Lo personal es político, se ha dicho tanto. La maternidad también es política. Y el lazo materno nos permite reconfigurar la toma de conciencia, la lucha, la subversión, la construcción de lo público en términos de ternura.
Por María Antonieta Mendívil
“La ternura es revolucionaria”, un amigo me envía esta frase con una queja sobre la cursilería. Yo sé que no es una frase edulcorada, sino justo una idea disruptiva en este mundo.
Días antes había participado en un conversatorio sobre Maternidades y Derechos Humanos, a partir de la serie Cuerpos Migrantes (Danza UNAM-TV UNAM), que había dedicado tres programas a los testimonios de una madre de la guardería ABC y a una madre buscadora.
El diálogo a veces era desolador, porque sabemos que nada es más verdadero que cuando decían: “¿Por qué no encuentran? Porque no buscan” (Cecilia Patricia Flores), “Nos piden confianza, pero no puedo confiar. Yo les confié a mi hijo y miren lo que pasó” (Patricia Duarte).
Como madre, muchas veces me he preguntado cómo puedo insuflar un poco de esperanza y optimismo a mis hijas; cómo cuidar y proteger sin transferir mi terror por las violencias que atraviesan al país; cómo puedo ayudar a que los derechos que hemos ganado como mujeres puedan gozarlos por encima de este contexto violento y de indefensión.
El feminismo nos ha dado una bandera contestataria, de lucha frontal. En estos momentos a mí me ha dado una causa por la cual luchar, una militancia, pero no alcanza para darme esperanza en lo inmediato; a menudo siento rabia y desesperanza ante la injusticia, la desigualdad y la condescendencia oportunista cuando se habla de paridad, de empoderamiento, de libertades para las mujeres.
Pero encontré una frase de Tillie Olsen y a ella me he aferrado. “El siguiente paso de la humanidad debe ser no solo el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de felicidad, sino el establecimiento de los medios —sociales, económicos, culturales y educativos— para impulsar y hacer posibles dichos derechos”.
Dentro del feminismo, creo que somos las madres feministas en quienes tiene sentido pensar en términos de felicidad y libertad, porque “La maternidad se vuelve, más que un tema, un punto neurálgico para la exploración de una serie de tramas […] políticas, económicas y culturales” (escriben Helena Chávez Mac Gregor y Alejandra Labastida en Maternar, entre el síndrome de Estocolmo y los actos de producción).
En el diálogo entre Gabriela Jáuregui y Luisa Fuentes en Mucha madre describen la maternidad como una hospitalidad radical “la del cuerpo en el embarazo y del ser en maternidad, y de una entrega casi subversiva del yo al otro en una lógica totalmente antiindividualista y anticapitalista”.
Y ese antiindividualismo y anticapitalismo nos hace disipar las líneas de la posesión, porque nos importa no solo lo que parece incumbencia propia (los seres que hemos engendrado), sino lo que es común, lo que es compartido: las hijas y los hijos de otras. Sabemos que como madres nunca bastaremos para proteger la vida. Son necesarias las redes de cuidados, su colectivización.
Las madres somos un cuerpo colectivo, un cuerpo político, un cuerpo en resistencia ante las violencias, la injusticia y el desamparo.
Lo personal es político, se ha dicho tanto. La maternidad también es política. Y el lazo materno nos permite reconfigurar la toma de conciencia, la lucha, la subversión, la construcción de lo público en términos de ternura.
¿Y no es eso lo que requiere este mundo? ¿Qué respuesta dar ante las violencias, la polarización en la construcción de diálogos, la pauperización de la vida política?
Cuando veo a Patricia Duarte frente al memorial de las 49 víctimas de la Guardería ABC, por la declinación del Estado a cuidar de su hijo, de las infancias, o cuando veo a Cecilia Patricia Flores descifrando en los rastros del desierto la posible existencia de una fosa, con pala en mano, mientras la Guardia Nacional la observa cruzada de brazos, me convenzo de que lo que le falta al Estado no son mecanismos, compromisos, decretos: está obligado a tenerlos. Le falta ternura. Mirar con ternura, proteger con ternura, acordar con ternura, generar políticas públicas con ternura y empatía; sumar su parte a los cuidados que deben colectivizarse entre él, la sociedad y las familias. Aportar ternura es poner todo el aparato del Estado a favor de sostener la vida.
La ternura es disruptiva, es una revolución. Qué mayor revolución que la de las madres que a partir del cuerpo propio creamos y alimentamos a otros cuerpos. Por eso digo que somos un cuerpo político. Un cuerpo colectivo cuyo lenguaje de construcción, acción, incidencia, lucha es la ternura. Ahí está la transformación, y no, no es cursi.
Es poeta y narradora. Autora, entre otros libros, de Llama (Libros del Umbral), Duelo de noche (Almuzara) y A ras de vuelo (Tusquets editores).
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