El 6 de diciembre de 2000, un cochebomba con 400 kilogramos de dinamita destruyó el centro del pueblo, marcado por el conflicto entre guerrilla y paramilitares. Sus pobladores no se conformaron con llorar. En tres años, organizaron la reconstrucción. Luego hicieron un memorial para recordar a sus ausentes. Y cada mes, desde entonces, les ponen velas para iluminarlos. Mucho antes de los acuerdos de La Habana, los granadinos entendieron que la paz se construye con justicia, verdad, memoria y solidaridad
Texto y fotos: José Ignacio De Alba
GRANADA, COLOMBIA.- El pavimento por el que avanza “la marcha de la luz” está arañado por la explosión que provocó un carrobomba. Los niños que caminan al frente de la procesión juegan a quemarse con la cera líquida. Eran bebés cuando la guerra estaba acabando con su pueblo. Algunos ni siquiera habían nacido. Pero aquí están, con sus familias.
Unos 100 granadinos participan en la marcha de este viernes. Llevan velas encendidas y beben canelazo para hacerle frente al frío.
– ¿Por qué marchan, si ya no hay conflicto?
– Porque esas velas representan la esperanza de verdad, justicia y no repetición– responde Gloria Quintero, víctima del conflicto que forma parte de Asovida (Asociación para la defensa de la Vida), el colectivo promotor de las jornadas por la luz.
La marcha se repite el primer viernes de cada mes desde hace más de 13 años. Las primeras manifestaciones se realizaron violando el toque de queda establecido por los grupos armados que había en el pueblo.
Con sus velas y sus caminatas, los pobladores se apropiaron de la noche y recuperaron su hogar.
Granada está en una ladera de la Región Andina de Colombia, en el oriente del departamento de Antioquia. Es un pueblo faldudo, dicen aquí. La tierra es fértil para la siembra de pan coger (vegetales que se cosechan rápido para comer que urge). El párroco y fundador del pueblo, Clemente Giraldo, trajo y reprodujo la especie de café pajarito, pidiendo a los confesados que, como penitencia, sembraran cuatro palitos de café. Todo esos pecados y cafetales trajeron una bonanza cafetalera a la región entre 1970 y 1985.
Por esos años, también, empezaron a llegar las hidroeléctricas: Peñón-Gutapé, San Carlos (que tiene el generador de electricidad más grande de Colombia), Punchiná, Calderas y Jaguas. El sistema hidroeléctrico de la zona le proporciona al país el 35 por ciento de la electricidad que consume. Parte de las construcciones las hizo la constructora mexicana ICA.
Entonces Granada se transformó, cuenta Adolfo Gómez bibliotecario y cronista del pueblo. La gente vio con asombro como los ingenieros conducían casas con ruedas que iban y venían. Nadie aquí había visto una casa rodante. Los “extraños” llegaron a comer buñuelos de queso y a tomar tintícos para mitigar el frío que cala a más de 2 mil metros de altura.
Pero la guerra ha marcado la historia de este corregimiento. Primero fueron los liberales y conservadores, que se mataron por más de 100 años. Luego, las guerrillas, -las Fuerzas Armadas Revolucionaras de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)- que llegaron a la región desde 1982 y en 1988 tomaron el pueblo por primera vez. Al final, llegaron las “autodefensas”, grupos paramilitares financiados por ganaderos y empresarios para deshacerse de las guerrillas. Aparecieron aquí en 1995 y marcaron el inicio de la guerra más terrible de todas las guerras de Granada.
Los paras, como les dicen aquí a los comandos paramilitares, son grupos de civiles armados que operaban al margen de la ley y que proliferaron durante la presidencia de Álvaro Uribe. A los pobladores del corregimiento de Granada le pusieron una marca: “amigos de la guerrilla”. Por eso la saña contra la población. Entre 1998 y 1999 empezaron a llegar al corregimiento los primeros desplazados de otras veredas (localidades). Muchos llegaban con casi nada, traían algunas cosas para sobrevivir los siguientes días, también trajeron a sus perros. La gente recuerda que las calles de Granada se llenaron de perros.
