En 2019, Tijuana fue nombrada la ciudad más peligrosa del mundo. Cruzando la línea, en San Diego se encuentra la concentración de activos militares más grande del mundo. ¿Qué significa explorar a pie este lugar?, ¿qué lado de la frontera resulta más inhóspito?
Texto y Fotos Feike de Jong
En octubre 2020 intenté caminar por toda la orilla de la zona conurbada conformada por Tijuana y San Diego. La idea era dar testimonio de un mundo que en ese momento parecía literalmente en llamas. Las elecciones en los Estados Unidos con Trump al centro, la World Series y Halloween se avecinaban, mientras el campo ardía. La primera ola de covid había pasado y reinaba una tensa calma frente a la enfermedad.
Yo ya sentía desde hace tiempo la inquietud de caminar alrededor de esta zona conurbada transfronteriza. Sería la prolongación de la caminata periodística-artística-urbanística que realicé alrededor de la Zona Conurbada del Valle de México en 2009, durante la cual anduve a pie continuamente durante 51 días por toda la orilla de la megalópolis. También, habiendo pasado mi niñez en el sur de California, pensé que regresar 40 años después a la misma zona me podría enseñar algo sobre la esencia de Estados Unidos, y su compleja relación con México y el mundo.
Tijuana tiene una población de 2.2 millones y San Diego, 3.3 millones de personas. Están conectadas por los cruces fronterizos de San Ysidro y la Garita de San Ysidro. Ahí inicia la hilera de suburbios y fábricas que van hacia Chula Vista y Otay Mesa en San Diego County.
En 2019, Tijuana fue nombrada la ciudad más peligrosa del mundo según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal. Por el otro lado, San Diego tiene la concentración de activos militares más grande del mundo, según el propio gobierno del condado de San Diego.
Mientras miraba hacia abajo desde la ventana del avión hacia la desértica orilla de Tijuana, sus cicatrices de erosión trazadas de tierra blanca en cerros y barrancas, preví que sería como un viaje al corazón de la oscuridad.
Mi plan era avanzar rápidamente, para exponerme lo menos posible a lo que yo imaginaba sería un proyecto muy riesgoso. Iría encontrando hoteles en la ruta. Iba a transmitir en holandés para la radiodifusora VPRO, de los Países Bajos. Esperaba estar en el norte de San Diego durante las elecciones del 4 de noviembre. Pero nada pasó como hubiera querido.
No sabía eso cuando bajaba del avión en el resplandeciente calor matutino de Tijuana; el cielo seco y azul, el asfalto radiante, el olor a desierto y gasolina en el aire. Caminaba hacia la salida con mi mochila. Miraba la alta pared de acero rojo que marcaba la frontera con los Estados Unidos al otro lado de una pequeña carretera. Hay una palabra escrita en ella con grandes letras blancas: EMPATÍA.
Fui caminando hacia San Ysidro por la carretera que corre entre la reja del aeropuerto y la muralla fronteriza.
La doble muralla curva sobre los cerros como la aleta dorsal de un dragón, pasando por el desierto para desaparecer en el mar. Las láminas gruesas de acero doblado lucen rojas y tienen una altura de unos 5 metros. Parece un monumento alienígena. El paisaje es polvoso y desolado, hay llantas amontonadas por todos lados, perros y basura. La parte cercana al aeropuerto es llana y la muralla se extiende rítmicamente al lado de la carretera. Después pasa por un camino de terracería bajando una barranca. La subida es un sendero por los patios traseros de las casas autoconstruidas al lado de la frontera. Unos vecinos, cuyos perros me estaban correteando, me advirtieron no entrar a esta zona por seguridad. Pero me aferré, no quise empezar este proyecto esquivando lugares, lo que me obligaría a largas desviaciones a pie.
Mi intención era tocar base con el cruce fronterizo de San Ysidro. Después de haber caminado alrededor de Tijuana pensaba atravesar el cruce fronterizo más grande del hemisferio occidente, a San Diego. En el transcurso del soleado día vi desde el puente las largas filas de personas y vehículos en el cruce. Me encontré con gente haciendo carreras en cuatrimotos, y fui caminando de regreso por las barrancas.
“Hay mucha gente nueva aquí,” me dijo una señora. “Es como si la vista de los Estados Unidos los atrajera.”
Otra vez los vecinos me avisaron de tener cuidado con esta barranca. Pasé lo más rápido que pude sin ver a nadie.
