Después de los 8 mil kilómetros de campaña que hizo el general Álvaro Obregón, su mano -mutilada en la guerra- deambuló en al menos un prostíbulo, un monumento y diversas correrías del México posrevolucionario
“El manco de Celaya”, como se le conoce a Álvaro Obregón, en realidad perdió su brazo derecho en Santa Ana del Conde, en el municipio de León, Guanajuato.
En el sitio donde fue mutilado el general de la división del Noroeste hay un olvidado monumento; los pobladores viven una amnesia revolucionaria y el casco de la hacienda donde Obregón dirigió su campaña fue convertido en un seminario religioso.
Obregón eligió Santa Ana del Conde para enfrentar las tropas de Francisco Villa. La idea del sonorense era atraer las fuerzas villistas que se encontraban en la cabecera municipal de León, además de las zonas serranas. De ahí continuaría la llamada Batalla de Celaya, en 1915.
Villa, siempre impetuoso y pasando por alto las recomendaciones de su militar más preparado, Felipe Ángeles, decidió acceder a la batalla en los campos de cultivo del Bajío.
Las personalidades de Villa y Obregón eran opuestas. Villa adoptó el vértigo del arrojo como técnica de guerra; el duranguense confiaba en la brutal carga de caballería de sus hombres. Obregón era un frío estratega que prefería la seducción de sus contrincantes para dar el último tiro en el contraataque.
En su libro «8 mil kilómetros de campaña», Obregón reconoció la mortífera carga de Villa: “en ninguna de las campañas en que me he encontrado presencié una carga de caballería tan brutalmente dada como la de los villistas ese día. Bastaba decir que lo nutrido del fuego duró, aproximadamente, cinco minutos, y quedaron en el campo más de 300 muertos”.
Pero en Santa Ana del Conde, Obregón logró replegar a las fuerzas villistas que bajaban como endemoniadas de la serranía cercana y tenían la mejor artillería, a cargo de Miguel Saavedra. La técnica obregonista consistió era esperar desde trincheras y cargar contra la caballada.
El 3 de junio de 1915, ya cuando Villa llevaba las de perder, Obregón sufrió en carne propia los embates de guerra, escribió así la pérdida de su brazo:
“Faltaban unos veinticinco metros para llegar a las trincheras, cuando en los momentos en que atravesábamos un pequeño patio situado entre ellas y el casco de la hacienda, sentimos entre nosotros la súbita explosión de una granada, que a todos nos derribó por tierra. Antes de darme exacta cuenta de lo ocurrido me incorporé, y entonces pude ver que me faltaba el brazo derecho, y sentía dolores agudísimos en el costado, lo que hacía suponerlo desgarrado también por la metralla. El desangramiento era tan abundante, que tuve desde luego la seguridad de que prolongar aquella situación en lo que a mí se refería era completamente inútil, y con ello sólo conseguiría una agonía prolongada y angustiosa, dando a mis compañeros un espectáculo doloroso. Impulsado por tales consideraciones, tomé con la mano que me quedaba la pequeña pistola ‘Savage’ que llevaba al cinto, y la disparé sobre mi sien izquierda, pretendiendo consumar la obra que la metralla no había terminado; pero mi propósito se frustró debido a que el arma no tenía tiro en la recámara”.
De una forma extraña, el doctor que realizó la amputación de la mano se lo ofreció a uno de los colaboradores de Obregón y éste se la entregó a su jefe manco. El sonorense rechazó el ofrecimiento diciendo: “haga con ella lo que le plazca”. Pero la mano estaba lejos de encontrar la paz.
El propio Obregón bromeaba sobre las pillerías de que lo acusaban. Decía que, para encontrar su mano, uno de sus soldados sacó una moneda de oro y, al sentir la vecindad del dinero, la mano se desenterró para ir a tomarla.
Villa fue asesinado por Obregón y el presidente Obregón sería asesinado por el católico José de León Toral. No deja de ser curioso que los diputados que invitaron a Obregón a la comida donde León Toral le tendió la trampa fueran guanajuatenses.
A Obregón lo enterraron en Huatabampo, Sonora, en 1928. Pero inexplicablemente, por aquella época la mano andaba en un burdel de la avenida Insurgentes, reposando en un frasco con formol. El general Francisco Roque Serrano reconoció la mano de su patrón y se la robó a una prostituta en un acto patriótico.
Serrano le entregó la mano a Aarón Sáenz, uno de los colaboradores más cercanos del sonorense y este convenció al presidente Lázaro Cárdenas para hacer un monumento a Álvaro Obregón, donde la mano quedara exhibida al público.
El tétrico espectáculo pudo ser visto por generaciones hasta que, en 1989, la mano fue incinerada y mandada a su natal Huatabampo, donde volvió a su general Álvaro Obregón.
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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