Los conflictos agrarios son una de las herencias más comunes y fatídicas del priismo y del uso clientelar de la reforma agraria. En la reserva de la biósfera de Montes Azules, en Chiapas, se advierte -de nuevo- una vieja disputa
@eugeniofv
En Chiapas, junto a la reserva de Montes Azules, una zona que conjuga condiciones de vida paupérrimas con una enorme biodiversidad y una violencia histórica ejercida desde todas partes, un viejo conflicto agrario está por estallar nuevamente. Este domingo, las autoridades lacandonas de Lacanjá Chansayab emitieron un comunicado en el que acusan a los otros dos grupos étnicos que habitan la comunidad Zona Lacandona de ignorar los acuerdos que gobiernan ese núcleo agrario y de pretender alterar la distribución de la tierra sin la anuencia de todos. Por desgracia, esta situación está muy lejos de ser única: los conflictos de este tipo son una de las herencias más comunes y fatídicas del priismo y del uso clientelar de la reforma agraria, y se han cobrado miles de vidas en el último medio siglo y entorpecen por igual la conservación de los recursos naturales y el combate a la pobreza.
A vuelo de pájaro, no es difícil explicar la prevalencia de conflictos agrarios en México -lo difícil es resolverlos. A grandes rasgos, conflictos como éste, según explica Claudia Morales hablando del que enfrenta a Chenalhó con Chalchihuitán, en Chiapas, hay que entenderlos como “las grietas expuestas de una historia de violencia, racismo y desigualdad que se remonta a los desplazamientos y éxodos que los pueblos indígenas han sufrido desde la conquista”.
Más concretamente, como afirma Francisco López Bárcenas, la mayoría de los conflictos agrarios se parecen en que son resultado de invasiones a tierras que tienen legítimos propietarios, pero en las que el gobierno respalda a los invasores. En lugar de defender el derecho de los propietarios de la tierra, lo que solía hacerse era emprender un proceso de “conciliación” que legitimaba la ocupación ilegal y daba sentido a esa acción tan riesgosa. Esto abría nuevas heridas donde había una muy precaria estabilidad y llevó a una mayor atomización de la propiedad de la tierra.
La situación se complica por el hecho, además, de que las autoridades agrarias expidieron certificados y escrituras a muchos de los actores en disputa. Según un análisis realizado por un equipo de la universidad de Stanford en el que participó, entre otros, Beatriz Magaloni, prácticamente todos los presidentes priistas, pero especialmente Díaz Ordaz y Echeverría, usaron la reforma agraria con fines clientelares y políticos, y no propiamente agrarios, económicos o de conservación.
No hay que olvidar tampoco que hasta hace muy poco se contaba cómo el secretario de la Reforma Agraria y sus delegados en los estados guardaban legajos con certificados de propiedad listos para llenarse con el nombre que decidiera el señor. Si bien eso quizá no sea exactamente cierto, sí es una buena metáfora de lo que ocurría: la tierra se distribuyó muchas veces como una forma de desactivar un conflicto con el Estado, generando un conflicto con otras comunidades.
Muchos de los conflictos siguieron un mismo patrón, que revela el modus operandi de los priistas de entonces y, en cierta forma, también de ahora. Primero, un grupo o una comunidad que no tenía tierras buscaba terrenos que consideraban susceptibles de invadir por su gran tamaño o alta productividad, azuzados por el hambre y muchas veces también por líderes corporativos que veían en ese proceso una forma de ampliar su clientela y conseguir réditos políticos y económicos. Luego acudían a las autoridades y éstas emprendían el proceso de “conciliación”, por el cual los propietarios primeros perdían la tierra, los invasores ganaban nuevos terrenos y los líderes que operaron todo ganaban una curul, un puesto de aviador o el poder para distribuir ambos espacios.
Eso fue más o menos lo que ocurrió hace 40 años en la comunidad Zona Lacandona. Según explican las autoridades de Lacanjá en su comunicado, en 1978 -al mismo tiempo que se decretó la reserva de la biosfera de Montes Azules-, el gobierno federal reubicó en sus terrenos a grupos de choles y tzeltales que se habían dispersado por la selva y que buscaban tierras para asentarse. El resultado fue que los lacandones perdieron parte de su tierra, que los tres grupos étnicos siguieron siendo muy pobres, y que ahora, además, tienen un conflicto agrario explosivo entre manos.
Esto tiene varias aristas. Están los muertos habidos y por haber, claro, pero también está el hecho, por una parte, de que los conflictos agrarios hacen que nadie sepa para cuánto tiempo tiene la tierra, lo que lleva a que no se invierta en ella, a que no se logren acuerdos productivos y a que no haya posibilidades de desarrollo económico. Por otra parte, sin certeza de futuro no hay conservación -que es una forma de ahorro para el mañana-, y sin conservación de los recursos naturales, perdemos todos. Todos los incentivos llevan a hacer una agricultura que, más que a un cultivo, se parece a la minería que lo agota todo de golpe y no deja nada para después.Hace unos meses, el titular de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, Román Meyer, prometió que se están rediseñando los mecanismos de resolución de conflictos. La Procuraduría Agraria se reunió ya en este sexenio con el comisariado de la comunidad Zona Lacandona y otros actores locales. Eso abre alguna esperanza de que el conflicto no lleve la sangre al río y, al contrario, de que se resuelva pronto. Pero se están tardando y la situación está por estallar.
Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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