Saliendo frente el aeropuerto me encontré con una patrulla. Expliqué que era periodista y les pedí permiso para tomar una foto. El oficial a cargo del grupo de policías me negó la foto, pero me aconsejó: “Si quieres hacer unas entrevistas interesantes debes ir ahí abajo por la barranca, también puedes tomar buenas fotos.”
Parecía decepcionado cuando le dije que había pasado dos veces por este sitio y no iba a regresar.
Ya estaba oscureciendo. Seguí por el dragón rojo, pasando los monumentos a los muertos hasta encontrar un hotel para pasar la noche. Era un hotel de paso, limpio, sencillo y amigable, está ubicado a media bajada de una barranca. Quería ir a comer algo. Los camareros me informaron que era peligroso ir hacia arriba de la avenida y peligroso ir hacia abajo, pero que la comida era mejor abajo.
Desperté en la banca de una iglesia con una carpa por techo. Aún estaba oscuro pero había quedado en acompañar a Héctor, una de las personas hospedadas en este asilo para indigentes. Era un señor mayor con barba quien amablemente me recibió cuando llegué a la iglesia la noche anterior en búsqueda de un lugar para dormir. Todos los hoteles quedaban muy lejos. Había varios de nosotros durmiendo en las filas de bancos de madera y me había explicado la dinámica del asilo. No quería que él saliera antes que lo pudiera entrevistar. Era la mañana del tercer día.
Héctor había vivido en los Estados Unidos unos 50 años. Llegó de adolescente, cuando cruzar la frontera todavía era muy sencillo. Realizó varios trabajos manuales hasta convertirse en maestro soldador en los astilleros durante la guerra con Iraq.
“Entonces empecé a ganar dinero de verdad,” dijo Héctor mientras contaba la historia de su vida. “Les dije que quería trabajar para derrotar a este bastardo Saddam Hussein.”
Le fue bien. Perdió a su primera esposa por la mala vida que llevaban, se divorció de otra y finalmente estaba con una tercera, una mujer negra a quien llamaba su princesa Zulú. Una noche ella lo estaba molestando mientras él veía televisión. Después de un rato se enojo y le dio un par de golpes. Luego se durmió frente al televisor. Cuando despertó dos policías estaban jalando sus piernas para sacarlo de la casa. Su mujer lo había denunciado por intento de asesinato. Pasó cuatro años en prisión.
Un día lo metieron en un camión lleno principalmente de chiapanecos, y lo deportaron. Ya que Michoacán, de donde venía, no quedaba en la ruta a Chiapas lo botaron del autobús en la salida de un carretera cerca de Guadalajara. Fue su primer día de indigente. El día que lo entrevisté tenía 73 años, y seguía esperando de alguna manera poder recuperar su pensión en los Estados Unidos.
Escuché varias historias durante mí recorrido por Tijuana, de vidas destruidas, solitarias cuya gran redención es la sonrisa que muestra que algo más que el cuerpo ha sobrevivido. En mi imaginación Tijuana es épica, una ciudad de guerreros solitarios batallando monstruos tan grandes que es casi imposible distinguirlos del paisaje.
“Vivimos aquí como changos sobre el monte,” me decía Guadalupe, bella con su acento cantado, como si acabara de despertar y estuviera intentando recordar un sueño. Estuvimos sentados en una choza sin techo en un sofá. Ella se había mudado tres meses atrás con sus cosas a un pequeño terreno sobre el cerro. Tenía una barda de piedras y una lona pero le faltaba un techo. Un perro estaba atado en un rincón. Desde el sofá se podría ver la extensa ciudad ahí abajo como un trapo de concreto, arrugada y doblada, y la muralla que se extendía hacia el mar.
“No puedo salir de aquí porque no puedo dejar mis cosas,” dijo. Dormía ahí al aire libre entre las rocas y las chozas sobre el cerro. Tampoco podía trabajar, vigilaba sus cosas que estaban ahí en cajas medio abiertas: libros, cuadros, ornamentos.
Ella había vivido en los Estados Unidos, quedó separada de sus familia, después encontró otros familiares pero finalmente la sacaron de su casa. Así había terminado sobre este cerro, sola entre personas que no conocía. Una pipa de cristal estaba recostada sobre unos papeles en un librero. No tenía agua, ni siquiera para beber.
