8 junio, 2020
El estallido racial en Estados Unidos debe entenderse como parte de la corrosiva crisis de desigualdad agravada por el coronavirus. Los afroamericanos -y los hispanos- son los que de forma desproporcionada están sufriendo la pandemia de covid-19
Por Pedro Rodríguez / IPS Noticias
MADRID, ESPAÑA.- En la monumental sede de los Archivos Nacionales en Washington se pueden visitar algunas de las más trascendentales reliquias de la historia de Estados Unidos.
Entre esa colección de documentos fundacionales del sueño americano destaca la Declaración de Independencia, encargada teóricamente a un comité parlamentario pero redactada en su mayor parte por el tan genial como contradictorio Thomas Jefferson de Virginia, quien más tarde se convertiría en el tercer presidente de la joven república americana.
El texto, ratificado por el Segundo Congreso Continental el 4 de julio de 1776, sirve para múltiples propósitos: memorial de agravios contra el colonialismo inglés, alegato contra la tiranía y proclama revolucionaria. No es la Constitución de 1787.
Se trata más bien de una declaración de principios democráticos pero sin resultados garantizados: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Estas incumplidas promesas, tan originales como engañosas al venir desde el minuto cero acompañadas de la tolerada lacra de la esclavitud, ayudan a explicar el cúmulo de frustraciones preexistentes a las violentas protestas repetidas en decenas de ciudades de Estados Unidos desde hace más de una semana.
Los disturbios, en una coyuntura tan crítica para Estados Unidos, no tienen solamente que ver con la muerte en particular del afroamericano George Floyd después de que un agente blanco, al detenerle el pasado 25 de mayo en Minneapolis por supuestamente utilizar un billete falso de 20 dólares para comprar cigarrillos, le aplastase el cuello durante 8 minutos y 46 segundos.
El peor estallido racial sufrido por el gigante americano en 50 años puede entenderse también como la consecuencia inevitable de una profunda y dolorosa crisis de desigualdad.
La esclavitud es conocida como el pecado original de Estados Unidos en una saga de sufrimiento que comenzó hace 400 años. En agosto de 1619, un barco holandés desembarcó en la colonia inglesa de Virginia a más de veinte africanos cautivos. América todavía no era América pero no se puede entender a Estados Unidos sin los 250 años de esclavitud que siguieron a ese primer desembarco en Jamestown junto al consiguiente supremacismo blanco.
Adam Smith en The Wealth of Nations identificó la llegada de los europeos al Nuevo Mundo a partir de 1492 como uno de los mayores eventos en la historia de la humanidad.
El genio liberal escocés tenía claro que el llamado “descubrimiento” de América había producido enormes beneficios, sobre todo para las potencias coloniales de Europa, y también enormes perjuicios e injusticias para otros pueblos sin Estado.
Especialmente para los nativos americanos y para millones de africanos, la conquista de América supuso el descenso hacia el infierno de la esclavitud.
El profesor Eric Foner, en su elocuente manual de historia americana Give me Liberty, explica que entre 1492 y 1820 más de diez millones de hombres, mujeres y niños procedentes de África cruzaron el Atlántico con destino al Nuevo Mundo, la gran mayoría como esclavos.
En Estados Unidos, donde la esclavitud marcaría desde antes de la independencia diferencias difíciles de reconciliar entre el Norte y el Sur, toda esta mano de obra cautiva fue empleada sobre todo en el especulativo cultivo de algodón. Para 1860, en vísperas de la guerra civil americana, el valor de todos los esclavos en Estados Unidos era superior al valor combinado de todos los ferrocarriles, factorías y bancos de la nación.
En este proceso, la esclavitud se integró en el diseño político de Estados Unidos. Para ganarse el respaldo de los futuros Estados sureños, con grandes plantaciones e incontables esclavos para su cultivo, de la Declaración de Independencia tuvo que desaparecer la acusación de que la monarquía británica había impuesto la lacra de la esclavitud a sus colonias americanas.
Y para sacar adelante la Constitución de 1787 se utilizó el Three-Fifths Compromise. A efectos del censo federal, un esclavo sería contabilizado como las tres quintas partes de un hombre libre, lo que garantizaba el peso específico dentro de la Unión de la miserable demografía de los Estados.
A pesar de todos estos intentos de proteger y mantener esta tragedia descrita en términos moralistas como el defecto de nacimiento de Estados Unidos, la esclavitud llevó a la secesión de los Estados del Sur en 1861. Y el pecado original tuvo que ser expiado a través de una brutal guerra civil que costó la vida a un 2,5 por ciento de la población americana, en torno a un millón de víctimas mortales.
Al final del destructivo conflicto, se aprobaron las enmiendas XIII, XIV y XV de la Constitución de Estados Unidos. Estas reformas se concentraron en la abolición de la esclavitud, ciudadanía y derechos políticos para los esclavos. Una rectificación sin compensación alguna que, sobre todo en el Sur, relegó a los afroamericanos a una posición marginal.
Esa histórica desigualdad fue el foco de la lucha por los derechos civiles a mediados del siglo XX y pese a los avances logrados todavía lastra a la sociedad americana.
