22 junio, 2020
Las revueltas en Estados Unidos, desatadas por el asesinato de George Floyd a manos de la policía, buscan no sólo descarcelizar a la sociedad, sino el abolicionismo. Es decir, mirar la desigualdad ya no como un problema de “ley y orden”, sino de distribución de recursos. La lucha de Black Lives Matter abre una conversación de lo que se puede aprender en México
Texto: Sebastián López Vergara*
Fotos: Heriberto Paredes
El 26 de mayo miles de personas tomaron las calles de Minneapolis para protestar contra el asesinato de George Floyd a manos de un policía. Esa protesta incendió en otras en 750 ciudades de ese país y desde el gobierno se respondió con toques de queda y llamando a la Guardia Nacional para proteger recintos comerciales.
Pero las protestas no pararon: evolucionaron a la articulación de demandas locales en casi todo el país que intentan poner fin al racismo antinegro, el cual estructura la sociedad estadounidense. Estas demandas se resumen en la abolición de la policía y el financiamiento de programas de bienestar social.
¿Cómo explicar la masividad de estas protestas inéditas desde 1960, cuando hay más de 2 millones de casos de covid-19? ¿Qué relación existe entre la pandemia y las protestas contra el racismo y la brutalidad policial? ¿De dónde viene este nuevo movimiento antirracista que no pide mayor inclusión o diversidad sino abolición?
Este texto es un repaso de la criminalización y empobrecimiento de las personas negras en Estados Unidos, las promesas incumplidas desde la llegada de Barack Obama y la democracia posracial, y la lucha profunda que se juegan hoy las comunidades.
Black Lives Matter (“Las vidas negras importan”) emergió como consigna y movimiento político durante las protestas de agosto de 2014 contra el homicidio de Michael Brown, joven negro de 18 años, por parte de un policía. Desde Ferguson, Missouri a casi todos los 50 estados del país, BLM movilizó a miles de jóvenes de color (mayoritariamente negrxs, pero también latinxs, asiáticxs, e indígenas) y a una minoría de blancos en condenar la violencia policial contra de la población negra hasta la elección de Donald Trump.
La consigna y el movimiento evidenciaban los límites del imaginario político de la presidencia de Barack Obama y Joe Biden. La supuesta “democracia posracial” que prometía la elección del primer presidente negro en EEUU no se tradujo en igualdad y mayores oportunidades para la mayoría de los estadounidenses.
Por ejemplo, sólo durante 2016, el último año de Obama y Biden, 258 personas negras murieron a manos de la policía. Pero la vulnerabilidad de las poblaciones negras y de color en la democracia del norte no solamente era vivido en relación a la brutalidad policial.
El salvataje a la banca durante la crisis financiera del 2008 por parte del gobierno de Obama no incluyó a aquellas familias que fueron las víctimas de los créditos subprime, en su mayoría afroamericanas. Así, el 2010, casi medio millón de familias negras estaban en riesgo de ejecución de hipoteca y, para el 2014, más de 240 mil ya se encontraban en la calle. Según la académica Keeanga-Yamahtta Taylor, uno de los tantos efectos de la crisis financiera del 2008 significó en el colapso histórico de la propiedad inmobiliaria de la población negra. De hecho, si durante el 2007, los ingresos medios de una familia blanca en EEUU eran ocho veces más altos que los de una familia negra, para el 2013, esa diferencia se disparó a 11 veces, y desde entonces no ha bajado. En otras palabras, la democracia “posracial” de Obama intensificó el empobrecimiento de la calidad de vida de los afroamericanos en EEUU.