“Creo que si he ayudado a que se hayan organizado más acá, como todos aquí son hombres no les importaba como estaban, a las mujeres nos importa más que las cosas estén ordenadas,” dijo. “Me gustaría tener un cuarto aquí con una gran ventana y nada más. Me quedaría sentada ahí sola con la vista.”
Fumamos un cigarro. Finalmente ella fue a buscar al hombre que manejaba el acceso con manguera al tanque de agua y yo continué mi caminata.
Esa noche llegué muy tarde al hotel. Caminaba sobre una avenida industrial, pero justo al momento de llegar Google Maps me mostró que debía entrar en una calle a la izquierda.
Siguiendo el punto en el mapa entré a un barrio residencial con algunas casas muy grandes pero con calles de terracería. Llegué a un edificio grande con un patio con camionetas nuevas y habitaciones numeradas. Suponía que era algún extraño hotel boutique. Toqué puertas y rejas. Llamé al recepcionista. Nadie abrió.
Finalmente le di la vuelta al edificio. Vi luz bajo de una puerta y toqué. Un hombre salió. Lo vi solo como una silueta en la puerta. Le dije que estaba buscando el hotel.
“El hotel es por ahí sobre la avenida, y te recomiendo que no vayas tocando puertas y gritando, porque aquí sí te dan un balazo,” dijo con un suave acento sinaloense.
La ciudad parecía concreto plateado visto desde la ladera empinada del Cerro Colorado. El sendero era de grava y la única vida que vislumbraba era una parvada de palomas que dio vueltas antes de pararse entre las rocas. Ni pasto había. Con cada dos pasos que daba resbalaba un paso hacia abajo. Vi a una persona caminando en la distancia que también subía el cerro. Arriba hay una gran instalación de antenas de transmisión, parecía el nido de alguna araña gigante, lleno de cables tendidos por el aire, malla ciclónica y alambre de púas. Irónicamente imaginé un vendedor de bebidas o una tiendita en la cima, tenía una sed horrible. Pero era obvio que no habría tal. El cerro estaba desolado y poco apto para las visitas humanas.
Llegando a la cima quedó confirmada mi sospecha, no había nadie. Me quedé junto a la cruz blanca, tenía una altura de cuatro personas, estaba rodeada por torres de acero, viendo la ciudad abajo entre las barrancas y cerros. De repente un joven apareció detrás de mí con un perro. Iba vestido de deportista.
“Lo vi a usted frente de mí sobre el cerro,” me comentó. “Va a venir más gente al rato. Somos los primeros en llegar.”
Me ofreció agua que acepté agradecidamente.
“¿Dónde puedo comprar agua por aquí?” le pregunté.
“Van a traer agua,” me contestó.
Lentamente el pico de cerro se iba llenando de gente, algunos solos, otros en grupos de dos o tres. Llegó una camioneta y empezaron a vender cerveza, refresco y comida. Grupos de jóvenes se paraban al pie de la cruz. Parejas miraban a la vista con manos entrelazadas. Había perros que se correteaban entre el murmullo de la gente. Resulta que es una tradición juntarse en la cima de Cerro Colorado los jueves y ver la puesta del sol.
Un grupo de excursionistas de Tijuana Vive lo organizan. Estaban intentando reforestar el cerro cargando cubetas de 20 litros los fines de semana. Parecía una lucha imposible frente la inmensidad del lugar y su aspecto desértico.
El sol ya se había puesto y no quería bajar en la oscuridad total, ni pasar mucho tiempo caminando muy noche por Tijuana, que nos rodeaba en la planicie, para encontrar hotel. Decidí irme.
En este momento uno de los organizadores, un señor mayor con la cabeza rapada, el cuerpo de deportista, vestido en spandex y con bastones para caminar, recibió un mensaje en su celular. “Han visto jóvenes fumando cannabis cerca del sendero. Avisa a la gente que deben bajar en grupo, porqué los jóvenes podrían ser asaltantes.” Cuando unas quince personas estuvieron listas empezaron a descender por la escarpada pendiente.
Lo que empezó controlado rápidamente se convirtió en una carrera. Corrimos por el monte en la oscuridad hacia abajo, nuestros pasos iluminados por nuestros celulares.
Estaba con la vista frente al mar. Había caminado ocho días y me faltaban quizás una jornada más para terminar. Ahí sucedió algo que por seguridad debo mantener en privado.