Como ha argumentado Annette Gordon-Reed, profesora de Historia de Harvard, el fenómeno de la esclavitud no se puede desligar de la supremacía blanca:
“La esclavitud en los Estados Unidos creó un grupo definido y reconocible de personas y las colocó fuera de la sociedad. Y a diferencia de la servidumbre por contrato de los inmigrantes europeos a América del Norte, la esclavitud era una condición hereditaria. Como resultado, la esclavitud americana estaba inexorablemente ligada al dominio de los blancos. Incluso las personas de ascendencia africana que fueron liberadas por una u otra razón sufrieron bajo el peso de la supremacía blanca que la esclavitud basada en la raza arraigó en la sociedad estadounidense”.
Una de las imágenes más sobrecogedoras de la pandemia de coronavirus se registró el pasado mes de abril en la ciudad de Nueva York. Se trataba de una fosa común excavada en la isla de Hart, un enclave del Bronx utilizado para dar sepultura a los cuerpos no reclamados por nadie en las desbordadas morgues de la Gran Manzana.
Estas tareas de sepultura tradicionalmente las realizan presos de la cercana prisión de Rikers. Y estadísticamente, los afroamericanos tienen muchas más probabilidades de terminar en la isla de Hart como enterradores o enterrados.
El estallido racial en Estados Unidos debe entenderse como parte de la corrosiva crisis de desigualdad agravada por la pandemia de coronavirus. Los afroamericanos (y también los hispanos) son los que de forma desproporcionada están sufriendo la pandemia de la covid-19.
Ya sea en su condición de víctimas del virus o damnificados de la subsecuente crisis económica.
De acuerdo con The Economist, aunque los guetos contra los que luchaba Martin Luther King en los sesenta ya no existen como tales, Estados Unidos se mantiene profundamente segregada tanto por la clase como por la raza a pesar de ser un país fundado con las mejores intenciones igualitarias.
No hay indicador social –desde fracaso escolar hasta desempleo– en el que los negros de Estados Unidos no salgan claramente perdiendo. De todos los frentes de esta desigualdad, el económico es el más doloroso y fácil de cuantificar.
Según ha recalculado The Financial Times, en la era posterior a la Segunda Guerra Mundial, los niveles de desempleo de los afroamericanos han sido típicamente el doble del paro registrado entre los americanos blancos.
Con todo, durante los últimos 10 años se han materializado algunos progresos en la reducción de la brecha gracias al casi pleno empleo en la economía de Estados Unidos que precedió al estallido de la covid-19.
El gran problema de los afroamericanos es que la crisis del coronavirus ha fraccionado la fuerza laboral de Estados Unidos, y también de otras economías avanzadas, en tres grupos: los que han perdido sus trabajos o al menos alguna parte de sus ingresos; los que son considerados trabajadores “esenciales” que deben seguir trabajando durante la crisis (con riesgo para su propia salud); o los que son teletrabajadores del conocimiento virtual cuyas vidas apenas se han visto afectadas. Los afroamericanos han caído desproporcionadamente entre los dos primeros grupos.
Como recuerda el consejo editorial del Financial Times al diseccionar las dos Américas de George Floyd, la población negra de Estados Unidos se lleva con diferencia la peor parte de la pandemia:
“Si bien se han enfrentado a pérdidas de empleo sin precedentes, también ha estado en la primera línea de la crisis como trabajadores esenciales, a menudo en empleos inseguros o mal pagados. Han estado más expuestos al virus, ya sea a través del trabajo o por vulnerabilidades de salud, ya que las personas que no tienen acceso a una atención sanitaria de calidad, a una nutrición o a una buena vivienda corren un mayor riesgo. Como resultado, los afroamericanos han sufrido tasas de infección y mortalidad superiores a la media”.
Por su parte, la televisión pública de Estados Unidos, PBS, ha publicado dos listas para ilustrar hasta qué punto los afroamericanos tan victimizados por abusos policiales no están adecuadamente representadas en las diferentes instituciones del gobierno americano:
Estos son los nombres de los diez hombres y mujeres de color que resultaron muertos en Estados Unidos durante los últimos meses en circunstancias más que cuestionables al cruzarse con la Policía.
Esta es la lista de todos los hombres y mujeres de color que han ocupado un escaño en el exclusivo Senado de Estados Unidos. Solamente diez en toda su historia.
En términos de diversidad en la política de Estados Unidos, los afroamericanos tienen un problema de adecuada representación:
Durante el actual brote de protestas y disturbios contagiados a más de un centenar de ciudades americanas, además del grito I can’t breathe, la otra consigna más repetida es Hands up, don’t shoot (manos arriba, no disparen).
De esta forma se intenta llamar la atención sobre el número anormalmente elevado de muertos en enfrentamientos con policías de Estados Unidos (1.099 personas el año pasado). En particular de afroamericanos, que tienen tres veces más probabilidades que los blancos de morir a causa de acciones policiales.
Cuando se consiguen formalizar cargos contra los agentes implicados en estos casos, los procesamientos que terminan en veredictos de culpabilidad y condenas de prisión son excepcionales.
