24 agosto, 2020
Mujeres de la tierra, mujeres de la periferia es un proyecto gastronómico con el que pobladoras de Milpa Alta que viven violencia doméstica buscan independizarse económicamente. Su plan: vender tamales, tortillas y tlacoyos con ingredientes cosechados en esta zona rural de la principal megalópolis mexicana para dejar a su agresor
Texto y fotos: María Ruiz
Griselda y Leticia trabajaron vendiendo paletas en una cooperativa de una escuela hasta que comenzó la pandemia y su empleador les dijo que no podía pagarles más. Al quedarse sin trabajo la violencia que viven en sus casas por parte de sus esposos aumentó. Ahora, junto a otras cuatro mujeres, buscan que con la venta de los productos que siembran en su tierra puedan independizarse económicamente y dejar a su agresores.
A Leticia su pareja le da 800 pesos semanales para los gastos de sus cuatro hijos, más los de ella y de él. Con eso tiene que resolver la compra de despensa y los gastos que surjan. A Leticia “le puede” no poder comprar fruta, cuenta que una de sus hijas abre el refrigerador una y otra vez porque se le antoja pero nunca encuentra. Sus hijos son su principal motor y también, a pesar de las violencias, una de las razones por las que sigue con su marido.
Con la pandemia ni siquiera tenían ese dinero porque ambos perdieron sus trabajos. Las discusiones aumentaron. Comenzaron a sentir estrés, ansiedad, enojo y una constante preocupación.
Durante el confinamiento para reducir los contagios de covid-19 se visibilizó en México otro de sus grandes problemas: la violencia a las mujeres. Tan solo en abril se atendieron a 29 mil 798 mujeres en los Centros de Atención Externa por casos de violencia, pertenecientes al Programa de Apoyo a las Instancias de Mujeres en las Entidades Federativas de la Secretaría de Bienestar.
Según datos de la Fiscalía General de Justicia de Ciudad de México, durante mayo se registraron 1, 550 casos de violencia familiar y cinco feminicidios; la Secretaría de las Mujeres compartió que al día se realizan 330 llamadas al 911 de mujeres que solicitan apoyo.
“Veo un plato con ensalada, un pescado, una sopa, un postre, aunque sea una gelatina, pero no. Te tienes que conformar con lo que hay. La otra vez vino una persona a vendernos sartenes y nos dijo, ustedes no se nutren, pero aquí no es así, es comer lo que haya. Si un huevo, un huevo. O un plato de frijoles, la cosa es llenarnos. Nosotros comemos solo dos veces al día”, cuenta Leticia.
El esposo de Leticia es albañil. Se quedó desempleado por tres meses y luego enfermó de covid-19. Lety tuvo que emplearse en un puesto de barbacoa los domingos, gracias a ese trabajo sobrevivieron. Su esposo logró salir de la enfermedad y encontró una obra, ahora viaja a San Lorenzo Tezonco, en la alcaldía de Iztpalapa, porque en Milpa Alta no hay trabajo.
A veces piensa que su esposo no es tan machista porque no la golpea, no es como su papá que golpea a su mamá (a sus 57 años) desde que tiene memoria, que violentó físicamente a ella y a sus hermanas con el pretexto de que estaba borracho… pero luego reconoce que sí lo es y que ejerce violencia económica.
“No necesariamente te tiene que golpear para ser violentada. Eso lo descubrí apenas”
Leticia
Leticia sueña con ser libre, con dejar de sentir el peso de todas las violencias que vive y siente que carga en su espalda.
Este proyecto nace de un grupo de mujeres que sueñan con ser libres. Griselda, Leticia, Chío, Alma, Juanita y Lupita conforman Mujeres de la tierra. Para este texto pidieron no poner sus nombres completos. Desde hace dos meses comenzaron con el proyecto gastronómico con el que reivindican la cocina y, de ser un espacio doméstico, la convierten en encuentro y resistencia.
En la cocina las mujeres del pueblo hablan entre ellas. Se cuentan sus problemas y pesares. Cuando cocinan juntas para las festividades, en esos encuentros, las mujeres conocen las violencias que viven las otras. Se encuentran, acompañan y reivindican el trabajo doméstico como una forma de liberación.