Estaba caminando en shock, sin celulares, con dos bolsas en las que llevaban mis cosas porque mi mochila anterior había reventado y mis pertenencias colgaban de las aperturas. El tráfico zumbaba por la transitada avenida y las luces arrojaban aureolas rojas y blancas en el polvo. Pese al torrente de coches ningún taxi paraba. Finalmente encontré una taquería donde entré y pedí un refresco para calmarme. Pregunté como podría encontrar un taxi. Mi desesperación debe haber sido obvia y ofrecieron marcarle a un Uber por mí.
Finalmente llegó el coche. Una mujer estaba manejando. Le conté lo que había pasado.
“Tengo que salir de esta ciudad,” me dijo. “No puedo más. Hay mucha gente mala aquí.”
Se llama Olga. Dos semanas antes había encontrado una persona en condiciones similares a las mías. La policía le había quitado su coche. Ella misma dijo que había tenido una experiencia muy perturbadora con unos policías que la habían levantado e intimidado. Es madre soltera pero estaba separada de sus hijos. Vivía con ellos en los Estados Unidos cuando su mamá quien reside en México se enfermó. Ella regresó para atenderla, pero hubo un problema con su documentación y no la dejaban regresar. Sus hijos estaban con familiares en San Diego. Ahora vagaba por las calles de Tijuana, prestando servicios de transporte a través de Uber, esperando una oportunidad para regresar. Es cristiana. Me compró una hamburguesa y no me cobró el viaje, que había sido largo entre la serranía nocturna de Tijuana. Creo que pensaba que si rescataba suficientes personas en los baldíos de Tijuana, Dios la dejaría regresar con sus hijos.
Finalmente me dejó en un hotel cerca del centro. A la mañana siguiente seguía en alto estado de pánico y paranoia pero quería seguir con la caminata por el lado de San Diego. Compré un celular y recuperé el número que me habían quitado.
Fui a comprar un IPhone en San Diego y me instalé en el Border Inn en el lado estadounidense del cruce de San Ysidro, ya sintiéndome algo más seguro por estar del otro lado. Metí el chip en mi nuevo celular y esperaba que mi ánimo y la situación se fueran normalizando. Había tomado las fotos del viaje con mi celular extraviado y quería saber si seguían en mi ICloud. Había sido obligado a pasar mi contraseña con la ayuda de un rifle de asalto como mnemotecnia.
Al momento de entrar en mi ICloud recibí un aviso de que otra persona estaba intentando acceder. En este momento me di cuenta que al momento de meter mi chip en un Smartphone yo era rastreable para las personas que ya tenían mi celular. Tuve un ataque de pánico y estuve a punto de simplemente destruir mi nuevo IPhone. Lo dejé en el cuarto del hotel y hui a la calle.
Decidí que era tiempo de hablar con un policía y me dirigí casi corriendo hacia el cruce fronterizo, que me pareció en ese momento, con tanta gente uniformada, el lugar más seguro donde podría estar.
Me acerqué a un joven estadounidense en uniforme. Le expliqué que era periodista, que había sido asaltado en Tijuana y que estaban rastreando mi teléfono por medio del GPS. Me dijo que el no podía hacer nada y me dirigió a un miembro del Border Patrol que iba saliendo del edificio en el cruce fronterizo, una fortaleza de concreto.
“Soy un periodista, ayer fui asaltado por el narco y ahora me están rastreando por mi celular, ¿qué hago?” le dije mientras intentaba sacar una tarjeta.
“Aleja tus manos de tus bolsas,” me espetó metiendo sus manos hacia sus cinturón de armas.
Me dijo que debería ir a ver a la policía en Tijuana para hacer una denuncia.
“La ‘Border Patrol’, muy buenos para separar a las madres de sus hijos pero al momento que la delincuencia organizada te está persiguiendo, como periodista ni existes,” pensé.
Decidí abandonar la caminata, aunque las elecciones estadounidenses se avecinaban, y regresar a la Ciudad de México. Llamé a Olga del Uber, la buena samaritana, sin cuyo apoyo no habría aguantando esta parte del viaje. Crucé a pie a Tijuana donde ella me esperaba. Me dijo que ya vería cómo Dios me iba hacer terminar este proyecto. Me llevó al aeropuerto y no me dejó pagar.
Seis meses después en abril del 2021 salí de nuevo del aeropuerto de Tijuana temprano en la mañana para terminar la parte de San Diego. Me metí en la fila de cientos de personas cruzando a pie a los Estados Unidos. Dijeron que tardaríamos alrededor de una hora y media hasta poder pasar.
