Son el rostro más crudo del abandono del Estado: mujeres indígenas y pobres, que buscan los restos de sus esposos, hermanos e hijos, con ramas y bolsas para el pan. Y los huesos salen de una tierra donde la impunidad rebasa cualquier límite. Porque en Chilapa nada detiene el espanto: ni los federales, ni el Ejército, ni la ONU. El desafío criminal es tan grande, que hasta las fosas ya descubiertas se vuelven a usar
Texto: José Ignacio De Alba.
Fotos: Arturo De Dios Palma.
Video: Prometeo Lucero.
CHILAPA DE ALVAREZ, GUERRERO.- “¡No chingues, vaca!”, gritó Bernardo Carreto cuando reconoció al hombre armado que estaba apostado en el camino de terracería. El tirador atinó el disparo en la cabeza de Carreto, quien perdió el control de su camioneta y terminó por volcarse en un desnivel. El cadáver del hombre regordete, moreno, casi lampiño, de mirada bizca, quedó sangrante en la pequeña milpa de maíz junto al camino.
José Díaz Navarro, líder del grupo de búsqueda de desaparecidos en Chilapa, narra esta historia en el mismo lugar donde ocurrió el asesinato hace apenas cinco meses, en diciembre de 2015. Una veintena de mujeres indígenas escucha atenta el relato, antes de depositar un ramo de gerberas blancas en el cenotafio de Bernardo Carreto.
El hombre fue asesinado cuando buscaba a sus hijos: Miguel, Juan y Víctor Carreto Cuevas. Nunca los encontró. Los jóvenes fueron desaparecidos de este pueblo de la Montaña Baja hace exactamente un año, cuando unos 300 hombres armados, encabezados por jefes ejidales de localidades aledañas, sitiaron la cabecera municipal durante seis días y se llevaron a quien quisieron.
Eso ocurrió en mayo de 2015. Aunque, en realidad, esta historia comenzó en julio de 2014, cuando los mismos armados entraron al pueblo en busca de un sicario local y armaron una balacera. Desde entonces, la violencia no mengua en esta región, a escasos 50 kilómetros de la capital del estado y por donde pasa la droga que se produce en La Montaña.
Hoy es 11 de mayo de 2016. El colectivo Siempre Vivos realiza la primera búsqueda de fosas clandestinas en el municipio. Luego de ir al lugar donde fue asesinado Carreto, los buscadores se encaminan hacia Tepozcuautla, donde vivía. La puerta de la casa está forzada y ahora, en lo que fue el hogar de la familia Carreto igual entra el aire que un perro hambriento.
Las mujeres del grupo entran a la choza, miran el reguero de granos de maíz que los animales dejaron en la sala y se tapan la nariz ante el olor de caca de perro que impregna los cuartos. Observan con curiosidad los cuadros donde aparece la familia Carreto: su boda, los nietos…
Abandonados sobre una mesa hay un manual de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y un compendio sobre derechos y protección a víctimas que de nada les sirvió.
En el rebozo, el bebé. En la mano, una bolsa con bolillos, por si amaga el hambre en el monte. Y en la otra, una pala para abrir hoyos en la tierra. Así buscan las mujeres de Chilapa a sus desaparecidos, mientras policías y militares las observan sin hacer nada.
Según el Coneval, organismo gubernamental dedicado a medir las políticas de desarrollo social, 8 de cada 10 personas que viven en Chilapa son pobres.
Y los buscadores de Chilapa lo son: un tercio de las 60 personas que forman el colectivo Siempre Vivos, son monolingües (hablan náhuatl), casi todas mujeres que visten con acateca y ropas regionales desgastadas y andan en huaraches rotos. Las que pudieron llegar a la cita de hoy, lo hicieron en transporte público; pero muchas no llegaron porque tenían que cuidar sus milpas, a sus hijos, o simplemente porque no tuvieron dinero.
A diferencia de otras búsquedas que han hecho familiares de desaparecidos en otras zonas del país, aquí la posibilidad que tienen de transportarse a los lugares donde creen que hay fosas clandestinas depende de que la policía ministerial les preste sus camionetas.
El líder del grupo, el que tiene coche, el que habla castellano y puede confrontar de tú-a-tú a las autoridades, es José Díaz Navarro, un profesor de secundaria que busca las cabezas de sus hermanos, secuestrados y asesinados en noviembre de 2014. Él es quien organiza la búsqueda, quien consigue las palas, la gasolina, la comida y hasta el agua para mitigar la sed en el monte. También gestiona la seguridad.
El Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón lo apoya con un par de traductoras. Y con la ayuda de buscadores del grupo de Iguala, los de Chilapa peinan un cerro en Tepehuixco donde hace más de un año, en enero de 2015, unos campesinos encontraron una cabeza humana envuelta en una bolsa de plástico y avisaron a la policía.
En las diligencias de esos días, la Fiscalía de Guerrero halló 11 cabezas humanas y 10 cuerpos en tumbas ilegales.
Los buscadores de Chilapa no lo saben aún. Pero ese descubrimiento es parte de la misma narrativa que asola el municipio desde hace años: la violencia y la impunidad.
Mario Vergara y Simón Carranza vienen del grupo Los Otros Desaparecidos, una agrupación que se formó espontáneamente después de la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Ellos fueron los precursores para buscar fosas en el estado y ahora enseñan a otros colectivos de todo el país a rastrear tumbas clandestinas.
