Amor interdicto

22 noviembre, 2019

Uno de los cinco mitos fundacionales que se repiten en casi todas las culturas es el amor romántico. La primera reacción tal vez sea pensar que esa emoción de montaña rusa, del amor que no puede ser, no tiene par en cuanto a intensidad. Pero, ¿por qué es así?

@lydicar 

Dice la antropóloga Rita Segato que hay cinco mitos fundacionales que se repiten en casi todas las culturas de manera universal. Uno de estos mitos es el amor romántico, casi siempre bajo la forma de amor interdicto, prohibido [piénsese: Romeo y Julieta]. 

Es decir, casi todas las culturas –y no sólo la occidental– tienen esta figura del apasionamiento  imposible. La primera reacción tal vez sea pensar que esa emoción de montaña rusa (o ruleta rusa, según nos haya ido en la feria) no tiene par en cuanto a intensidad. Un amor sensato y dulce jamás tendrá colores tan vívidos como el amor que no puede ser, aquel que termina antes de tiempo.

Pero, ¿por qué es así?

En algunas culturas, el amor interdicto o imposible es tal que incluso está prohibido casarse con alguien de quien uno está enamorado. Porque se privilegia la máxima de hacer un enlace sólido, que resista el tiempo. Y esta no es la característica de la pasión.

Ya incluso le dijo el padre Lorenzo a Romeo:

El gozo violento tiene un fin violento

y muere en su éxtasis como fuego y pólvora,

que, al unirse, estallan. La más dulce miel

empalaga de pura delicia

y, al probarla, mata el apetito.

Modera tu amor y durará largo tiempo:

el muy rápido llega tarde como el lento.

Amor y matrimonio no van juntos. Amor y cuidar a las crías tampoco.

En las costas de Malabar, en Kerala, las niñas de la tribu Nerala pasaban por un matrimonio sagrado antes de llegar a la adolescencia. A cada una se le elegía un chico, futuro “esposo” de su propio rango social y subtribu. Algunos textos señalan que las uniones las elegía el astrólogo del pueblo. Todos los chicos eran “casados” en una ceremonia. El chico colgaba en el cuello de la novia un talismán.

Y después no se volvían a ver.

Después de su matrimonio ritual (simbólico y presente ese sí, en todas las culturas: el paso de la niñez a la adolescencia y por ende a la vida sexual), la joven tenía “visitantes”. Compañeros sexuales más o menos fijos o esporádicos. Los hijos eran casta materna.

Algunos autores aseguran que hasta la fecha, los celos son algo poco frecuente en esa región. 

El matrimonio es una  alianza para asegurar la descendencia y el futuro, para realizar intercambio y paso de nutrientes. El amor y el matrimonio no son lo mismo. 

Pero, ¿por qué en occidente, particularmente, el amor apasionado es necesariamente interdicto?

Quizá una luz echen los primeros párrafos de La vorágine, novela magistral del colombiano José Eustasio Rivera.  

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.

Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En vano mis brazos —tediosos de libertad— se tendieron ante muchas mujeres implorando para ellos una cadena. Nadie adivinaba mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón.

Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones, esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó casarse conmigo en aquellos días en que sus parientes fraguaron la conspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me denunció los planes arteros. Yo moriré sola, decía: mi desgracia se opone a tu porvenir.

Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una noche, en su escondite, resueltamente: «¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor».

¡Y huimos!

* * *

Aquella noche, la primera de Casanare, tuve por confidente al insomnio.

Al través de la gasa del mosquitero, en los cielos ilímites, veía parpadear las estrellas. Los follajes de las palmeras que nos daban abrigo enmudecían sobre nosotros. Un silencio infinito flotaba en el ámbito, azulando la transparencia del aire. Al lado de mi «chinchorro», en su angosto catrecillo de viaje, Alicia dormía con agitada respiración.

Mi ánima atribulada tuvo entonces reflexiones agobiadoras: ¿Qué has hecho de tu propio destino? ¿Qué de esta jovencita que inmolas a tus pasiones? ¿Y tus sueños de gloria, y tus ansias de triunfos y tus primicias de celebridad? ¡Insensato! El lazo que a las mujeres te une, lo anuda el hastío. Por orgullo pueril te engañaste a sabiendas, atribuyéndole a esta criatura lo que en ninguna otra descubriste jamás, y ya sabías que el ideal no se busca; lo lleva uno consigo mismo. Saciado el antojo, ¿qué mérito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste? Porque el alma de Alicia no te ha pertenecido nunca, y aunque ahora recibas el calor de su sangre y sientas su respiro cerca de tu hombro, te hallas, espiritualmente, tan lejos de ella como de la constelación taciturna que ya se inclina sobre el horizonte.

En aquel momento me sentí pusilánime. No era que mi energía desmayara ante la responsabilidad de mis actos, sino que empezaba a invadirme el fastidio de la manceba. Poco empeño hubiera sido el poseerla, aun a trueque de las mayores locuras; pero ¿después de las locuras y de la posesión?…

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia…

Lo ganó la violencia…

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“Ya supérenlo”


Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).

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