Así, durante el ciclo 2014-2016, Black Lives Matter logró recalcar la completa vulnerabilidad de las vidas negras (y por extensión, pero diferenciadamente, de las poblaciones de color) durante la presidencia que gustaba presentarse como la culminación armónica de la álgida historia de relaciones raciales. Ante la indignación de las muertes de Michael Brown, Trayvon Martin y muchxs otrxs, BLM emergió de redes y organizaciones locales encabezadas por mujeres negras, queer, y trans que ya tenían experiencia en denunciar y combatir la brutalidad policial, en desfinanciar cárceles públicas e impedir su futura construcción, además de reconstruir comunidades negras impactadas por el desempleo y la falta de recursos.
Y, aunque BLM logró movilizar a miles de estadounidenses y crear nuevas redes políticas, este movimiento fue vilificado inmediatamente. La mayoría de la población durante ese periodo respondía a BLM diciendo que “todas las vidas importaban,” no sólo las negras. Tanto aquellos que votaron por Obama como quienes se oponían a él expresaban que quienes se movilizaban por la importancia de las vidas negras eran violentistas y terroristas. De hecho, hasta el mismo Obama estimó que BLM no podía “solamente seguir gritando” y debía madurar.
Eventualmente, el ciclo de protestas decayó al mismo tiempo que Donald Trump ganaba espacio en la política institucional estadounidense. Pero BLM no desapareció. Por el contrario, muchas de aquellas organizaciones siguieron haciendo trabajo político local a través de Movement for Black Lives (Movimiento por las vidas negras) en el que buscaban influir en políticas públicas para desmilitarizar y desfinanciar a la policía, y reinvertir fondos públicos en las comunidades más vulnerables del país. Es posible, entonces, ver cómo el ciclo de 2014-16 configuró las redes políticas que hoy le dan fuerza a la revuelta antirracial y abolicionista en EEUU.
La cientista política Cathy Cohen explica que hay que tener en cuenta cuatro elementos, por lo menos, para contextualizar la masividad de las protestas en las calles de más de 750 ciudades de Estados Unidos.
Primero, para la última semana de mayo, había 40 millones de personas cesantes en EEUU producto de covid-19. O sea, el desempleo se halla cerca del 20%. Y muchos de esos 40 millones de desempleados difícilmente podrán volver a conseguir un trabajo estable en una economía que cada vez depende más de contratos informales y temporales.
El salvavidas que la administración de Trump dio a los millones de cesantes fue un bono único de $1.200 dólares que, en ciudades como Nueva York, Los Ángeles, o San Francisco, no alcanza ni a cubrir la mitad del arriendo de un mes. En contraste, la tesorería ofreció un fondo de entre $200 y 300 billones de dólares para grandes y pequeñas empresas, y $100 billones para la industria aeronáutica.
Segundo, y conforme a los datos del American Public Media Research Lab, la mortalidad de la población afroamericana producto del virus es casi tres veces más alta que la de los blancos (61.6 muertes por cada 100 mil en contraste con un 26.2 muertes de blancos-americanos por cada 100 mil. A la población negra, le siguen los pueblos indígenas del norte, con 36.0 por cada 100 mil).
En este sentido, si la violencia policial ya vulneraba desproporcionadamente la vida cotidiana de la población negra, la pandemia exacerbó la precaridad de las vidas negras en EEUU a tal punto que las vidas negras parecen ser prescindibles para la democracia del norte durante una crisis de salud.
El tercer elemento, según Cohen, es la creciente frustración sobre los límites de la estrategia electoral del progresismo liberal, particularmente del “poder electoral negro”. Tal como ocurrió con Obama, los municipios con alcaldes demócratas progresistas, tanto negros como de otras minorías étnicas y sexuales, no han logrado cumplir con sus programas de campañas de justicia social. Un caso ejemplar es la primera alcaldesa negra y lesbiana de Chicago Lori Lightfoot, quien, durante su primer año, negoció el nuevo contrato de los profesores públicos en un espíritu de austeridad y no de redistribución económica. Este enfrentamiento la dejó muy mal parada. Por lo mismo, no es coincidencia que durante la primera semana de protestas después del asesinato de Floyd, Lightfoot llamó a la Guardia Nacional para proteger “a las comunidades de los protestantes violentos”. La retórica y práctica política de los progresistas liberales no se diferenciaba tanto de los republicanos como Trump a la hora de responder a las masivas protestas en contra de la brutalidad policial y el racismo.