Los niños más grandes empezaron a ser reclutados por los grupos armados de los distintos bandos. Muchos de ellos se perdieron para siempre. Durante los años del conflicto, la población se redujo de 20 a 6 mil habitantes. El 70 por ciento de la población urbana y 90 por ciento de la rural fue desplazada.
El 4 de julio del 2000 ocurrió la primer masacre: cuatro jóvenes transportistas fueron asesinados por paramilitares.
Pero la acción que marcó el rumbo del conflicto ocurrió el 3 noviembre, cuando un grupo de paras entró al corregimiento y asesinó al azar a 19 personas. Los transeúntes cayeron como saldos de la guerra: un vendedor de zanahorias quedó abatido junto al costal con mercancía sin vender. Allí también quedó abatida su madre. La policía de Granada justificó los hechos diciendo que los atacantes habían entrado con brazaletes del ELN y que la gente les había aplaudido. Era, el discurso oficial, la señal de que los pobladores “se lo buscaron”.
Un mes después, el 6 de diciembre, tres frentes de las FARC llegaron a recuperar el pueblo. A las 11 de la mañana, un guerrillero empujó un coche con 400 kilos de dinamita y lo detonó frente a la comandancia de policía. La carga de este carrobomba fue la segunda más grande en la historia de Colombia (la primera fue un camión con 500 kilos de dinamita detonado frente a las oficinas del Departamento Administrativo de Seguridad en Bogotá; en aquella ocasión el autor del atentado fue Pablo Escobar, jefe del Cártel de Medellín). La onda expansiva acabó con 314 construcciones. La comandancia quedó hecha polvo. Esa mañana murieron 21 personas, entre ellas dos niños.
Algunos cuentan que el rumor de que explotaría una bomba llegó antes que la explosión y por eso muchos habitantes alcanzaron a salir del pueblo. Granada, que estaba a cargo de 40 policías fue tomada por 500 guerrilleros.
Tras la explosión, siguieron 18 horas de enfrentamiento entre la guerrilla y paramilitares. El presidente colombiano Andrés Pastrana estaba por firmar la paz con el ELN y una intervención en el conflicto de Granada -a 70 kilómetros de Medellín- le quitaría credibilidad. Así que las fuerzas nacionales tardaron en llegar. A los heridos los sacaron de los escombros hasta el día siguiente. Para ese momento en Granada ya había 8 mil desplazados.
Los militares trataron de alejar a los granadinos del perímetro de la explosión porque “podía haber más artefactos sin detonar”. Fue en vano: la gente sacó a sus paisanos de entre los escombros.
El acto espontáneo de ayudar a los heridos del bombazo, en realidad, es parte de una serie de eventos donde los habitantes de este corregimiento han mostrado una fuerte solidaridad. Un año antes del atentado, una comunidad entera se resistió a unirse a las FARC. En asamblea y frente a la gente armada, los pobladores de La Cascada dijeron que preferían el autodestierro. Nadie fue reclutado.
Después del carrobomba, los granadinos organizaron la “marcha del adobe”: compraron ladrillos y los llevaron al pueblo para rehacer casas y comercios; las calles se llenaron de gente con ladrillos en los hombros. Luego hubo una colecta para que los hijos de Granada que vivían en otras partes del país enviaran recursos a su pueblo.
El 17 de agosto de 2003, 986 días después del atentado, el centro del pueblo quedó reconstruido. La reparación de las construcciones no se detuvo ni en diciembre de 2001, cuando el hombre que lideró las marchas y colectas, el exalcalde Jorge Gómez, fue asesinado por las FARC junto con otras dos mujeres.
Pero los edificios no fue lo único que reconstruyeron los granadinos. El 30 de agosto de 2007 nació Asovida, una organización que aglutina a todas las víctimas del conflicto en Granada y que se ha hecho cargo de la reconstrucción moral del pueblo.
