No podemos salvar al mundo sin cambiar los paradigmas del sistema de producción y consumo que nos dominan. Tal vez todavía podemos dejar de ver todo como una oportunidad para producir, consumir, competir, ser exitosos y “triunfar”
Twitter: @luoach
Crecí considerando a Estados Unidos un ideal en muchos aspectos. Era el país donde el periodismo había logrado la renuncia de un presidente, el experimento democrático del excepcionalismo americano, la tierra de oportunidades y libertades coordinadas en un federalismo funcional, la cultura de la repostería de pays y panqués, el lugar de donde venían tantas cosas que —en diferentes puntos de mi vida— admiré. Pero Estados Unidos, como probablemente todo lo que romantizamos era más fácil de idolatrar de lejos.
Mudarme a Nueva York me permitió entender la representación micro, individual y cotidiana de lo que es el capitalismo. En este país, el desperdicio toma otras dimensiones. Aquí la gente no guarda las sobras de la cena en un topper para comer al día siguiente, las tira; si una torre de vasos desechables toca —por un segundo— el piso, se van todos a la basura; cuando un electrodoméstico se descompone, no se manda a reparar, se reemplaza. Aquí lo que importa es trabajar (más que el de al lado), ganar dinero (más que los demás) para poder acumular (en mayor cantidad que otros) y consumir (más y mejores cosas que los de junto). Aquí se es productivo para compararse y quien gane es definido como exitoso. Ésa es la psique dominante.
Esta semana terminó un periodo de días de trabajo y discusión sobre cambio climático a nivel global. Fue la cumbre en la ONU, hubo marchas en ciudades de todo el mundo, protestas de miles de estudiantes y pláticas en universidades.
Una de esas pláticas sucedió el jueves pasado en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia donde se reunieron científicos y periodistas para hablar del reto que representa cubrir historias de cambio climático en este momento. El panel, impecable, incluía a un académico de medios, a una reportera de medio ambiente a nivel internacional y a un editor que dirige un think tank (guiño a Notimex) que combina esfuerzos de periodistas y científicos. Los moderaba una doctoranda que se especializa en cobertura climática.
Cada ponente, desde su experiencia, se centró en destacar la importancia de abordar las historias de cambio climático desde una perspectiva estructural. Me explico. La reportera propuso insertar al cambio climático como un personaje en las historias periodísticas, ya que afecta a todos de diferentes maneras, casi como si tuviera agencia propia. El editor del think tank destacó la importancia de analizar el cambio en los cuerpos de agua, bosques, incendios, desde una perspectiva histórica y comparar patrones de datos e imágenes satelitales. El académico resaltó que el cambio climático es un problema transversal, que agrava otros problemas sociales preexistentes: la gentrificación se acentúa ahora por motivos medioambientales; las inundaciones les afectan más a los más pobres; quienes tienen menos acceso a viviendas seguras son los históricamente discriminados, por nombrar algunos ejemplos.
Sobra decir que la plática fue enriquecedora y útil. Enlistaron recursos de datos históricos, se habló de la necesidad de combinar historias globales con énfasis en historias locales, se sugirió hacer equipo entre científicos y reporteros para narrar historias más precisas y más humanas. Todo iba bien… hasta que empezó la ronda de preguntas.
Primero habló un científico. En tono animoso, como para que no perdiéramos la esperanza, dijo que había muchas cosas que todavía podemos hacer para combatir este inminente apocalipsis global; que todavía podemos tomar medidas para ver al mundo triunfar. Así lo dijo: succeed, triunfar.
Después habló un comediante que se enfoca en el tema de cambio climático. (Sin duda, una de las mejores maneras para atraer atención a esta crisis). Él dijo que lo imperante, en este momento, es abordar el problema desde todos los frentes en simultáneo. No se puede combatir el cambio climático en etapas, explicó, todas las soluciones se deben implementar al mismo tiempo. Solo así, ahondó el cómico, podremos ganar. Ganar, dijo. We can still win.
Finalmente, tomó la palabra un reportero. Un hombre blanco, rubio, con saco y corbata, de unos 40 y pocos para hacer el obligado másqueunapreguntaesuncomentario. Con un aire de entre indignación y valentía dijo que él no pensaba comunicar las historias de cambio climático desde el miedo; él no se iba a doblegar. No, él iba a optar por contar las historias desde la visión de la oportunidad. No sé si nadie le dijo nada porque los gringos son muy políticamente correctos, pero todos habíamos pasado una hora escuchando cómo el cambio climático está afectando y seguirá afectando de manera desproporcionada a los más vulnerables. Entonces, efectivamente, ese hombre no tiene nada que temer. Claro que puede decidir contar las historias desde el ángulo que elija; que incidentalmente tampoco fue uno de proponer soluciones, sino del de la oportunidad.
Hasta ese momento creía que lo más difícil para detener la crisis de cambio climático era convencer a grandes empresarios de replantear su maneras de consumo, a jefes de Estado de aplicar impuestos al carbón, a dueños de industrias a contaminar menos. Pero ese día en la Escuela de Periodismo resultó evidente que el problema es previo. A riesgo de sonar demasiado ingenua, el problema empieza desde por qué somos; cómo nos planteamos nuestra existencia y para qué. No podemos salvar al mundo sin cambiar los paradigmas del sistema de producción y consumo que nos dominan.
En un bar de Harlem hablaba con un amigo sobre lo que nos caracteriza a los millennials como una generación melancólica y derrotista. Él decía que es la tecnología; haber crecido en un mundo donde no estábamos pegados a los aparatos electrónicos y las redes sociales nos hace nostálgicos. No haber conocido ese mundo les permite a la generación Z ser más propositivos. Yo coincidí, en que la tecnología es parte de la explicación, pero sólo es un síntoma, un reflejo. Para mí, los millennials somos así porque vivimos en un mundo donde no existía la tecnología, pero sobre todo, donde el sistema de producción y consumo capitalista seguía en expansión y todavía no alcanzábamos a ver lo desastroso que era, especialmente en materia de cambio climático.
¿Crees que así se sentían los romanos cuando terminaba su imperio?, me preguntó. No tuve respuesta porque no lo siento propio; no es mi país ni me siento parte del imperio, pero creo que definitivamente estamos presenciando el final de una era en la que Estados Unidos está perdiendo su lugar hegemónico en la política internacional. La elección de Donald Trump lo prueba; es consecuencia (no causa) de lo mismo. Ese cambio en la balanza geopolítica me da esperanza. Tal vez todavía podemos dejar de ver todo como una oportunidad para producir, consumir, competir, ser exitosos y “triunfar”. Tal vez aún tengamos algo de tiempo y capacidad de reacción para hacer algo por replantearnos por qué y cómo estamos en este mundo, y a medida que logremos descifrarlo, intentar –si queremos—salvar al planeta de nosotros mismos.
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Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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