En el capítulo de las muertes por disparos de policías, información que el Washington Post rastrea cuidadosamente desde 2015, 235 personas de raza negra fueron disparadas hasta la muerte el año pasado por agentes de la autoridad en Estados Unidos. Cifra que representa un 23,5 por ciento de todas las muertes a manos de policías, casi el doble del porcentaje de la población estadounidense que es negra.
El problema de la brutalidad policial contra afroamericanos, además, no es una cuestión necesariamente partidista.
Según recuerda The Economist: “Los disturbios raciales han estallado en ciudades dirigidas, como Minneapolis, tanto por los demócratas como por los republicanos. Black Lives Matter despegó mientras Barack Obama era presidente.
Los departamentos de Policía operan en gran medida de forma autónoma, lo que dificulta una reforma concertada. Abordar las causas fundamentales del encarcelamiento desproporcionado de negros es aún más difícil”.
Durante la primavera de 1970 –uno de los momentos en la historia de Estados Unidos de mayor fractura social por la guerra de Vietnam– se hizo necesario improvisar una barricada con decenas de autobuses municipales en torno a la Casa Blanca.
El Servicio Secreto, encargado de la seguridad del entonces presidente Richard Nixon, intentaba evitar un asalto de manifestantes y otra tragedia como la que había costado la vida a cuatro estudiantes en el campus universitario de Kent State. Toda la Policía local estaba desplegada en el centro de Washington, con refuerzos militares de la 82 División Aerotransportada.
Apenas tres generaciones después, la insurgencia parece que vuelve a campar por sus respetos en la capital federal. Aunque esta vez el ímpetu explosivo emanaría más bien de la Casa Blanca.
En sus tres años como presidente de Estados Unidos, Donald Trump ha confirmado con creces su vocación de agitador-en-jefe. Dentro de su interesado fomento de toda clase de tensiones y divisiones, Trump ha jugado con fuego instrumentalizando de forma implícita y explicita el problema racial americano.
Al demostrar que no hacía falta ser inclusivo para ganar la Casa Blanca, su ganadora estrategia del Make America White Again (hacer Estados Unidos blanco de nuevo) que tanto sintoniza con el “nacionalismo blanco” ha terminado por contar con la silenciosa complicidad del Partido Republicano.
En política, el caos suele llevar al fracaso. Sin embargo, en la Casa Blanca de Trump la anarquía ha formado parte desde el primer minuto de su forma de hacer política.
Apelando a los peores instintos, y con la excusa del ajuste de cuentas contra las élites del nacionalpopulismo, Trump ha alimentado constantemente una guerra civil cultural a través de provocaciones más propias de un pirómano político que del presidente de una de las naciones con mayor diversidad racial del mundo.
Por supuesto, Donald Trump no es el primer ocupante del despacho oval que ha intentado politizar el problema racial de Estados Unidos.
Aunque la gran diferencia es que sus antecesores lo hicieron siempre con una mezcla de vergüenza y discreción. En este sentido, el trumpismo no se molesta en guardar las formas, olvidándose de la brújula moral requerida para alinear poder y valores.
Descrédito internacional, violencia extrema, sobredosis de miedo e incertidumbre, retroceso económico, polarización política, protestas raciales y populismo desatado.
Por el principio de que la historia no se repite pero a veces rima bastante, la misma descripción a brocha gorda de Estados Unidos en 2020 se puede aplicar a 1968, el año que realmente nunca ha terminado para el gigante americano y que se ha convertido en la última fuente de inspiración electoral para Donald Trump.
Durante esta semana especialmente trágica, el ocupante a veces del despacho oval y otras del búnker de la Casa Blanca –según el nivel de bronca en torno al número 1.600 de la Avenida Pensilvania– ha demostrado su contumaz coherencia a la hora de anteponer intereses personales a los intereses nacionales.
En su último paroxismo populista, ante la intensidad del estallido racial sin comparación desde el asesinato de Martin Luther King, no ha dudado en autoproclamarse como el candidato de la ley y el orden, amenazando literalmente con la Biblia y el despliegue de tropas federales.
Para disimular su gestión de la pandemia, Trump ha copiado a Richard Nixon en su victoriosa campaña de 1968. Durante aquel memorable pulso presidencial, que transformó y fracturó para siempre la política americana, Nixon entendió que cuanto más violentos fueran los enfrentamientos raciales en Estados Unidos, y peores las noticias provenientes de Vietnam, mayores serían sus posibilidades de llegar a la Casa Blanca.
Además de inventarse y jugar con “mayorías silenciosas” y “estrategias sureñas”, Richard Nixon también contó con la maléfica perspicacia de un joven asesor llamado Kevin Philipps que le hizo saber que “el gran secreto” de la política americana no era otro que identificar quién odia a quién.
Con esas armas, y el cortejo a una minoría suficiente para ganar un segundo mandato, Trump también intenta utilizar el mismo secreto odioso que hizo posible Nixonlandia.
Este artículo se publicó originalmente en IPS Noticias. Lo reproducimos con su autorización.
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