Justo frente a mí en la fila peatonal entre Tijuana y San Diego estaba un pandillero. Su cabeza rapada, su playera de básquetbol azul, sus brazos llenos de tatuajes y músculos, todo parecía indicar alguna afiliación chola. Agarraba su celular en ambas manos, siempre se paraba con su espalda contra alguna pared o columna. Hacía box de sombra, o se paraba a hacer pullups con la rama de un árbol. Sentí que para él esta fila entre ambos países era un campo de entrenamiento. Se afilaba como navaja.
Estuvimos parados ahí alrededor de una hora y media. La fila daba vuelta entre los coches y una hilera de tiendas de farmacias, comida y souvenirs. Vendedores buscaban las sombras para sentarse con sus mercancías contra las rejas. Músicos solitarios tocaban las melodías de la frontera. Un mar de coches avanzaba lentamente bajo el sol imperante hacia las casillas que dan entrada a los Estados Unidos. En algún nivel microscópico el polvo vibraba por el run run de los motores. En la distancia se paraban las astas con banderas estadounidenses flotando en el aire. Había personas moviendo niños por la fila como si estuvieran colocándolos.
Llegamos al primer filtro. Un oficial del Border Patrol estadounidense, blanco, recto, serio, estaba revisando los documentos de la gente en la fila y preguntándoles que iban a hacer del otro lado. El cholo se acercó al oficial, miro hacia abajo y puso sus manos sobre sus bolsillos. Dijo en una voz como si le hubieran cortado la garganta, “No tengo mis documentos, perdí mi cartera.” El oficial le dejaba pasar sin mayores indagaciones. Luego paró a la joven familia con dos niños que estaban formamos entre el cholo y yo, y los separaron para cuestionarlos. A mí me dejaron pasar sin preguntas.
La aduana parecía una fábrica pintada en colores de gris rojo, gris y gris azul alto e inapelable. El cholo desapareció entre las filas frente a las casillas de las aduanas estadounidenses en el brutal gris concreto del edificio. Luego lo vi ya muy adelante de mí pasando por la salida hacia San Diego, veloz y alegre.
El segundo día amanecí de mal humor y con dolor muscular por la vacuna. Corté por unos cerros hacia un suburbio. Ya tenía sed y buscaba una tienda. Vi una enorme escuela secundaria y pensé que seguramente habría algo para tomar cerca. Toqué el vidrio de un auditorio para preguntar. Un señor vestido en ropa deportiva caminó hacia mí detrás del vidrio de la puerta. Me dijo que no había nada ahí, ni una máquina de refrescos con un tono irónico. La tienda más cercana era un Wal-Mart a cuarenta minutos caminando en lo que era para mí la dirección equivocada.
“No tenemos mucho aquí, la escuela, las pistas de aterrizaje y una gran prisión,” dijo. Algo en el énfasis sobre la palabra prisión me hizo pensar que me estaba advirtiendo.
Más adelante por los yonques y el aeropuerto, una persona que estaba atendiendo un food truck me regaló varios burritos al cerrar. En la cantina solitaria de Brown Airfield me vieron entrar en una forma gruñona y distante.
Pasé por los yonques y los uniformes suburbios de Otay, sin gente en la calle y quienes me veían parecían estar esquivándome a distancia. Esto dificultó preguntar por las direcciones. Finalmente llegué al acaudalado fraccionamiento de Eastlake. Era de noche y caminé sobre un listón de concreto al lado de las anchas avenidas con sus guirnaldas de árboles y flores. No había tiendas, ni bancos, ni baños, ni fuentes. Llegué a un hotel de 4 o 5 estrellas, ya desesperado. Esa noche consideré seriamente abandonar el proyecto. Era más caro de lo que esperaba, incómodo, deprimente e inseguro.
La siguiente mañana amanecí determinado a continuar. Salí hacia el reservorio de Eastlake, paseando por el agua sobre trails impecables. Era un día hermoso. Vi pocas personas y los que encontraba en la distancia siempre se alejaban.
Caminando de regreso se detuvo una van blanca al lado de la avenida de regreso, justo donde empieza la construcción.
Salió un oficial del Border Patrol y caminó hacia mí, sus manos sobre su cinturón, con un paso parecido al de un gatillero en el viejo oeste.