Asovida trabaja contra el olvido: empezó con las comunidades de abrazos, sesiones en las que la gente se permitía llorar, abrazarse y curarse; luego fue abriendo trochas, recorridos informativos por las veredas, y las jornadas de la luz, en las que el primer viernes de cada mes la gente ilumina a sus ausentes y camina por las calles con un lema: “Apaga el miedo, enciende la luz”.
Rosa Inés Giraldo desconfió muchísimo cuando los extraños que llegaron a la vereda de la Hondita le dijeron: “nos tenemos que unir para triunfar”.
Ella y su esposo declinaron la oferta de los hombres armados, pero se sintieron culpables por darles, a veces, un vaso de agua.
En la vereda se sabía que estos guerrilleros asaltaban camiones y que no habían dudado en matar personas. La familia Giraldo siguió cosechando el café, aunque el ejército hiciera sobrevuelos con helicópteros artillados para buscar a los rebeldes.
Luego, cuenta, a la gente la empezaron “a matar hasta con hachas, sierras. Allá los cuadraban en filita y los iban matando”. La familia de Inés se fue de la Hondita cuando mostrar su cédula de identidad dejó de ser un salvoconducto. El día que se fueron, recuerda Inés, “toda esta carretera estaba llena de muertos”. Ella pudo llegar con su esposo y sus tres hijos después de vender todo lo que tenían: 11 costales de café.
El esposo de Inés, murió a los 5 meses de irse a Granada.
El doctor le decía que vivía muy triste porque vivía traumatizado porque se había salido de la finca”, dice ella.
Inés sabe de desplazamientos forzados. Dos décadas antes de que iniciara la guerra en la Hondita, su familia fue desplazada de la tierra donde nació porque una avalancha provocada por la actividad de una presa sepultó su casa en El Pabellón. Todavía ahora, a Inés le da nostalgia pensar en su primera casa. “Estaba bien hechecita”, dice la mujer de 72 años, que ahora vive de la yuca que vende su hijo y escribe poemas.
Uno de sus poemas fue premiado y leído durante la marcha del primer viernes de octubre de 2016, apenas cinco días después de que la mayoría de los colombianos rechazara el acuerdo de paz firmado entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las FARC. Aquí mismo, en el corregimiento de Granada, ganó el NO. Pero eso no suspendió la marcha de cada mes. Ni la lectura del poema ganador de Inés titulado “Hoy regreso a mi vereda”.
Canté y grité en tiempos de antaño.
Hoy vuelvo a revivir lo que antes,
en tiempos de guerra.
Volver a revivir
mirando el horizonte
con una nueva esperanza
–¿En qué se inspira?
– Empiezo cantando y luego escribo. A uno le nace del corazón. Uno piensa en el campo, en las cosas que sembró.
– ¿Qué significa la paz?
– La paz es volver a revivir, es como un aire o una frescura.
Gloria Quintero se despertó, se asomó por la ventana y vio que la llovizna de toda la noche había empapado la calle donde vivía. También vio a su hermano, que había dormido en su casa, irse a trabajar.
“¡Rubén, venga que le voy a echar almuercito!”, le grito. Rubén volvió en su bicicleta, y Gloria le preparó huevos y le calentó café. Luego, Rubén montó la bicicleta con la panza llena y se marchó. Ese es el último recuerdo que tiene Gloria de su hermano.
Lo que sigue es la reconstrucción que ha hecho después de su desaparición: a Rubén se lo llevó un grupo paramilitar que se había instalado cerca de su casa para robarle el ganado. “Seguro ni había comido cuando lo fueron a sacar”, dice ella.
Gloria llora y con la manga de la sudadera se limpia las lágrimas. Recuerda que, cuando notó su ausencia, fue a buscar a su hermano a la finca donde vivía y trabajaba de mayordomo, pero “la casa estaba vuelta nada”. Un paramilitar la amenazó: “no se acerque acá, ya no lo busque”.