Finalmente, es innegable que el nuevo ciclo de protestas le debe mucho al trabajo político que maduró con las protestas de 2014-2016 bajo la consigna Black Lives Matter y que continuó en muchas otras plataformas locales, han comentado Cathy Cohen y Keeanga-Yamahtta Taylor en varios medios.
BLM efectivamente cuestionó y ayudó a cambiar cómo la población estadounidense entiende el funcionamiento de la policía y de las instituciones de “la ley y el orden” en la sociedad. También BLM ha logrado destrabar la discusión sobre raza y racismo de una perspectiva que sólo se centra en el identitarismo y el prejuicio individual. Tal como las Panteras Negras en los 60, BLM ha propuesto entender el racismo como la vulneración sistemática de las posibilidades de vida que particulares grupos enfrentan en el desigual acceso a recursos económicos, políticos y sociales.
De esta manera, BLM ha logrado convencer a millones de personas en EEUU, tanto blancos como comunidades de color, que las vidas negras sí importan. Ahí radica la espontánea masividad y el carácter multirracial de las protestas contra el asesinato de George Floyd.
Inicialmente, la rabia que llevó a cientos de miles a la calle en plena cuarentena a fines de mayo pedía “Justicia para George Floyd” y todxs aquellxs acribilladxs por la policía puesto que, comúnmente, los policías homicidas nunca reciben penas judiciales más allá de ser puestos en suspensión administrativa o despedidos para luego ser contratados en otras ciudades.
Pero, con el pasar de los días, las protestas se convirtieron en revuelta. Una de las más claras expresiones de querer cambiar el orden político tanto de liberales demócratas como conservadores republicanos es la propuesta de desfinanciamiento de la policía y las fuerzas represivas. Y no es casual que esta sea una de las propuestas políticas que se levantan con más fuerza en esta revuelta desde los mismos movimientos, organizaciones y protestantes en la calle.
Una mirada a la historia reciente de los Estados Unidos, como lo ha propuesto Taylor, muestra cómo la respuesta política de las élites a la desigualdad racial y económica llevó a una mayor criminalización de las poblaciones más vulnerables por medio de un alto gasto policial y el encarcelamiento de negros, latinos y blancos pobres desde mediados de 1990 hasta ahora. De hecho, la respuesta de los demócratas a otra revuelta racial (la de Los Ángeles de 1992 que emergió frente al linchamiento de Rodney King por parte de LAPD) inauguró la agudización de la opresión y desigualdad racial que hoy explota con dos reformas legales durante la presidencia de Bill Clinton.
Una fue la “Ley de control a los crímenes violentos” de 1994, propuesta por el ahora candidato presidencial Joe Biden. Esta ley ha sido identificada por muchos activistas y estudiosos como la reforma judicial que le dio luz verde al encarcelamiento masivo y al incremento en un 450% en la construcción de cárceles sólo en el estado de California.
Los efectos son claros: a pesar de representar sólo el 5% de la población mundial, EEUU tiene casi el 25% de la población carcelaria global. La población carcelaria, de hecho, ha crecido en un 700% desde 1970, con un total de 2.3 millones de personas privadas de libertad (esto sin contar a migrantes en centros de detención o en proceso de deportación).
Y la dinámica racial exacerba quiénes pasarán parte de sus vidas en la cárcel: uno de cada tres jóvenes negros puede terminar tras las rejas. En el caso de los latinos, uno de cada seis. En contraste, uno de cada 17 jóvenes blancos puede terminar en la cárcel.