“No debe estar caminando por esta avenida, es peligroso aquí,” me dijo en tono amable, pero se sentía un poco falso. “Un ciudadano preocupado nos marcó.”
Yo le contesté que era periodista y me encontraba haciendo un reportaje para la radio holandesa. Me pidió mi pasaporte. Saqué un Border Card, se sorprendió. Le pregunté si podía hacerle una breve entrevista, la rechazó mientras se apuraba para regresar a su van blanca que carecía de cromática que indicara que se trataba de una patrulla.
Encontré a Michael en una silla de ruedas con dos banderas estadounidenses por un estacionamiento en Casa de Oro. No había hablado mucho con la gente en los primeros días de esta caminata. Crucé unos desérticos cerros, cortando hacia el norte. Había amortiguado mi sed en los reservorios de agua de Sweetwater y visto venados corriendo debajo de los fraccionamientos. Pero realmente mi caminata a Casa de Oro había sido bastante solitaria.
“Pensé que me ibas a pedir un cigarro,” me dijo Michael, su pelo largo y gris. “Esto es lo que normalmente dicen cuando se acercan. ‘¿Hey man, got a cigarette?’ ”
Casa de Oro era un strip por Mount Helix, consiste de un par de kilómetros de salones de tatuajes, restaurantes étnicos, vape shops y strip malls. Después de los suburbios era un paraíso. No tan bonito, pero bueno y barato. Había visto a Michael ahí en su silla de ruedas en el parking vacío de un strip mall en la mañana, como si estuviera estacionado en un coche.
Michael me contó que había entrado a los marinos a los 17 años en los setentas. Era tiempo de paz y no había estado en combate. Luego la falta de rumbo y la drogadicción habían descarrilado su vida. Llevaba treinta años siendo indigente. Al final el Veterans Administration le había conseguido una casa pero hacía poco lo había desalojado el dueño.
“Lo peor de ser indigente son las otras personas indigentes,” dijo. “Yo odio a la gente que miente y roba.”
Sin embargo era vivaz y amable. Me dijo que los policías no me podrían pedir mi pasaporte. Me llamó la atención la formalidad de su sentido de derechos, comparado con México. También era notable el hecho de que él entendía que su condición era consecuencia de sus propios errores. En los Estados Unidos la riqueza es la norma y la pobreza es anormal, una caída de gracia.
Después pasé por el largo e intrincado oriente de San Diego por lugares como El Cajon, Santee, Poway y Vista cruzando por la serranía de Scripps Ranch. Había divagado de uno a otro strip mall y motel entre los cerros y valles del interior de San Diego. Un día me vi en un espejo y entendía que yo era el zombi, quemado y cojo.
Sabía que la gente pensaba que yo era homeless cuando me veían caminar con mi mochila.
Llegué finalmente a la playa. Quise comprar unos souvenirs. Al momento de querer pagar resultó que mi tarjeta de débito estaba bloqueada. Tenía alrededor de cuatro dólares en efectivo. Intenté sacar dinero del cajero pero no pude. Quedé varado sin dinero.
Empecé a caminar lo más rápido que pude al hotel que había reservado por la costa. Gasté mis últimos dólares en un café pequeño, lo más barato del menú en una sucursal de Angelo ‘s Burgers para poder usar el baño. Ya tenía periostitis en ambas espinillas por caminar tan rápido sobre el asfalto.
Al intentar hospedarme ya muy tarde resultó que mi reservación había sido cancelada. Le pedí a una amiga que me reservará un cuarto en otro hotel cercano, el Quality Inn. Llegué al enorme hotel que tenía pinta de bodega industrial. La puerta estaba cerrada y la recepcionista no aparecía. Después de gritar y golpear durante un tiempo finalmente me cansé y decidí dormirme ahí hasta que llegara alguien.
Justo estaba durmiendo sobre el tapete de bienvenida del hotel cuando escuché que un coche se estacionaba al lado mío. Salió un policía muy joven y amable, como personaje de algún sitcom. Me preguntó si estaba bien. Le expliqué la situación y me dijo que no había mucho que hacer más que dormir afuera. Dijo que le gustó mi sitio de internet mientras avanzaba hacia su patrulla dejándome en este estacionamiento a las dos de la mañana. Finalmente decidí dormir en la playa.
Llegué en la oscuridad por las alcantarillas frente al mar. Bajé hacia las líneas blancas del oleaje sobre la playa. Busqué lo que pensé sería un buen lugar para dormir arriba de unas rocas. Empecé a acomodarme. Luego vi que ya había alguien durmiendo ahí en un sleeping. El mejor lugar ya estaba tomado.
