El modus operandi de estas empresas es el mismo: te ofrecen empaquetar productos en casa, te piden dinero, y luego desaparecen o cambian de nombre. Operan así desde hace años. Esta es una historia de un fraude común en la Ciudad de México y que, cada día, cobra víctimas entre la población más vulnerada
Texto: Emmanuel Calderón Pastrana
Fotos: Alexis de la Cruz Rojas
CIUDAD DE MÉXICO.- Tal vez hayas visto algún anuncio como este pegado en un poste de luz (los hay por toda la ciudad): “Trabaja desde casa. Empacar y etiquetar promociones. Contratación inmediata. Tres mil pesos semanales. Informes solo por whatsapp”.
Con mala calidad de imprenta y sin nombre o autoría, estos anuncios son más comunes en las grandes avenidas. También son mucho más notorios para un sector vulnerable de la población: la gente desempleada que anda buscando un trabajo que le permita vivir dignamente.
Algunos pensarán, incluyéndome, que parece una buena oferta, que resulta cómodo trabajar en casa, que es el doble de lo que me pagaban en mi último trabajo y, sobre todo, que nada se pierde por mandar un mensaje. Fue por estas razones que el mes pasado caí en uno de los fraudes laborales más comunes de nuestra ciudad.
El jueves 17 de noviembre, justamente saliendo de una entrevista de trabajo que se derrumbó cuando me demandaron cortarme el cabello, vi uno de estos letreros sobre la Avenida Revolución. Genial, pensé. Si fuera religioso, creería que dios me dio una señal. Guardé el número. Noté que el contacto no tenía foto de perfil como los otros contactos empresariales que tengo guardados, pero no le di importancia.
Puse un mensaje: “¡Hola! Soy Emmanuel Calderón y me gustaría trabajar con ustedes”. Media hora más tarde tuve una respuesta en la forma de un mensaje incompleto y escrito como un formato para rellenar: “¡Hola! Soy la asistente de LUNA ESTRADA y te voy a brindar atención…”
Después de un breve intercambio agendé una cita para el viernes en la tarde. Queriendo agradecer la atención caí en cuenta que la asistente nunca mencionó su nombre, así que me limité a escribir: “Nos vemos mañana”.
El viernes llegué puntual a mi cita a un edificio multiusos en la colonia Roma con letreros de renta de oficinas. En la entrada me anoté con un guardia que claramente no conocía a la persona que buscaba, pero me dio acceso al mostrarle el mensaje de la cita. En el primer piso y con la misma mala calidad del anuncio que me había llevado hasta ahí, se leía “despacho 102”.
El lobby del “despacho” al que entré era un espacio de dos por dos metros con unas sillas plegables y una televisión transmitiendo una novela. Estaba repleto de gente que seguramente llegó por las mismas razones que yo. A espaldas de los afortunados que alcanzaron silla, una pared de vidrio con puerta nos separaba del resto de las instalaciones.
Tras esperar un poco, un muchacho abrió la puerta y me permitió el acceso verificando mi credencial electoral. Entré a un pasillo y en el primer cubículo —un triste cuartito con un escritorio y sin adornos, salvo el letrero de 102—, me estaba esperando una mujer con traje de vestir. Asumí que trataba con Luna Estrada y la saludé con ánimo de caerle bien:
— Buenas tardes, licenciada Estrada.
La mujer puso una cara de perplejidad que me hizo pensar que me había equivocado, pero no me corrigió.
— Buenas tardes, hablamos ayer por la tarde— respondió.
La entrevista fue breve. Me pidió copias de algunos documentos y me dijo que el lunes podría empezar a trabajar tomando una capacitación pagada de dos a ocho de la tarde toda la semana. Al preguntarle dónde firmar me aseguro que eso sería durante la capacitación.
Salí del recinto pensando en tres cosas: Que todas las empresas deberían pagar por sus capacitaciones; que tenía un bonito cuadro de Senegal (lo único agradable del lugar); y que la entrevistadora claramente no era la licenciada Estrada.
