31 octubre, 2022
A diferencia del plan mercantil que se suscita en las ciudades, en algunos pueblos, el pan de muerto es resultado de una valiosa interacción social entre integrantes de una localidad, que implica un complejo proceso de trabajo y colaboración entre los miembros de las familias y barrios
Texto y fotos: Érica Alejandra García Arvizu
CIUDAD DE MÉXICO.- En México, una de las tradiciones que nos hace lamer los bigotes de antojo es el Día de muertos que se festeja el 1 y 2 de noviembre para recordar y honrar a través de ofrendas y altares el recuerdo de nuestros seres queridos muertos.
Comer es un placer. ¿Y cómo no va a ser así si el acto de comer nos brinda eso: placer, alegría?; pero también nos da ni más ni menos que la vida; comer, alimentarnos, es el principio biológico fundamental del ser humano a través del cual obtenemos energía necesaria para que podamos realizar actividades cotidianas y, a partir de ello, poder disfrutar la vida también.
Existe un vínculo precioso entre las comunidades y sus alimentos que los unifica en una tradición, una expresión cultural. Estos rituales y fiestas religiosas juegan un papel fundamental en los procesos de reproducción de la identidad cultural de los pueblos y estos procesos sólo se pueden entender en el devenir histórico de la sociedad; en este caso los rituales indígenas como el de este día han estado sujetos a un proceso de transformación continuo a lo largo de cinco siglos desde la conquista española y sigue transformándose hasta la actualidad.
En la tradición de altares u ofrendas, es pieza fundamental el emblemático pan de muerto, ya que para muchas localidades representaba a la persona finada. Un pan que representa a la muerte, pero que da vida a la vez. ¡Qué hilaridad! Esa cosmogonía que cuesta trabajo entender pero que intuyo correspondía a una profunda observación y entendimiento de los ciclos de la naturaleza humana queda expresada vehementemente en su vínculo con los alimentos.
Por nombrar ejemplos de ello, se dice que el antecedente prehispánico del pan de muerto es el Papalitlaxcalli que es como una tortilla de maíz a la cual se le ponía un sello en forma de mariposa, forma que por cierto en nuestro país se le relaciona frecuentemente con la muerte.
Otro antecedente puede ser el tzoalli, que era una mezcla de amaranto con maíz y miel de avispas o maguey hecho en forma de corazón, al cual se le clavaba un palo por la mitad y algo importante, lo ofrecían a la gente en ofrendas al dios Huitzilopochtli.
Aunque la práctica que más frecuentemente se relaciona con el pan es la de los sacrificios humanos en donde se sacaba el corazón del guerrero aún latiendo; lo metían en una especie de olla con amaranto y lo ofrecían a los dioses. También se dice que se hacía un pan de amaranto, el cual se remojaba en la sangre de los sacrificios y se ponía en las ofrendas a los dioses Huehuetéotl, dios viejo, dios del fuego.
Es a la llegada de los españoles a nuestro continente que, en virtud del poco entendimiento con respecto de la cosmogonía y las prácticas de sacrificios relacionados con los alimentos, integran sus propias prácticas religiosas judeo-cristianas y gastronómicas. Para entonces los días 1 de noviembre en España se celebraba ya un festejo muy parecido: el Día de todos los santos. En algunos lugares como en Cataluña, Aragón, Valencia y otros se hacen panelletes o empiñonados (pastelitos de pequeños hechos de mazapán). Estas costumbres convenían perfecto a los colonizadores para inducir a un sincretismo de manera orgánica, integrando así el uso del trigo y la influencia francesa para dar forma a un biscocho o brioche.
Se integran también con este sincretismo nuevas formas, texturas, colores; aparecen el ajonjolí y el azúcar. Se resignifica el recuerdo de nuestros amados muertos a través de aromas como el azafrán, la naranja, mantequilla, lavanda, vainilla. Se dice que es así como surgen más de ochocientas variedades de pan a lo largo de la República Mexicana. ¿Será posible que estas variedades sigan creciendo en la actualidad?
Me pregunto si ahora en las grandes ciudades como CDMX existe una especie de vacío con respecto de esta tradición, vacío que en el ambiente rural no existe o existe menos debido al arraigo a dichas tradiciones. ¿Buscamos, entonces, resignificar esta relación con el pan de muerto al buscar “la nueva experiencia gustativa”, “El verdadero viaje del paladar a nuevos horizontes” que nos promete la innumerable oferta de presentaciones de pan de muerto?
O simplemente somos víctimas del plan de mercadotecnia y publicidad que panaderías, loncherías, cafés, restaurantes gourmet y tiendas departamentales, nos ofrecen desde el mes de septiembre e incluso meses antes del festejo en pos del crecimiento mercantilista de dichos negocios. De hecho en muchas ocasiones, es mucho más caro ya que los precios de estas opciones van de 70 a 200 pesos en locales comerciales de este tipo y en mercados y tianguis tradicionales los precios van de entre 12 y 25 pesos. Dejo a su consideración la elección.
En virtud de originalidad y creatividad, vemos propuestas que rayan en el exceso: rellenos de cremas, y purés distintos, por ejemplo de higo con mezcal, crema de café de olla, queso crema con frutos rojos, espumas de chocolate, chocolates de conejito. Hay otras que van del relleno de chilaquiles a las carnitas y así podemos ir subiendo de tono. Me detendré aquí sólo para que la mente del lector sume con su experiencia a la lista.
A mí, estas propuestas me dejan con el ojo cuadrado por el tamaño de las porciones que se suman en energía a las altas cantidades de azúcares y grasas incluidas en un sólo pan. Me pregunto si tanto azúcar junto causará un placer real a mi paladar o lejos de ello habrá una percepción poco nítida de cada sabor.
A diferencia del plan mercantil que se suscita en las ciudades, en los pueblos como Ozumba de Alzate, allá por Amecameca a las faldas del majestuoso Volcán Popocatépetl donde nació mi padre, el pan de muerto es resultado de una valiosa interacción social vinculada a los integrantes de una localidad, ya que implica un complejo proceso de trabajo y colaboración entre los miembros de las familias y barrios.
A mi padre le llaman Don Max, desde hace mucho vive en la ciudad; sin embargo, recuerdo desde pequeña que no pierde la costumbre de que año con año compra y lleva los ingredientes: harina, huevo, azúcar, esencia de naranja, polvo para hornear y manteca de cerdo para llevarlos al horno de Ozumba.
Me llama la atención y me enternece el nombre que se le da al horno del pueblo; se le llama “el abuelo” al cual se le reza antes de abrirlo ya que sólo se abre una vez al año exclusivamente para esta festividad. A mi padre le gusta compartir el pan que manda a hacer ahí. Él ama esa tradición, porque dice que le recuerda a su madre y al compartir el pan, siente que comparte un pedacito de esa tradición, siente que comparte un pedacito de amor con sus familiares y amigos queridos.
Observo con atención algo que años previos, no podía ver con claridad, algo que valoro y atesoro en mi familia y es ese antecedente de principio social básico donde se ofrece y comparte comida, donde la reciprocidad configura una compleja estructura cultural.
No dudo que en esta temporada no me anime a probar una de las nuevas formas churriguerescas de pan de muerto, pero me quedo con el pan olor a pueblo, con el pan olor a amor, con el pan de la abuela y mi padre.
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