cortar las vísceras, el tomate y el cilantro para hacer las quesadillas de chanfaina. Hersa explica que después de los chicharrones y cueritos prepararán las carnitas y las quesadillas en el mismo cazo. También sazonarán la sangre del cochino y, con un embudo formado con el pico de una botella de un refresco, rellenarán las tripas para hacer morcilla.
La familia se encuentra reunida en la palapa, a un costado del altar de muertos. Este es el cuarto año que celebran Xantolo en casa de Graciela.
Hojas de estribillo con decenas de flores de cempasúchil y mandarinas coronan las ofrendas del altar. Para que los ancestros sean parte del festín de esta tarde, tienen que llamarlos: clavar un cartoncito con su nombre en la corteza del pan de nata frente a la imagen de la Virgen de Guadalupe, escoltada por calaveritas de azúcar. Las ofrendas van y vienen: una botella de mezcal, pan dulce, café, cuiches (tamales de elote) y flores de papel. Bajo la mesa que sostiene el altar, una gran olla de barro con pétalos; frente a ella cinco figuras que portan la luz que guían a los muertos de los Pérez Rodríguez.
“Nos costó mucho trabajo volver a retomarlo, pero es la fecha de mi mamá, los días que puede honrar a sus muertos. Pero fue todo un proceso, un proceso familiar donde pudimos digerir y aceptar la tragedia por la que estamos pasando”, dice Graciela chica.
Los cuatro años posteriores a la desaparición doña Graciela no quiso ninguna celebración. Al quinto puso únicamente el altar de muerto. Poco a poco retomó la tradición.
En el ritual se venera a Fidela, hermana de doña Graciela; Angelina, abuela de los Pérez Rodríguez; Goya, tía paterna, y Beulah, amiga de Graciela.
Las fotografías de Milynali, Ignacio, Aldo, Alexis y José Arturo no están en el altar.
“Fue una decisión, entre todos, decidir que no vamos a ponerlos en el altar porque ellos no están muertos. Nosotros no podemos concebir todavía tenerlos ahí. Porque no sabemos dónde están. Porque no nos consta que estén muertos, a pesar de estos ocho años y a pesar de todo lo que hemos recorrido. Podemos creerlo, podemos saber algún indicio, pero no nos consta”, señala Graciela.
En 2015 la familia Pérez Rodríguez realizó su primer altar de muertos sin Nacho como organizador.
“Mi hermano era el que le hacía segunda a mi mamá en todo, pero ya no estaba él y alguien tenía que apoyarla. Entonces, decidimos hacerlo nosotros”, dice Graciela.
Hersa, Edith y Graciela explican, de distintas formas, cómo la unión familiar los ha mantenido en resistencia ante la incertidumbre. “Nos faltan ellos cinco y estamos adoloridos. Pero fue gracias a la fuerza de mis padres que impidieron que nuestra relación se fracturara y se conservará nuestra esencia, que está llena de mucho amor. Eso nos hace fuertes para seguirlos buscando”, comenta Graciela.
Tras la desaparición, las hermanas Pérez Rodríguez centraron sus vidas en la búsqueda de sus ausentes y formaron redes entre familias de personas desaparecidas en San Luis Potosí y Tamaulipas.
“Hemos ido, venido, andado por todos lados y tenemos mucho contexto. Hemos cometido muchos errores, porque antes de nosotras en San Luis Potosí y Tamaulipas no había nadie que buscara, pero también hemos hecho muchas investigaciones y hemos aportado mucho a la carpeta (de investigación) de nuestras familias”, platica Edith.
Para el 2015 en San Luis Potosí aumentaron las víctimas por desaparición, sobre todo en la frontera del territorio potosino con el tamaulipeco. Las autoridades negaban el problema, y cuando las familias les exigían que buscarán alegaban que no contaban con los conocimientos y los recursos humanos y presupuestales para actuar/buscar.
Edith comenzó a trabajar con Lupita Mendiola, a quien conoció buscando a su hermano, Daniel Elías Mendiola, desaparecido el 7 de noviembre del 2012, también en Mante. Juntas dedujeron que para presionar a las inoperantes autoridades debían articularse en grupo. En 2015 crearon Voz y Dignidad por los Nuestros, la única agrupación de búsqueda de personas desaparecidas en San Luis Potosí, formadas por más de 300 familias.
En la organización las integrantes abarcan distintas tareas como búsquedas en campo, revisión de expedientes judiciales, volanteos de búsqueda, capacitaciones y asesorías sobre procesos en 44 municipios de San Luis Potosí. Fueron también pieza clave para la creación en 2017 de la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas, y en 2018 de la Comisión Estatal de Búsqueda, y su funcionamiento.
Graciela, en cambio, ha centrado su búsqueda en Tamaulipas.
En un principio los Ministerios Públicos se negaron a buscar a sus parientes porque consideraban “muy peligrosos” los caminos a Ciudad Mante, dominados por grupos criminales, así que las mandaron a pedir ayuda a los militares. A partir de entonces la familia comenzó a recibir llamadas de extorsión. Edith pedía pruebas de vida a quienes aseguraban que tenían a sus parientes. Pero eran estafas. Ellas creen que agentes municipales de Ciudad Mante eran los extorsionadores, pues tenían los datos que ellas pasaron al ejército.
El enojo por las omisiones, la corrupción y la incapacidad de las corporaciones policiacas y las instituciones encargadas de la justicia en Tamaulipas, hicieron que Graciela comenzara a buscar por su cuenta, sin ayuda de las autoridades, en compañía de otras víctimas.