El lunes siguiente me dirigí puntual a la capacitación. En la entrada del edificio esperaba gente aún más puntual que mis 15 minutos de adelanto. Un muchacho de gorra estaba sentado en la única banca. Como yo no quería esperar bajo el sol, entré al edificio y, quizá por inercia, los demás me siguieron, lo cual fue bueno pues ahora sé que nadie les informaría que podían pasar. El guardia hizo ademanes desinteresados cuando intenté anotarme en su libreta, así que no me anoté y subí al “despacho”.
El mismo muchacho del jueves me dirigió a un cuarto amplio, con un gran pizarrón, una mesita de maestro, unas bocinas de fiesta y un baño al fondo. Distribuidas de la forma más miserable había 50 sillas plegables con la mitad ya ocupadas. Digo miserable porque todas estaban apretadas hacia la ventana dejando un tercio de la habitación desocupado. En ese espacio, un señor de unos 70 años que dijo llamarse Rodolfo estaba exponiendo algo que yo creí que era la capacitación.
En realidad, solo estaba dando una charla motivacional y pintando acertijos numéricos estilo test de IQ en el pizarrón. Al preguntarle si ya había iniciado la capacitación me dijo que no, que solo estaban haciendo tiempo en lo que llegaba “el director”. El muchacho me asignó mi lugar junto a la ventana, en pleno rayo de sol, así que maldiciendo al sol me concentré en resolver los rompecabezas.
Conforme pasaba el tiempo el salón se fue ocupando por personas que entraban con caras confundidas hasta que, repentinamente, entró un sujeto gordo y bajito, medio cojo de la pierna derecha, con peinado noventero estilo mullet, vestido de traje y traicionado por una torpeza desmedida en su intento de pasar desapercibido.
— Buenas tardes—, murmuró y se dirigió al frente, hacia la mesita de maestro. Yo le hice una seña con la mano cuando su mirada cruzo la mía, con la intención de comunicarle que “vengo en paz”. Pero mi mensaje no fue recibido, ya que inmediatamente el hombre alzó la voz y amargamente preguntó:
—¿Por qué no responden cuando los saludo?.
Entendí que había llegado “el director” antes de que empezara a presentarse.
— Soy Cesar Levy Hazan director de la empresa…
Mientras él hablaba, no pude evitar pensar que era el director de una empresa pequeña que prefiere dar él mismo las capacitaciones para ahorrarse un salario, pero antes de que pudiera seguir esa línea de razonamiento, el sujeto estaba demandando toda mi atención usando una táctica de acondicionamiento perfeccionada por las porristas del americano:
—¡Levante la mano con quién cuento!— dijo y levantó la mano. Por inercia, todos lo imitamos.
El hombre explicó que había estudiado psicología y que hacía eso con el afán de mantener la atención. A partir de ese momento, no pasarían más de 3 minutos sin que levantara la mano y gritara “¿con quién cuento?”
Lo primero que nos pidió fue mostrar nuestros documentos. Lo segundo escribir una nota (dictada por él) que tenía que ir firmada en el sobre de los documentos dando permiso para su uso y sin devolución. Después nos dio un resumen del programa de la capacitación. Duraría tres días en lugar de cinco. Al cuarto firmaríamos contrato y el viernes sería el primer pago. También mencionó que él sería el único filtro para la contratación y que lo primero que calificaría sería la puntualidad. Que a través de las cámaras de seguridad podía ver a la gente, por lo que reprochó al chico de la gorra sentarse en la banca en vez de subir de inmediato. Inmediatamente escribí en mi cuaderno una nota personal: determinar el número y la posición de las cámaras, pues no vi ninguna al entrar.
Después habló de nuestras funciones. Dijo que la empresa empaquetaba las promociones de los supermercados y las grandes tiendas y que también tenía campañas de reclutamiento para sus empresas aliadas.
—¿Cuál es el nombre de la empresa?—, preguntó una señora sentada en la primera fila. En ese momento me di cuenta de que no lo sabía. Ni el anuncio, ni los mensajes por whatsapp, ni las papeletas de declaración de derechos lo decían, y tampoco había logotipos colgados en las paredes.