Desperté por dos surfistas que llegaron a la playa antes del amanecer. Miraban hacia el oleaje mientras hacían estiramientos, vestidos en sus wetsuits y con sus tablas volteadas sobre la arena.. Da testimonio a mi estado de ánimo que los vi casi religiosos, como monjes de algún exótico culto al mar.
Pasé sin dinero por la costa hacia el sur en el grisáceo amanecer. Finalmente y gracias a un surfista amigo de mi hermano logré conseguir fondos para seguir. Pero ya los días y noches en la intemperie me habían cansado y el dolor del periostitis macheteaba en contra de mis espinillas. Caminé cada vez más lento. Yo me tomaba muy en serio eso de llegar a todos lados a pie pero finalmente en el vasto e incaminable campus de la Universidad de San Diego en La Jolla me di por vencido, arrastrándome hacia la parada de un camión.
Llegué al ITH Beach Bungalo Surf Hostal en Pacific Beach como zombi. A penas podría caminar. Mi ropa apestaba. Mi piel estaba quemada y despellejándose. Y más que nada estaba muy sacado de onda por haber fracasado en mi intención de caminar toda la orilla de San Diego. Cargaba nada más una mochila llena de ropa sucia. Me trataron con cierto susto y compasión cuando entré al área común con su mesa de madera y sus tasas de café, jóvenes sentados sobre los bancos. Subí a las literas arriba y dormí como una piedra.
El hostal tenía una suerte de terraza frente al malecón pedestre frente a la playa. Al siguiente día nada más me asomé para ir al mar, donde me quedé con los pies maltratados en el oleaje, un par de horas. Pensé que era una de las sensaciones más agradables de mi vida, el jalón del agua fría y la ríspida arena. Pasé el resto del día en mi litera mientras paseaban los jóvenes surfistas en sus distintas modalidades de fiesta. Playeras, shorts, tatuajes, conversaciones de drogas, chela y chisme, se mezclaban en la semi-oscuridad del dormitorio.
Finalmente la segunda mañana amanecí algo recuperado. Saqué mi micrófono y me presenté como periodista. Reaccionaron con sorpresa, pensaron que era homeless. Fui preguntándoles de la ciudad y el lugar. En general el propósito de su presencia en este sitio era muy claro, iban de fiesta. Por ejemplo, iban a tener una fiesta de lencería el siguiente día. Tomaban la idea de fiestas alrededor de fogatas en la playa muy en serio. Pronto me bautizaron como Beach Bungalow Reporter.
En la noche, mientras jugaban beer pong en la terraza, me senté por la fogata y por donde pasaban los viajeros para sentarse en los sillones.
“Ya viste qué tan rápido puedes ser homeless aquí,” dijo un joven programador. “Tú llegaste a San Diego como viajero, que es básicamente alguien sin techo con dinero, y en una semana te convertiste en homeless.”
Entre los surfistas, programadores y músicos que pasaron ante las llamas y quienes contamos nuestras historias hubo un wilderness trainer, Lykos, rechoncho y animado. Él iba con jóvenes al desierto por periodos de seis semanas. Tenían que sobrevivir por sus propios medios. Le dije que eso me parecía muy interesante. Yo estaba haciendo un proyecto de caminar alrededor de una ciudad pero sentía que era muy malo en ello. Me perdía todo el tiempo, me dejaba agarrar por la noche, me quedaba sin agua, tenía lesiones, me metía en situaciones peligrosas, era claro que necesitaba un curso de esos.
Me dijo que enseñaban un triángulo de planeación a los jóvenes. Tenían que plantear tres cosas: dónde, cómo y cuándo tenían que llegar seguros. Con base en eso planeaban sus movimientos.
Me dijo que si estuviera haciendo un proyecto como el mío haría una pirámide de necesidades y haría una serie de planes para cada necesidad. Recomendó cocer un rastrillo, una llave para esposas y un hilo de diamante atrás del pantalón como el que llevaba en todos sus pantalones.
Sacó fluidamente una navaja que abrió con un clic mecánico. Siempre tenía dos navajas, una muy plana colgada por su cuello, así era más fácil pasar por las aduanas. Iba a hacer un curso en sexo tántrico en Costa Rica en un par de semanas. Me recomendó usar Gaia GPS para mis proyectos, consejo que he seguido. Sentí que esa era una conversación que debería haber tenido hace mucho tiempo.
