En Estados Unidos porque no tiene papeles, en México, porque no tiene dinero. Marcos, un migrante mexicano cruzó la frontera de ida y vuelta para encontrar una posibilidad de vida, primero en un trabajo, después en un trasplante de riñón.
Texto: Daniela Suárez
Fotos: Especial
CALIFORNIA, ESTADOS UNIDOS.- Marcos llegó sano a los Estados Unidos. Desde entonces, y con sus poco más de dos décadas de vida antes de la insuficiencia renal, parecía que este mexiquense de Villa Nicolás Romero ya lo había vivido todo. Después, en el 2008, el epicentro de su mundo se desplazó al catéter que llevaba en el pecho. Esa vía era activada tres veces a la semana para expulsar las toxinas que se acumulaban en su cuerpo para, una y otra vez, darle a luz a través de la hemodiálisis.
Han pasado 12 años y desde hace semanas un pariente de Marcos hace circular un GoFundMe a su nombre, pidiendo apoyo económico. Se trata de una cantidad realmente modesta que, sin embargo, no se alcanza a reunir. El mensaje es breve: acabo de recibir un trasplante de riñón y necesito su ayuda en lo que vuelvo a trabajar. Dios se los pague. Muchísimas gracias. No revela más. No hay drama, no hay lágrimas, no hay victimismo. No hay frontera, ni desierto, ni racismo, ni negligencia, ni pandemia, ni listas de espera. Solo está Marcos, con la mitad de la cara detrás del cubrebocas en una foto de baja resolución.
Los rituales que se implantaron en la vida de Marcos con el diagnóstico de insuficiencia renal pusieron su mundo de cabeza. Pero los pies de Marcos estaban acostumbrados a apenas tocar la tierra y, con la urgencia que había caracterizado casi todos sus movimientos durante los últimos años, fue tejiendo nuevas rutinas sobre un suelo que es, para un inmigrante “sin papeles”, permanentemente movedizo.
Marcos siguió levantándose temprano para acudir al trabajo y consiguió que no lo echaran cuando sus necesidades se volvieron inconvenientes para el gerente del supermercado en el que trabajaba. Pero las horas y los días se iban encogiendo entre citas médicas y sesiones de cuatro horas para que un dializador hiciera por su cuerpo lo que solemos dar por sentado. La jornada laboral se hacía dura, y las cajas de 50 libras pesaban ahora poco menos que la mitad de él. Al llegar los fines de semana el regateo de sal, de líquidos y de proteína hacía que se antojaran menos las cumbias y los planes. Y de repente, otra roca: la lista de espera para trasplantes suele ser de unos 10 años, pero las personas indocumentadas, le dijeron, “no califican”.
Las listas, con su cotidiana ubicuidad, guardan una organización que se acepta como lógica y neutral. Así que Álvarez anteceda a López obedecería simplemente al orden alfabético. Pero al ordenar también se clasifica, se recorta, se excluye y se contiene. En Estados Unidos, el lugar que una persona ocupa en una lista de espera para recibir un trasplante de riñón, por ejemplo, sigue una serie de parámetros determinados por la United Network for Organ Sharing (Red unida para compartir órganos), que se resumen en una calificación, un score, dado a cada candidato a receptor. Ese número toma en cuenta factores como la edad, el tiempo que una persona ha recibido diálisis, si es diabético o no y si ha tenido otro trasplante. En resumen, se calcula cuánto habrá de sobrevivir una persona después de recibir el órgano.
En la actualidad, en Estados Unidos hay más de 93.000 personas en la lista de espera para un trasplante de riñón. Las personas indocumentadas pueden donar órganos y, en teoría, también recibirlos. Pero, como es sabido, el sistema de sanidad privada estadounidense es sumamente costoso y, por consiguiente, inaccesible para amplios sectores de la población.
Una persona como Marcos, joven y sin otros problemas de salud, pero sin papeles, puede recibir el seguro médico público de emergencia para dializarse en algunas partes del país, pero difícilmente el seguro total que, al cubrir los gastos del trasplante, garantiza un lugar en esa sala de espera que dura entre 5 y 10 años. Es así que los órganos de una persona sin papeles pueden salvar la vida a otra, aunque esa misma persona difícilmente entraría a la lista si necesitara un trasplante.
La lógica le sugirió a Marcos que si el problema era no ser “residente legal” de EE. UU., en México, donde sería ciudadano en pleno derecho, tendría acceso a lo que en la nación al norte del Río Bravo le era negado.