El director puso la expresión de alguien al que algo le resulta incómodo, pero lo afronta con responsabilidad y explicó:
—Somos Prologistic, empresa dedicada a la capacitación, el mercado internacional y la manufactura. No la van a encontrar registrada así. El nombre verdadero de la empresa es el de la dueña…
Un buen trozo de ese día lo dedicó a validar a la empresa y a sí mismo. Aseguró que no es una empresa multinivel (donde cada jefe recibe un tajo de las ganancias de sus subordinados), tampoco de estructura piramidal (donde los empleados forman sus propios equipos de subordinados). El personaje que nos presentó estaba perfectamente ideado: un judío adinerado, valga el estereotipo, al que su herencia lo dejó dueño de joyerías y lleva trabajando 20 años con la dueña; licenciado en psicología y teología, su trabajo secundario es dar clases de universidad; empezó desde abajo, pese a sus joyas, y tuvo que ascender los rangos hasta llegar a director de la empresa y próximo dueño, pues es amigo íntimo de la dueña. Aunque es mexicano criado en Cuajimalpa, el ángulo nacionalista no está de más.
Desgraciadamente, al hablar tanto de sí mismo dejó expuestas algunas contradicciones de su extraordinaria historia. Por ejemplo, dónde entra, entre tanto éxito, estar capacitando a nuevos reclutas. Su respuesta a esto fue más sencilla: Lo hace porque le gusta.
Habló del salario que recibiríamos. Está basado, dijo, en el número de paquetes que puedas terminar en una semana (cada uno pagado en 2 mil pesos), y de las sanciones por no terminar, que van desde seis semanas hasta la baja definitiva, pues si un trabajador no cumple con su parte le puede costar a la empresa hasta 120 mil pesos. ¿Qué clase de empresa podría costearse eso? ¿Qué pasaría si fallan 10 de los 10 mil trabajadores de maquila que el señor Hazan asegura tener? Con un gusto renovado por el cubrebocas que ocultó la mueca de incredulidad que me asaltó, levanté la mano cuando preguntó: “¿Con quién cuento?”
El hombre aseguró que todo el proceso de capacitación sería gratuito y que el pago sería en efectivo. Luego explicó la logística del trabajo: El lunes, una camioneta llevará los paquetes a las casas y el viernes los recogerá. El pago será al momento. Mi sonrisa fue más grande al pensar en las camionetas repletas de billetes para pagar los sueldos por toda la ciudad, con un letrero en grande diciendo: “asáltame”. Pero no duró mucho mi gusto pues el joyero mencionó fugazmente algo de cubrir un trámite de aseguramiento y yo solo pude escuchar la palabra cuotas retumbar en la sala.
El día terminó con la promesa (que nunca se cumplió) de la información fiscal de la empresa, y con el franco desastre narrativo de asegurar que la empresa está registrada como persona física con actividad empresarial. Su comentario breve y desinteresado se perdió entre el cansancio y la retirada. Yo salí del lugar pensando que el interlocutor era muy desagradable, pero inofensivo. Estaba equivocado.
El segundo día de capacitación empezó igual que el primero. El hombre de la rutina cómica nos ocupó dictándonos una definición escasa de la palabra paradigma que interrumpía él mismo con un chiste o una aventura de reservas inagotables. A diferencia del primer día, Rodolfo no dejó la sala cuando llegó el director. Permaneció en la parte de atrás y su función se limitó a contar chistes y poner música.
Por su parte, César Levy Hazan, hijo rebelde de familia de contadores, llegó cargando paquetes de dulces y botanas que serían usadas para la “práctica”. Nos reclamó no haber levantado las sillas y ensuciar el piso. Ahí me quedó claro por qué le va tan bien: aparte de joyero, empresario y académico, también es intendente. Un trabajador ejemplar. Me reservé la certeza de que también barre y trapea el salón al terminar las capacitaciones.
El director lamentó que la sala tuviera menos gente (unas 10 personas menos que las 40 que iniciamos). Había en él un cambio de actitud. Atrás estaba el digno heredero y en su lugar había un negociante sin escrúpulos. La charla del día anterior buscaba legitimar; ésta buscaba que la gente se enfocara en el objetivo exclusivo de firmar un contrato.
