Hay que cambiar la forma en la que entendemos la naturaleza y en la que se hacen e implementan las políticas con las que habitamos el mundo y con las que protegemos lo que queda de vida silvestre en él. Hay que emprender una tarea que será larga y no será fácil: la de mostrar a la gente cómo los valores mercantiles impuestos desde arriba nos llevan al suicidio colectivo
Tw: @eugeniofv
Si se le pregunta a cualquier persona si le importa la naturaleza es casi seguro que responderá que sí. Es muy raro encontrar a alguien que salga de ese consenso. El problema está en qué responde cuando se pasa a preguntas más específicas: ¿Qué entiende por naturaleza? ¿Qué le importa de ella? ¿Le importa más o menos que otras cosas? Esas respuestas varían mucho de grupo en grupo y rara vez se las pregunta. Un artículo recién publicado en la revista Nature y firmado entre otros por varias mexicanas, como Patricia Balvanera, David González Jiménez, Elena Lazos, Gabriela Arroyo Robles, Mariana Cantú, Victoria Contreras, Ana Sofía Monroy y Luciana Porter-Bolland analiza distintas formas de valuar y valorar la naturaleza, de integrar esos valores en las políticas públicas y de articular visiones del mundo y del futuro.
En un mismo paisaje coinciden no solamente colectivos con distintos valores, sino con distintas relaciones con la naturaleza. Las complejas interacciones entre agricultores sedentarios y pastores nómadas en algunas regiones del mundo ilustran cómo en un mismo ecosistema pueden coincidir —y a veces enfrentarse— gentes que usan distintos elementos de un mismo bioma y con visiones del mundo que no necesariamente son similares, y a veces ni siquiera compatibles. Esta situación se hace tanto más difícil cuanto más se aleja quien usa el recurso del sitio en el que se lo obtiene o cuando interviene desde lo lejos alguien que da gran valor a un solo elemento del ecosistema, por encima de lo que piensen los locales.
Por ejemplo, un consumidor de chocolates en Europa o de soya en México no suele dar mucho valor a la conservación de las selvas, los suelos o el agua de los países en África donde se cultiva el cacao para ese chocolate, o de la península de Yucatán o la selva amazónica donde se sembró la soya. De otro lado, si a la distancia se valora solamente un elemento del paisaje —digamos, la vida de los rinocerontes— y se ignora la compleja red de relaciones entre pueblos y naturaleza que hay en el lugar donde vive el unicornio de verdad entonces se impulsarán políticas de conservación unívocas, opresivas, que rompen equilibrios entre el ser humano y su entorno que habían permanecido ahí por miles de años.
Desde hace varias décadas gobiernos nacionales e instituciones internacionales han intentado corregir esta situación asignando valores monetarios y derechos de propiedad a la naturaleza. Esto no solamente ha mostrado ya sus enormes limitaciones, sino que además supone un atropello para quienes valoramos la naturaleza de otra manera. Por eso Balvanera, Lazos, Cantú y sus coautoras de todo el mundo llaman a confrontar esa visión de la naturaleza y a “reconocer e integrar los diversos valores de la naturaleza en la toma de decisiones política y económica que nutre la gestión ambiental”.
Urge, como señalan ellas mismas, “equilibrar estos valores basados en el mercado con valores relacionales, valuaciones intrínsecas y no mercantiles” de la naturaleza, que “son también parte fundamental de las razones por las que la naturaleza le importa a la gente”. Hay que ser conscientes, señalan también, de cómo los valores y valoraciones que se han impuesto hasta ahora están sostenidas en las relaciones de poder que marcan nuestras sociedades.
Hay que cambiar esas relaciones de poder. Hay que cambiar la forma en la que entendemos la naturaleza y en la que se hacen e implementan las políticas con las que habitamos el mundo y con las que protegemos lo que queda de vida silvestre en él. Hay que emprender una tarea que será larga y no será fácil: la de mostrar a la gente cómo los valores mercantiles impuestos desde arriba nos llevan al suicidio colectivo. Hay que convencer a la humanidad de que la belleza compartida por todos vale más que la destrucción del planeta para que se beneficien unos cuántos, de que podemos usar la biodiversidad sin acabar con ella si cambiamos nuestra idea de nosotros mismos. Hay que valorar la naturaleza como nos valoramos y valuamos a nosotros mismos: como algo que no se puede comprar y vender, y que vale mucho más que lo que el mercado pueda decir.
Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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