Juanita tiene una milpa. Ella es la que pone el maíz para las tortillas, los tamales, los tlacoyos. Alma pone de su nopalera para elaborar la tradicional receta de Milpa Alta de tamales de nopal. Estos llevan quesillo, chilito y nopales, sin masa. Los hacen de esa forma para recuperar las tradiciones del pueblo.
Juanita no pudo estar en la entrevista. Tanto a ella como a Lupe no las dejaron ir sus maridos quienes ejercen varios tipos de violencias contra ellas: psicológica, económica, física y sexual.
La enfermedad del nuevo coronavirus impulsó a estas mujeres a emprender. No sólo se quedaron sin trabajo, también se enfrentaron al confinamiento con sus agresores. Alma cuenta que las discusiones aumentaron por la presión de la falta de trabajo y el incremento de su renta. Su casero le aumentó 200 pesos a su renta de 600 pesos por una casa de cartón de un cuarto en el que vive con su esposo y sus dos hijos.
“Sí hay presión. Lo poquito que cae no alcanza, tenemos deudas. Me baja la autoestima, me dice palabras que me hacen sentir muy mal, me hace sentir muy insegura, me dice que sin él no voy a ser nada y que yo no valgo nada sin él”, cuenta Alma sobre las violencias que vive.
Con la pandemia, Alma y su esposo viajaron a Tacubaya para vender nopales de casa en casa. Al principio fue difícil, la gente les decía que no por miedo a los contagios, los gastos de transporte exprimían lo ganado y regresaban a casa con 200 pesos.
“Hubo más pleito y encerrados los dos en un cuarto, incrementaron por la falta de dinero”
Alma
Alma sueña con comprar un terreno para ella y sus hijos e independizarse de su agresor.
El marido de Gris es alcohólico. Su problema es tan grave que ya no trabaja. Gris vivió todo tipo de violencias.
“La última vez que me golpeó mi esposo mis hermanas me acompañaron a levantar un acta. No quería que lo metieran a la cárcel entonces metimos un papel para que haya un antecedente. Como fui a levantar mi acta con la cara morada luego, luego me atendieron e iba yo dos veces a la semana a recibir terapia. Eso me hizo abrir los ojos y ya cada vez que me levantaba la mano yo ya no me dejaba. Psicológicamente sí, me decía que la casa donde vivimos es de él, que cuando quisiera me podía correr, que yo no tengo nada… dicen que a veces duelen más las palabras que los golpes. Sí, he sufrido de todas las violencias pero, como dices, el conocer, que te expliquen, que una como mujer tiene valor, te ayuda mucho”, denuncia Gris.
Griselda cuenta que van al día. A veces tienen cien pesos para la comida y el desayuno de toda la familia. Son cinco, ella, su esposo y sus tres hijos. A veces tienen 200 pesos. Su esposo no la golpea más, ha logrado defenderse pero cuenta que siempre existe el riesgo. También quiere dejar a su agresor y sueña con que sus hijas nunca vivan las violencias que ella carga.
“Siento que a veces nos apegamos a las cosas materiales. Lo he querido dejar y me he ido a rentar pero la casa la hicimos con el esfuerzo de los dos y me he vuelto muy apegada, ¿cómo me voy a ir? Siento que quiero que sea para mis hijas para que no sufran lo que estoy viviendo, que me corren… me he vuelto muy apegada a las cosas materiales”, cuenta.
Al ver que los niños ya no iban a la escuela el esposo se refugió en el alcohol. Gris cuenta que se agarró más al vicio y que hubo momentos en el que no sabía qué hacer sola. Sintió preocupación por la falta de trabajo y comida. También hubo intentos de agresión física porque cuando toma es más violento.
Chío es la creadora de la idea, también se encarga de repartir los pedidos y tejer redes con otras mujeres fuera de Milpa Alta. Con 30 años de edad y una carrera de psicología, Rocío buscó descentralizar la lucha feminista y llevarla al espacio donde habita.
“Yo pensaba que estar participando en un proceso de lucha en un espacio universitario tenía sentido pero cuando llegaba aquí y veía toda la violencia ese sentido se perdía. Aquí suceden cosas tan importantes como las de allá y entendía que es un lugar en el cual se tiene que gestar algo, que la organización entre mujeres también se tenía que empezar a vivir. Poder reivindicar y luchar desde estos espacios”, comparte Chio.