Su primer punto fue que siempre es lo correcto hacer lo que más te beneficia, que solo alguien que piensa como niño haría lo que es tradición. Si no sales beneficiado no sirve. Puso un ejemplo personal: Su hija de 16 años vive como novia de un señor mayor bien adinerado y para él es una relación ejemplar porque todos salen beneficiados. Yo sólo espero que fuera un ejemplo inventado y que el hombre no tenga hijas.
El discurso iba de mal en peor: el sujeto mostró su gran admiración por Ricardo Salinas Pliego mientras garantizaba que el contrato nos lo darían en nuestras casas; habló de los “muy inteligentes” capataces explotadores de niños mineros; elogió a Carlos Slim por los servicios que brinda a sus trabajadores.
Luego habló de las áreas de trabajo de la empresa, que incluían el reclutamiento y la formación de células, que son las características principales de las empresas multinivel de estructura piramidal que el día anterior había asegurado que no eran. (En cierto sentido tenía razón: no hay una estructura piramidal porque en realidad no hay empresa). Describió el contrato como un milagro fiscal: de tiempo indefinido, libre de impuestos, heredable, extendible a un pariente y con seguro médico. Por primera vez mencionó el nombre de la dueña: Victoria Garza Mayer.
Finalmente llegó la “práctica”, que consistió en mostrar los paquetes de golosinas para explicarnos que eso es lo que haríamos. Entonces nos pidió una cuota de 350 pesos para cubrir el trámite de investigación con la empresa Mitofsky (dedicada a las encuestas por teléfono) garantizando que ese dinero se regresaría el viernes.
El día terminó con la explicación de la prueba de trabajo del día siguiente, una “prueba de actitud y de esfuerzo” sin ninguna relación con las habilidades necesarias para el trabajo ofrecido: la venta de 30 perfumes. Tendríamos todo un día para lograrlo y, al ser una prueba, no era necesario completarla al 100 por ciento. Iba creciendo en mí la certeza de fraude.
El tercer y último día inicio un poco diferente. En lugar de pasar al salón grande pasamos a uno evidentemente insuficiente para alojar a tanta gente. La actividad que nos encomendó el policía bueno (Rodolfo) fue llenar una papeleta con un cuestionario que preguntaba metas y objetivos para el resto del día. La última pregunta era decir cuántos perfumes debería vender para firmar el remarcable contrato. Yo pensé que se trataba de una pregunta truculenta, pues las ventas solo eran una prueba de actitud y nos habían aclarado que no era necesario completarla. Respondí que ninguna. En el resto del día, el director no cesó de reprochar mi respuesta, pues, dijo, la correcta era 30 perfumes.
Concluido el cuestionario nos pasaron individualmente al otro salón. Les entregué mis papeles y los 350 que, me reiteraron, regresarían el viernes. Yo le di el último adiós al capital antes de entrar al salón.
Cuando todos entramos y el “director” cerró la puerta, era de nuevo un hombre distinto al de los días anteriores. Hablaba con la intensidad de un predicador en Pare de sufrir; quería que nos superáramos a nosotros mismos logrando la contratación (que no fue inmediata, como lo anunciaron). Nos mostró unas bolsitas diminutas que serían nuestra primera encomiendo terminando la prueba y dijo que la dueña le había pedido personalmente que facilitara nuestra contratación, por lo que sólo tendríamos que vender siete perfumes.
En eso consistía la prueba de trabajo como empacador: en vender perfumes, cada uno con un costo de 800 pesos. La prueba se completaría al día siguiente a la hora de siempre y el requerimiento mínimo era de dos ventas. El director nos pidió hacer una lista de la gente a la que le venderíamos y evaluar cómo convencerlos.
El resto del día pasó muy lento, en parte porque ya tenía la confirmación de que se trataba de un fraude, en parte porque las charlas motivacionales me parecen singularmente aburridas y, en gran parte, porque el heredero-capacitador estaba haciendo tiempo descaradamente. Terminamos el día una hora más tarde, de manera que la contratación en la maquiladora dependía exclusivamente de tu capacidad para vender dos botellas de perfume en 17 horas.
Ya no intenté aprobar. El jueves acudí con la intención de recuperar mis documentos. Me preocupaba eso, pues con mi firma o sin ella, el artículo 14 de la Constitución protege a la gente del robo de información por parte de las empresas privadas.