Por eso volvió a su país a finales del 2008 y por eso él y su madre recorrieron a pie, en autobús, en combi y en bicicleta el antes llamado Distrito Federal, tocando puertas en “los hospitales más grandes y los hospitales más chicos” de la Ciudad de México, para conseguir el tratamiento adecuado y entrar en una lista de espera para recibir un trasplante renal en uno de los 63 centros médicos autorizados para realizarlos en esa ciudad.
Si en Estados Unidos parecía imposible inscribirse en la lista por falta de papeles, en México el tratamiento de diálisis resultaba difícil de solventar sin contar con un seguro médico público o privado. Marcos recuerda la tarde en que un médico lo hizo entrar a un cuarto muy pequeño en el que atendían a pacientes renales de “unos 10, 12 o 14 años, con los ojos muy rojos”, visiblemente enfermos y, dice Marcos con la voz hecha un puño, “con la piel muy morena”. El doctor le preguntó: “¿Tú quieres estar ahí sentado como ellos? ¿Sabes para qué volviste de California? Yo te lo voy a decir: nomás para dejarte morir. Míralos. Aquí no es como allá”.
Ese mismo médico le explicó que un trasplante de riñón en México costaría no menos de 450 mil pesos, una cifra que para Marcos, que ingresaba unos 4 mil pesos a la semana vendiendo joyería hecha a mano, era imposible de conseguir. La realidad le saltó a la cara: “No contábamos con el dinero, con que en tu propio país el dinero tiene que ir adelante del enfermo”.
Los 3 mil 500 dólares con los que Marcos llegó a México pronto se esfumaron. Después de intentarlo sin éxito por la vía pública, tuvo que pagar mil 500 pesos por cada sesión de hemodiálisis en una clínica privada. Durante mes y medio pudo hacerlo tres veces por semana y, después, por falta de recursos, una vez cada siete días. Y se notaba: “Si yo caminaba una cuadra me empezaba a agitar, luego luego sentía los pulmones llenos de agua”. Además, dice Marcos, se enteró de que tendría que pagar 5 mil pesos por sus medicamentos y ahí, dice, “llegué a mi límite. Se me empezó a cerrar el mundo. Trabajaba mucho y lo que ganaba no me alcanzaba. Algunos amigos me ayudaban pero estaba cada vez peor de salud”.
La lista también quedaba cada vez más lejos. Para entrar, tenía que ser derechohabiente del Instituto Mexicano del Seguro Social y, para serlo, era necesario trabajar para alguna empresa que lo afiliara. En su condición, dice Marcos, “quién me iba a dar trabajo allá”.
Marcos ya había cruzado una vez y, de nuevo, su brújula apuntó hacia el Norte.
— ¿No te daba miedo volver a cruzar [hacia Estados Unidos]? — le pregunto.
— Mira, la verdad así como yo estaba yo solo pensaba: lo voy a intentar. Si me muero, por lo menos lo intenté. Mi meta era llegar, como fuera.
Cuando Marcos inició el viaje tenía quince días sin dializarse. Tras una breve estancia en Hermosillo, el tránsito por el desierto se prolongó más de lo esperado, pero las reglas seguían siendo las mismas: “El coyote me dijo: aquí la ley del desierto es el que camina avanza y el que no, se queda”. Sin agua, Marcos cruzó sediento, con el cuerpo lleno de líquido. Mientras él dormía, el guía, un muchacho de unos 16 años, desapareció. Marcos lo dice en voz baja, como para no despertar un duelo dormido: “Caminé por muchas horas. Quería que me agarrara la migra, la verdad pensé que me iba a morir”. Cuando lo rescataron, ya del otro lado de la frontera, tenía el rostro deformado y el cuerpo hinchado y cubierto de rasguños y picaduras. Lo llevaron a un hospital donde recibió “cuatro diálisis seguidas para”, recuerda Marcos, “llegar otra vez al punto seco”.
Al volver a Sacramento, Marcos tuvo que recuperarse y “empezar otra vez”. Pero, dice, se cansaba de escuchar siempre lo mismo: “la lista es para los que tienen papeles, para los que tienen seguro”. Marcos volvió a mover las fichas y se mudó al Sur de California. Ahí la coordinadora de una empresa privada proveedora de diálisis, le dijo que sí, que con ellos sí entraría a “la lista”. “¿Cómo?”, preguntó Marcos. “Lo único que necesitas es ser nuestro cliente y recibir tu diálisis de nosotros”, respondieron. No era la primera vez que un representante de un clínica dializadora le prometía un lugar a cambio de que él obtuviera sus servicios.
