Ocho años en el mar. Documentando el encierro de agua. Aprendí a convivir intensamente con mi hijo y su padre, durante semanas, meses, y años, encerrados en un espacio pequeño. Y me di cuenta, que había desarrollado una gran capacidad de tolerancia y paciencia, aprendí a disfrutar los pequeños detalles…
Texto y fotos: Theda Acha
Instagram: @thedaacha
Hace ocho años que vivo en un barco de vela de 12 metros de largo por seis de ancho, con mi hijo de seis años y su padre. Con la ayuda del viento navegué cincuenta mil millas náuticas; más de la vuelta al mundo, visité cuarenta países y cientos de islas en cuatro continentes.
Me acostumbré al ritmo y sonido de las olas, como si fuera una música que nunca se acaba. Navegué con fuertes vientos, temporales, lluvias y grandes olas que sacudían el barco. Sufro de mareos insoportables, que trato de sobrellevar con todo tipo de pastillas, tés y parches. Pero nunca han funcionado. Lo único que puedo hacer es acostarme en mi cabina, y esperar a que llegue la calma.
Dejé todo por amor, mi casa, familia, amigos, trabajo. Todo para vivir un sueño, que nunca fue el mío. Por amor fui capaz de hacer muchas cosas nuevas.
Aprendí a navegar, me adapté a una nueva vida, a vivir en un espacio pequeño con pocas cosas, sin grandes lujos materiales, aprendí a convivir con mi pareja las veinticuatro horas; sin tirarnos por la borda pues dependíamos el uno del otro, aprendí a comer lo que encontrábamos, a limpiar y cocinar la pesca del día, a las quemaduras de sol y manchas en la cara, al olor a sal y mar en mi piel, a la humedad en mi pelo y ropa, a tener los pies hinchados por el calor, y andar descalza todo el día, a las picaduras de mosquitos, al frío de invierno que cala los huesos, al cansancio cuando navegas varios días, a los delfines que saltan en la proa, al miedo ante la inmensidad del mar, a las noches negras sin luna, a estar solos en silencio, a racionar el agua potable, a ver cangrejos en el lavabo, a no tener un trabajo remunerado, a estar desconectados del mundo, a disfrutar y respetar la naturaleza, a los peces voladores que aterrizan en cubierta, a no salir del barco durante semanas, a no poder correr, a inventar juegos para entretener a mi hijo, a no tener a mis padres, hermana y amigos cerca, a la soledad. Pero sobre todo, aprendí a convivir intensamente con mi hijo y su padre, durante semanas, meses, y años, encerrados en un espacio pequeño. Y me di cuenta, que había desarrollado una gran capacidad de tolerancia y paciencia, que antes eran impensables.
Todos estos años, desde que soltamos amarras en 2011, he documentado fotográficamente mi vida a bordo y en tierra. También hice algunas series de retratos de navegantes en el Mediterráneo, tatuados en Polinesia, y mujeres trans en Tahiti.
La mayoría de mis fotos son un diario visual de mi vida cotidiana, de una manera libre e íntima. Cuando navegábamos, a veces no podía salir a cubierta porque el barco se movía mucho, y las olas mojarían mi cámara. Así que empecé a hacer autorretratos. Nunca antes lo había hecho, al estar encerrada paso más tiempo conmigo, me ha servido para expresar mis estados de ánimo y no tenerle miedo a mi propia imagen.
Cuando nació mi hijo, seguí experimentando con el autorretrato y esta vez lo incluía a él. Documenté su proceso de crecimiento en el barco, y la relación natural que tiene con el mar. Es un niño de espíritu libre, que ha entendido que el mundo es más amplio que el vecindario de una ciudad.
La vida en el mar y los períodos de encierro me cambiaron, ya no soy la misma. He aprendido a valorar pequeñas cosas, que ahora me hacen feliz.
Ahora vivimos en Tahití. El coronavirus llegó a la isla en vuelos de Francia y Estados Unidos. Hay 55 casos confirmados, no ha habido muertos, pero solo existe un hospital para atender muchas de las islas de la Polinesia Francesa. Si se propaga sería una catástrofe. Nosotros decidimos autoconfinarnos una semana antes de que el gobierno lo decretara, porque el tercer caso de coronavirus de toda Polinesia era un trabajador del club de buceo que está cerca de nuestro barco.
Llevamos treinta y un días, en nuestra casa flotante, encerrados al aire libre. Al menos podemos nadar, pero esta vez no estamos cruzando un océano, quizás ya hubiéramos llegado a Australia.
La experiencia de encierro es parecida. Pero el destino, para nosotros y muchas personas en el mundo, es incierto y preocupante, solo espero llegar a tierra pronto.
Papeete, Tahiti. Abril, 2020
Theda Acha
Fotógrafa y navegante. Viví 20 años en México, nacionalizada Mexicana. Fui editora de foto para diversas revistas y editoriales. Hago retrato documental, me interesan las historias inspiradoras en las diferentes culturas. Dejé mi vida en tierra para irme a navegar en un barco de vela por el mundo. Ahora vivo en Tahití con mi familia y estoy preparando mi libro “mi vida en el mar”, un diario visual.
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