Para mi sorpresa no pedían la prueba. La gente entraba al salón de siempre, lo que amenazaba con ser otra plática de seis horas acerca de dios sabe qué. A los cinco minutos, fingí una emergencia y salí del lugar. Por suerte, el director estaba cruzando el lobby y lo pude abordar rápido. Le dije que no había superado la prueba. Me respondió que si no me quedaba con el puesto no podría regresarme mi dinero y le contesté que solo quería mis papeles.
El accesible hombre me dijo que hasta el martes tendría chance de atenderme para dármelos y yo, en vez de cuestionar por qué tendría que dármelos él personalmente, me contenté con confirmar:
—Nos vemos el martes.
En los días siguientes me puse a hacer lo que debería haber hecho desde que ví el anuncio: investigar. Resulta que este esquema de empresa fantasma es muy común en la ciudad. La plataforma laboral jobisjob tiene un foro (https://www.jobisjob.com.mx/empaca+casa/forum) donde la gente comparte sus experiencias, los nombres de las empresas y sus últimas direcciones conocidas.
El método parece ser el mismo: el primer día te aseguran que no cobrarán nada; el segundo, te cargan un cobro menor para tramites que prometen devolver; el tercero, demandan un objetivo irrazonable y un cobro mayor para cumplirlo.
Gracias al foro digital ahora sé lo que hubiera pasado en caso de seguir el proceso. De haber pagado por los perfumes, el jueves habría firmado un contrato por demás sospechoso y me hubieran entregado una caja de mil bolsitas diminutas iguales a la que me enseñó el día anterior. Habrían demandado el descabellado objetivo de armar las mil bolsitas en 17 o menos horas y entregarlas el viernes. Al entregarlas el viernes me habrían dicho que el producto no es satisfactorio y por incumplir se me castigaría un par de semanas. En esas semanas se perdería el contacto. Pero habría una opción: tal vez puedas invitar a más gente al fraude y tal vez te paguen por eso. Una publicación en el foro mencionaba que le ofrecieron 500 pesos por persona que tomara la “capacitación”.
El buscador no arroja ningún resultado de César Levy Hazan, ni como director de empresa, ni como dueño de joyería, ni como psicólogo de la UNAM. La búsqueda de Victoria Garza Mayer también es infructuosa.
La búsqueda de Prologistic arroja tres dominios, cada uno más sospechoso que el anterior. Las páginas web son fachadas sin ningún contenido. Lo poco que dicen está en la página de inicio y cualquier vínculo no lleva a ningún lado. Curiosamente también hay seis registros que coinciden con las fechas de creación de los sitios web. Hay dos registros en 2010, dos en 2016 y dos en 2019 (https://directorioempresarialmexico.com/). Esto sugiere que llevan operando desde 2010. Las direcciones registradas no incluyen la Ciudad de México, todas son zonas industriales en diversos estados del país y no hay registro alguno de actividades fuera de México.
La última dirección registrada en 2019 con la ayuda de Google maps es un restaurante de mariscos de nombre La Cueva; la otra dirección registrada en 2019 marca el complejo de FEMSA de Monterrey. Ninguna relación aparente con Prologistic.
El martes 29 de noviembre fui a recoger mis papeles a Yucatán 20. Para mi gran sorpresa, el lugar seguía en operación. El guardia me dejó pasar. En su libreta vi anotado un nuevo nombre en las casillas de “a quién visita” : donde antes estaba escrito Luna Estrada ahora se leía Abigail Pastrana. Curioso que fuera mi propio apellido. Dentro del “despacho 102” encontré al mismo muchacho y a la misma mujer. De nuevo la saludé:
—Buenas tardes, licenciada Estrada. El director me dijo que pasara hoy a recoger mis papeles.
La licenciada Estrada o Pastrana, amable como siempre, solo pidió que firmara una carta dando constancia de que la empresa (cuyo nombre de nuevo fue innecesario) no me debía dinero. Yo no pensaba reclamar mi dinero de regreso, sino poner una denuncia cuando se negaran a darme mis documentos. Como eso no pasó, me limité a escribir está crónica.
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