La otra ley introducida durante la presidencia de Bill Clinton fue la reforma al sistema de bienestar en 1996. Clinton la presentó como un cambio a la manera en que la sociedad piensa el bienestar. Y Biden, un fiel defensor de la reforma, calificó la ley como un remplazo del “bienestar con la cultura del trabajo. La cultura de la dependencia tiene que ser reemplazada con la cultura de la autosuficiencia y la responsabilidad personal.”
Así el bienestar diseñado en los noventas e intensificado hasta el día de hoy devino en desigualdad social y represión policial. Porque, por un lado, mientras era más difícil poder acceder a bonos y beneficios durante períodos de contracción financiera, tales como dinero en efectivo de emergencia o cajas de alimentos, los gastos en “fuerzas de ley y orden” subieron, por otro lado, a tal punto que hoy la policía de Los Ángeles tiene un presupuesto municipal anual de $1.9 billones de dólares y la policía de Nueva York, un total de $10.9 billones de dólares anuales. De hecho, no es casual que el 25 de mayo del 2020, George Floyd se encontró en la necesidad de ocupar un billete falso de 20 dólares para poder comprar un poco de comida en una tienda de esquina ya que había perdido su trabajo de guardia de seguridad al comienzo de la pandemia.
De esta manera, la propuesta de desfinanciamiento policial ataca centralmente la política pública de las élites políticas y económicas estadounidenses. Esta propuesta política socializa masivamente las discusiones de distintos colectivos abolicionistas que han intentado suspender la construcción de cárceles y de servicios carcelarios en todo Estados Unidos y apostar por la reconstrucción de comunidades afectadas por el encarcelamiento masivo, el desempleo, la violencia racial y de género, y las drogas.
Sólo en Los Ángeles, el colectivo Justice LA logró cancelar la construcción de una cárcel de mujeres nueva y reapropiar los fondos que iban a una cárcel siquiátrica para un hospital para la salud mental, entre otras victorias sólo el 2019.
A través del activismo en comunidades impactadas por el encarcelamiento masivo, la violencia, y la desigualdad social, racial y de género, el abolicionismo busca influir en políticas públicas y proyectos políticos que no solamente prohíban la construcción de prisiones.
El abolicionismo intenta cambiar las condiciones sociales que proponen a la cárcel como la solución a problemas de desigualdad social. O, como lo ha explicitado la activista y geógrafa Ruth Wilson Gilmore en múltiples publicaciones, el abolicionismo busca deshacer la manera de pensar y hacer cosas que ve en las prisiones y el castigo las soluciones para todo tipo de problemas sociales, económicos, políticos, interpersonales y de conducta.
El abolicionismo no es simplemente descarcelarizar la sociedad o poner a “los criminales” en la calle. Por el contrario, es reorganizar la manera en que vivimos nuestras vidas en la sociedad de tal manera en que la desigualdad social no es un problema de “ley y orden”, pero de distribución de recursos económicos, políticos, sociales, sicológicos, y culturales. Por lo mismo, es un activismo muy concreto y no abstracto.
Ante el llamado a desfinanciar la policía, las élites han optado por más de lo mismo: decir que estos oficiales policiales son la excepción, y que se debe incrementar el presupuesto policial para continuar con programas de reentrenamiento contra los prejuicios y las micro-agresiones al cuerpo policial.
Sin embargo, se comienza a ver una apertura política a nivel local. Por ejemplo, el consejo municipal de Minneapolis votó mayoritariamente, y con poder de veto, abolir la actual organización de la policía de la ciudad. Durante un proceso que durará un año y que será discutido con las comunidades, el consejo municipal diseñará un nuevo departamento policial que no criminalice ni ataque a los ciudadanos y cuyo presupuesto no sea superior a ningún proyecto de bienestar social.
En el resto de las ciudades, aún no se sabe hacia dónde irá la revuelta. Pero la calle, por mientras, sigue álgida y clara: desfinanciar la represión policial, invertir en comunidades y acabar con el racismo.
*Sebastián López Vergara es profesor en el programa de educación superior tras las rejas University Beyond Bars. En IG @solopezv
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