La mujer levantó una denuncia ante la autoridad local. Pero esa noche no logró dormir. Al día siguiente regresó y cuestionó al funcionario que había escuchado su relato el día anterior:
– ¿Los paramilitares tienen acceso a todo esto?
– Sí.
– Entonces, borre todo lo que puse, sólo deje la desaparición.
Años después, el acta de la desaparición de Rubén también desapareció de los registros.
Eso fue en 2002. Ahora Gloria Quintero forma parte de Asovida, y cuenta la historia del Salón de la Memoria, un espacio para la memoria ganado por la sociedad civil.
Organizamos que se construyera el salón, tocamos puertas aquí y la gente nos decía, es que la gente no necesita eso, es que la gente necesita otras cosas: mercado, casa”, cuenta.
En el Salón de Nunca Más, las víctimas de este pueblo montaron una pared con fotos de los niños, jóvenes, adultos y viejos asesinados o desaparecidos en el conflicto. Personalizaron libretas (bitácoras les dicen) para que sus familiares le escriban. Representaron una fosa llenando de arena una caja de vidrio para que la gente se vea ahí, reflejada en el espanto de la muerte. Llenaron de recuerdos de la destrucción y la reconstrucción. Cualquiera puede leer los mensajes de niños que le escriben a sus padres:
“Papi hace nueve años partiste del mundo, malditos sean los que te separaron de mí. Pero quiero que sepas que siempre te llevaré en mi corazón. Cuando te mataron mi mamá me contó que tenía seis meses de embarazo de mí, nunca te pude conocer. Ahora te quiero conocer, te extraño. Los que te separaron de mí fueron los de la guerra. Todo no se paga con la vida de las personas, si estás disgustado con alguien: pedirle perdón. Y ahora le pido a dios que esta guerra y las tales Águilas Negras -paramilitares- que dijo un vecino que eran tan malas que nunca vengan a mi pueblito de Granada. Atentamente Soraya, la hija que nunca pudiste conocer”.
– ¿Por qué hacen un museo al dolor?
– Porque somos las voces de esas personas que el conflicto silenció. También es una forma de dignificarlos. Cuando matan a alguien se justifica la muerte, la gente dice que se lo merecía. Nosotros lo que demostramos es el respeto por la vida. No queremos que se repita lo que pasó.
– ¿Y la justicia?
– Para mí justicia no es meter a alguien a la cárcel. Esa no es la mejor escuela para ser mejores personas. Yo veo justicia, como que hagan obras, trabajo social, devolver algo a las comunidades afectadas.
– ¿Cree que podría volver otra guerra?
– La gente y las comunidades están alertas. Hace unos años, llegó un paramilitar reinsertado e intentó reclutar gente. Pero no se permitió que se formara nada, la gente está más reacia. En el 2011 hubo amenazas de que iba a haber una limpia (de chicos de la calle). La misma gente no lo permitió… Tenemos que decir que los jóvenes valen la pena, que son seres humanos, a mí me duele tanto este tema. La solución nunca es matar.
– ¿Perdonaría a los que se llevaron a su hermano?
– Yo ya los perdoné.
Este granadino es un exguerrillero de las FARC, ahora está reinsertado y se dedica a labores en el campo. Pero cuando habla de la paz y del porvenir de Granada es escéptico:
El mundo capitalista necesita que haya paz para que puedan entrar por recursos, que no haya guerrilla para que no les hagan zancadillas -dice- Ellos (los empresarios) quieren entrar a las selvas del Chocó”.
La región es rica en recursos naturales: agua, oro, energía. Por eso, augura, la guerra en Colombia sólo va a cambiar de forma.
“Mientras haya injusticia, intereses personales siempre habrá guerras. Unos quieren quitar y los otros a no dejarse quitar. Mientras unos pocos se apropien de lo que nos toca a la mayoría, no habrá paz”.
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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