La primera búsqueda de restos humanos en campo fue el 12 de diciembre del 2012 y entonces se topó otro problema: aunque hallaban restos nadie les devolvía la identidad. En 2016, ella y otros familiares de víctimas de desaparición de distintos estados fueron invitadas a cofundar Ciencia Forense Ciudadana, organización independiente que recolectaba muestras de ADN de familiares en búsqueda. A mediados de 2017 el proyecto -que contaba con 900 registros genéticos- acabó por falta de recursos.
Las familias en Tamaulipas continuaron su búsqueda. En marzo del 2017, Graciela decidió consolidar su grupo y con las familias que la acompañan formó “Milynali Red CFC”, e integró parte del proyecto de Ciencia Forense Ciudadana al colectivo. Esto les permitió tener recursos para impulsar las búsquedas de fosas en campo y apoyo en equipos adecuados para trabajar en terrenos hostiles.
A partir de la política de “guerra contra las drogas”, inaugurada en 2006, más de 77 mil personas han sido desaparecidas en México y a diario se reportan más. Uno de los estados más peligrosos es Tamaulipas.
Desde que los Pérez Rodríguez reanudaron la celebración de Xantolo, hace cuatro años, piden señales a sus ancestros sobre sus cinco ausentes.
“Les decimos que si ellos están allá, que si murieron, nos lo hagan saber. Pero todavía no nos llega nada”, dice Graciela.
Graciela y Edith han estado rodeadas de muerte los últimos años. Ellas buscan cuerpos en campos de exterminio en San Luis Potosí y Tamaulipas. Los colectivos fundados por las hermanas Pérez Rodríguez, Voz y Dignidad por los Nuestros y Milynali Red CFC, buscan juntos.
En las faldas de la sierra de Mante, que forma parte de la Sierra Madre Oriental, iniciaron una exploración en septiembre del 2018, hasta ahora van 52 sitios explorados y sin tiempo aproximado de finalización. “Es un lugar que te desconcierta. Está rodeado de vegetación, todo bonito y lleno de naturaleza, pero conforme fuimos escarbando comenzaron a salir huesos quemados”, dice Edith.
Tapizado de fragmentos calcinados; basura de envolturas de comida y bebidas; ropa desgastada y rota por tantos años a la intemperie; tambos de metal deshechos y quemados; ollas y cubiertos abandonados sobre la hojarasca que cubre el terreno. El sitio era un campamento operado por el crimen organizado. Estaba lleno de verde, lleno de vida y de muerte, “donde no puedes imaginar que haya existido tanta maldad y tanto dolor”, dice Edith.
“No hemos parado de buscar en este tipo de lugares, pero yo guardo la esperanza de encontrarlos con vida”, agrega.
“Nosotros tenemos esa incertidumbre constante y ese dolor suspendido que no sabemos dónde ponerlo, porque no sabemos dónde están, no los tenemos. No hay un lugar tangible donde les podamos llorar. Por eso no están en el altar (de muertos) porque ni ahí los podemos tener”, dice Graciela.
Sobre la mesa de mantel bordado de mariposas que reúne a todos los invitados hay cuatro kilos de pan dulce: conchas, empanadas de piña, pan de nata y de canela.
“Esto no es ni la tercera parte de lo que hacíamos antes”, comenta Graciela, “nos juntabamos todos: los hermanos, los sobrinos y también venían los tíos, los primos y sus hijos, y los amigos”.
La preparación del pan se realizaba en el taller de Nacho. Ahí se juntaban todos los nietos para ayudar a hornear a doña Graciela. Arturo y Aldo, que eran “los más mitoteros” de los nietos, corrían por la leña para que su tío Nacho pudiera prender el horno. Mientras Mily, Alexis y los primos más pequeños preparaban la masa con la receta de la abuela. Después, todos los nietos se sentaban en torno a doña Graciela para hacer las empanadas, las galletas y los panes
“Era una corredero de chiquillos alrededor de mi mamá. Una de risas y gritos”.
La fiesta del 31 de noviembre era muy concurrida. “Había mesas y mesas, eso estaba lleno de gente. Era un gusto compartir con toda la familia y los amigos. Ese día, los niños llegaban preparados para disfrazarse, porque en la noche se iban al concurso. El último disfraz de Arturito fue de cavernícola y Aldo se disfrazó de Britney Spears, con un chiquivestido, pero estaba todo peludo. Era una de risas”.
Este año no hay disfraces. Hay risas y baile, pero siempre está el recuerdo de los años pasados y de los cinco ausentes que se mantienen presentes en las anécdotas de su familia, en las fotografías, en las marcas de la pared, en los recuerdos.
“Eso es lo que nos mantiene vivos”, dice Graciela, “el recordar que tuvimos más momentos buenos que malos con ellos. El recordar que estuvimos festejando con ellos, que reímos, que hubo mucho amor. Ha sido muy difícil y triste el retomar la celebración, pero también es algo que nos mantiene unidos. Antes los mencionábamos llorando, ahora ya recordamos su vida, que nos hizo tan felices a todos y que creemos podrá seguir siendo feliz, cuando vuelvan”.
Por eso, Nacho, Aldo, Milynali, Alexis y José Arturo, no se nombran en el altar de muertos de la familia Pérez Rodríguez. Porque esperan su regreso.
* Marcela Del Muro es colaboradora del proyecto www.adondevanlosdesaparecidos.org Es periodista mexicana freelance basada en San Luis Potosí. Su visión se centra en temas de derechos humanos, violencia de género, desaparición y crisis ambiental.
Periodista freelance con base en San Luis Potosí. Le gusta escuchar historias y trata de preservarlas, por eso es periodista. Su visión se centra en la cobertura de temas de derechos humanos, migración, desaparición, violencia de género y crisis ambiental.
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