Cuando Marcos insistía en busca de más información, ellos simplemente “miraban para el otro lado”. Un dato: según cifras del Sistema de datos sobre enfermedades renales en Estados Unidos, anualmente el gobierno cubre gastos por más de 114 mil millones de dólares por padecimientos renales. La mayor parte de ese dinero paga costos de diálisis en centros privados, a los que sí pueden acudir las personas indocumentadas, aunque esté demostrado que es menos costoso trasplantar al paciente.
California es uno de los estados donde desde hace poco, y en ciertos casos, algunos inmigrantes indocumentados pueden obtener un seguro médico público, como Medi-Cal. Uno de esos posibles escenarios es, por ejemplo, que la persona no tenga una orden de deportación en su contra y que su cónyuge sea un residente regularizado. Marcos lo supo por casualidad en febrero de este año, cuando acompañó a su esposa a hacer un trámite. Ese día conoció a una trabajadora social, “un ángel” que hablaba español y que se interesó en su caso. Ella lo puso en contacto con una coordinadora de trasplantes del hospital de la University of Southern California, que después de gestionar una entrevista y varias pruebas médicas, logró, por fin, que el nombre de Marcos se escribiera en la lista de espera de trasplantes para pacientes renales.
“Después de tanto que pasé”, dice Marcos, “en tres meses la vida me cambió. Es como un sueño todo lo que ahorita estoy pasando”. Tras más de 12 años, a sus casi 34, Marcos siente que la vida le está dando una “segunda oportunidad”. Y no es para menos. En la lista y fuera de ella siguen miles de personas sin papeles (6 mil 500 según cifras de los Institutos Nacionales de la Salud) viviendo con insuficiencia renal, quizás recorriendo el camino que los lleve a la lista.
Que California reconozca a los inmigrantes como un órgano indispensable para mantener vivo el cuerpo de la nación se traduce en políticas que amplían los derechos de ese sector de la población, como en el caso de Marcos. A veces parecería, sin embargo, que el país avanza a un paso demasiado lento -y a veces en la dirección opuesta—cuando se trata de reconocer al inmigrante como parte integral de su tejido social, económico y cultural.
En Texas, por ejemplo, una persona indocumentada no puede optar a recibir un órgano donado -pero sí los donan—. Esta “sentencia de muerte”, como la llama James Ford Trotter, director del Centro de Trasplantes del Baylor University Medical Center en Dallas, TX, también puede caer en el 17% de la población del estado que no cuenta con seguro médico. Mientras los segundos tendrían la posibilidad hipotética de endeudarse (otro laberinto), los segundos no.
El 21 de abril de este año, a las 5 de la tarde, Marcos recibió la llamada. Esa misma noche tuvo la que sería su última sesión de diálisis. No podía llevar compañía al hospital ni recibir visitas, como medida preventiva por la pandemia. Al contarlo se acerca a la cámara. Su rostro llena el encuadre, acaso está a punto de revelar un secreto y por eso el agua limpia sus ojos: “Cuando ya me acosté para recibir el trasplante sentí un relax muy bonito. Como que ya todo había acabado. No me sentí solo”.
Marcos pasa su recuperación -y su cuarentena—en una habitación que alquila en la casa de un hombre que también recibió un trasplante. Sale solo lo estrictamente necesario porque toma inmunosupresores y, aunque se siente bien, sabe que está en el grupo de riesgo. Disfruta soñar con nuevos rituales, para prepararse para lo que sigue: “Ya era mi rutina, pero es muy lindo no tener que levantarse a ir a diálisis. Los días son más largos. Me siento bien, ¡hasta he subido de peso!”
Antes de colgar, hablamos brevemente sobre la campaña de recaudación a su nombre que, quizás por los tiempos que corren, quizás porque él no es dado a contar su historia, no tuvo mucho éxito.
— ¿Cómo solventas tus gastos?
— Algunas personas me han ayudado con lo que pueden. Por mi situación migratoria yo no puedo recibir desempleo, ni disability (seguro por incapacidad física) ni apoyos ni nada. Lo más seguro es que perdamos el carro y ya me urge trabajar. Como sea, estoy contento. Esto es como la lotería, y me cayó el premio mayor, el gordo es mío. Si ya pasé por tanto, yo sé que voy a poder pasar por esto.
Ahora Marcos escribe su nombre en nuevas listas: lo primero es recuperarse y buscar “un trabajo menos pesado”, algún día “arreglar papeles”, posiblemente formar una familia, “ser mejor persona” y, siempre, “valorarlo todo”. Es que Marcos lo sabe bien: una lista también es una franja y, para cruzarla, hay que recorrerla de orilla a orilla.
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