Ahora, Mario y Simón, los “expertos”, dividen en dos al equipo de búsqueda en el ejido conocido como Loma Larga, a 20 minutos de la cabecera municipal de Chilapa, para agilizar la exploración. El color blanquecino de la tierra ayudará a encontrar con más facilidad los hoyos donde se hicieron excavaciones, asegura Simón.
Tiene razón. En menos de media hora el grupo halla un terreno hundido, y de un palazo, los buscadores dan con una bolsa. Simón abre el plástico negro para asegurarse que es un cuerpo. Y sí, de la tierra surge una cabeza que todavía tiene carne pegada al hueso. La testa queda asomada y el aire campirano se llena del hedor a cadáver. Los buscadores se cubren la nariz y se arremolinan alrededor del agujero con curiosidad. Adentro de la bolsa hay más restos humanos: pedazos de cabellera, una falange con un anillo. A menos de 100 metros, encuentran una segunda fosa con tres cuerpos más.
Mario Vergara, quien en poco más de un año se ha vuelto un profesional en búsquedas, aconseja a las señoras: “Agarren los huesos, para que se vayan familiarizando”.
Las mujeres buscan con ramitas en la tierra, encorvadas y atentas a no pisar huesos. Una de ellas, que ha observado con detenimiento los restos óseos recolectados por sus compañeras, resume con sabiduría: “Se ve que son huesos humanos, porque no son ni de pollo, ni de burro”.
Luego, las mujeres envuelven los restos en hojas de papel y los meten en una bolsa de plástico que antes fue utilizada para guardar bolillos.
“¿Quién los habrá dejado ahí solitos?”, dice con tristeza Gabriela, una de las buscadoras. Después de ver el cadáver putrefacto envuelto en plástico, la mujer no puede evitar pensar en su hijo, Bonifacio. “Ojalá esté con alguna muchacha”, murmura.
Los familiares acuerdan entregar los restos al ministerio público local y dan por terminado el primer día de búsqueda. Regresan a Chilapa con la única certeza de que el cadáver más reciente –de los cuatro cuerpos que encontraron hoy– usaba botas industriales y un cinturón piteado con formas de alacranes.
La búsqueda en Chilapa tiene una extraña peculiaridad: los cuerpos hallados están en las mismas fosas en las que hace más de un año la Fiscalía de Guerrero encontró restos humanos. Ahora, los trozos de piel pegados a la cabeza de la primera fosa indican que es un cadáver reciente. Que estas fosas fueron reutilizadas.
Los buscadores deciden dejar en resguardo del ministerio público sus hallazgos y los peritos de la Fiscalía de Guerrero comienzan a hacer el levantamiento de restos. Pero no resulta. En el segundo día de la búsqueda, regresan al lugar y ahí, en la misma fosa, encuentran restos de un cuero cabelludo.
El enojo reemplaza el horror y tristeza. “Esta es otra muestra de cómo actúan nuestras autoridades”, dice a las mujeres Mario Vergara.
Las sorpresas, sin embargo, no han terminado. Al bajar del monte, el grupo de buscadores recibe la noticia de que el director de Gobernación del municipio, Miguel Ángel Andraca, fue asesinado a tiros en un restaurante del centro, donde policías federales estaban de guardia.
Mario Vergara y José Díaz Navarro coincidieron en abril de este año en un taller para familiares de desaparecidos en la Ciudad de México organizado por Brigada Nacional de Búsqueda de Desaparecidos. Ahí, Vergara planteó algunos riesgos de rastrear fosas en los cerros, donde hay víboras venenosas o gatos monteses. En su turno, el profesor José Díaz respondió: “En Chilapa, de los únicos animales que tenemos que cuidarnos son los de dos patas que andan armados”.
Chilapa protagoniza desde hace años una guerra politico-criminal, donde dos bandas locales, Los Rojos y Los Ardillos pelean el control de la región amparadas por grupos políticos. Pero ni el gobierno estatal ni el gobierno federal hicieron caso a la violencia, estudiada e incluso documentada por el investigador de la Universidad de Albama, Chris Keyl, quien aseguró que la tasa de homicidios y desapariciones en el municipio es tan alta, que podría considerarse uno de los lugares más peligrosos del mundo… hasta que el sitio de mayo de 2015 les reventó en la cara.
Entonces, la ONU condenó el asesinato; el gobierno federal anunció que el Ejército realizaría las búsquedas; y el Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, se apersonó en el pueblo y prometió la instalación de un campo militar.
Un año después, lo único cierto es que los desaparecidos siguen sin aparecer. Los jefes ejidales que sitiaron el pueblo siguen libres, igual que el sicario al que supuestamente iban a capturar. La violencia no cede. Las mujeres han salido a buscar a sus desaparecidos con sus propios recursos. Los militares las acompañan, pero no buscan. Y la impunidad y el espanto reinan en el municipio: apenas el 7 de mayo, cuatro días antes de que iniciara la búsqueda, otra vez un grupo armado intentó tomar la cabecera municipal y los chilapenses vivieron momentos de terror cuando nueve helicópteros militares sobrevolaron el municipio.
Es el pan de cada día en este lugar.
Una pequeña luz en la historia: El día que fueron a la casa de Bernardo Carreto, las mujeres se escandalizaron al ver abandonados los santos, las veladoras sin fuego y las flores sin agua. Así que sacaron las estatuillas de sus nichos, envolvieron en sus rebozos las vírgenes y los crucifijos, y se los echaron al hombro.
Dos semanas después, uno de los buscadores cuenta que cuando la esposa de Bernardo Carreto supo que las señoras habían rescatado sus santitos, la mujer –que vive en el exilio y la pobreza– lloró de alegría.
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