Chío trabajó por muchos años como empleada del hohgar para pagar sus estudios. Con la pandemia y los paros perdió la mayoría de sus trabajos. Sólo se quedó con uno, en el que contaba con contrato, pero ahora busca trabajo como psicóloga y está apostando por Mujeres de la tierra.
“Yo quisiera que este proyectito sea conocido por mucha banda pa’ que nos apoyen a comprar la comidita que cocinamos rodeando el fogón (herencia de nuestras abuelas y ancestras que convoca a mujeres a platicarse y compartirse) pero también que sirva pa’ que otras mujeres en otras geografías se organicen. Surge bajo una necesidad de crear espacios de organización que abrazan a mujeres que viven violencia intrafamiliar y otro tipo de violencia, que a su vez busca, a través de la producción de alimentos saludables a base de maíz azul y nopal y que son cultivados por algunas compañeras que forma parte de la colectiva, este proyectito busca que cada mujer logre tener autonomía económica y tejer redes de apoyo, de acompañamiento para trabajar sus procesos emocionales, psicológicos y físicos de la violencia que han vivido”.
Chío sueña con que cada mujer que entre al colectivo se dé cuenta que la violencia no es normal. Y que las mujeres son dueñas de sus cuerpos, sentimientos, pensamientos y decisiones de vida. Que sus vidas no son únicamente el trabajo doméstico. Chío se encarga de repartir los productos dos días a la semana por diferentes estaciones de metro de Ciudad de México y también está buscando crear redes con otras mujeres que compartan conocimientos con las mujeres de Milpa Alta.
“Espero que Mujeres de la tierra abrace cada vez más a más mujeres que son campesinas, agricultoras, trabajadoras del hogar…mujeres que han vivido toda su vida entre limitaciones, injusticias, agresiones y violencias de todo tipo, que se convoquen y se encuentren en espacios como éste, con el cual llegamos tejidas y bordadas con hilos de muchos colores, de esa violencia que nos carcome como gusano por todos lados, también nos urdan los hilos de fuerza para poder para sanarnos y acompañarnos…para organizarnos” sueña Chio.
“Mujeres de la tierra, mujeres de la periferia” se ha vuelto un espacio de esperanza en el que convergen los sueños de sus integrantes:
“Yo tengo mucha fe de que esto nos haga reflexionar de que hay otra oportunidad. Que no es necesario estar con un hombre para tener ingresos, de no depender de un hombre siempre. Estamos aprendiendo a compartir ideas, a platicar, hasta a enojarnos porque también es parte de”, cuenta Leticia.
Gris ha aprendido de Chío que entre mujeres no se tienen que juzgar. Ven en el proyecto una forma de reflexionar sobre sus relaciones con sus parejas y también entre mujeres. El tener un espacio que sea parteaguas para cambiar la forma en la que se relacionan con otras y con ellas mismas. También se ha vuelto un espacio donde se dan cuenta de lo que son capaces de lograr.
“Me gusta saber que gano mi dinero, que es mío, que lo gano con mi esfuerzo. Mi sueño es echarle muchas ganas, tener en un lugar bien a mis niños” .
-Alma
Tratan de poner lo mejor de ellas y de su cocina, con maíz recién cortado y sin químicos. Esperan que a la gente les guste porque es un producto de campo y natural. Al que le dedican tiempo y corazón.
Esperan que el proyecto funcione, que puedan dejar a sus agresores. Sueñan con que el proyecto llegue a más mujeres. No saben si esto va a funcionar pero están decididas a salir de las violencias.
“Me gusta del proyecto sentirnos capaces de tener un futuro mejor. Sueño con el proyecto que no tengamos la necesidad de buscar un trabajo mal pagado y que crezca, que se unan otras mujeres que sufren violencia, ayudar a más y que veamos que todas somos mujeres guerreras, todas, sin importar si eres alta, chaparra, vamos por un mismo objetivo: un mejor futuro para nosotras y nuestros hijos”, comparte Gris.
Para pedidos, Mujeres de la Tierra pone a disposición su cuenta de Instagram: @mujer_esdelatierra.
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