Sin embargo me di cuenta que con su metodología sería imposible hacer este proyecto porqué nunca pasaría de la fase de planeación, simplemente el análisis de riesgo sería una tesis de doctorado. Además difícilmente me lo podría imaginar con su actitud pasando por la orilla de una ciudad mexicana aunque él me dijo que tenía una técnica, con la cual podría pasar casi invisible.
Me dio varios consejos. Sentí mi orgullo un poco restaurado en mi papel de Beach Bungalow Reporter. Ya me faltaba poco. Estaba ansioso por terminar.
Salí del hotel sobre Broadway en Chula Vista listo para terminar de caminar alrededor de San Diego. La avenida era un largo strip mall y los foodtrucks todavía no habían abierto. A veces se veían low riders como joyas sobre las anchas planchas de asfalto y graffitis con temas mexicanos. El barrio parecía algo delictivo pero lo prefería a los suburbios, al menos había tiendas.
Ubiqué un salón de tatuajes, según el más viejo de Chula Vista, con dibujos de diseños pegados sobre las paredes. Una mujer negra estaba sentada esperando sobre un banco. El tatuador estaba ocupado tatuando el hombro de un joven latino con la cabeza rapada. Se escuchaba el murmullo de la aguja.
Le dije que era periodista y que quería entrevistarlo. Los tatuadores muchas veces tienen un buen sentido para el pulso de una comunidad. Todos les explican la elección de sus tatuajes.
“Esto no me interesa, realmente no escucho cuando gente empiezan a hablar de sus problemas, prefiero cuando la gente se hacen tatuajes por vanidad,” dijo Lefty, el tatuador, su pelo negro ya con mechas grises.
Lefty me dijo que también había pensado que era indigente cuando entré. Dijo que a veces los homeless entraban y buscaban atención. El pensaba que era por soledad, pero luego sus formas de buscar atención eran agresivas.
El soldado, quien estaba siendo tatuado, nos escuchaba. A él le preocupaba que su tatuaje no fuera visible con una playera. Preguntó a su esposa como se veía.
“Se ve muy bien, honey,” dijo ella acercándose. Luego el soldado le preguntó si quería hablar conmigo sobre lo que está sucediendo en el hospital.
Ella era enfermera en el principal hospital estatal de San Diego. Dijo que estaban saturados con homeless que no tenían pólizas de seguro. Para la gente sin techo la única manera de acudir a servicios médicos era internándose a emergencias, donde no los podrían rechazar.
“Todos piensan que son locos o drogadictos y hay muchos de esos pero cada vez vemos más gente que están indigentes por falta de recursos,” dijo la enfermera.
Continué hacia el sur por la ancha avenida. Crucé un río y el otro lado del fraccionamiento me resultó familiar. Cuando fui para vacunarme había caminado al occidente y llegué a un parque que parecía un césped interminable; justo al lado de donde me vacuné. De repente me di cuenta que ya había cumplido, en el grado posible, con mi intención de hacer todo este proyecto a pie. Sentí un enorme sentido de liberación. En este momento chequé mi celular y mi tarjeta estaba desbloqueada. Estaba libre.
Dos hombres afroamericanos estaban sentados por una mesa en el parque, con un cartón de cerveza, rapando con una bocina.
Get cut up late night
In TJ on the freeway
Gonna fly south.
Tijuana no es misteriosa. Al menos en esta caminata la orilla de la parte mexicana me parecía clara. Sus habitantes son más transparentes y más respetuosos del oficio de periodista que la gente del centro de México. Los temas que preocupan a la ciudadanía también están manifiestos en un poderoso movimiento de arte con fama internacional. Su orilla es extrema pero entendible comparada con el resto del país.
San Diego, al otro lado, me parecía mucho más opaca. El arte público era naturalista y daba versiones románticas de la historia. Las personas no tienen tanto respeto para periodistas y cuesta más trabajo que se dejen entrevistar. Es un lugar que invierte mucho tiempo, dinero y agua en apariencias. Caminando por sus suburbios uno siente las floreadas y arboladas avenidas como una ilusión. Siempre están hechos de tal forma que no es fácil tocarlas. Cuando uno va caminando uno se da cuenta que no solo están diseñadas sin tomar en cuenta a los peatones, más bien están en contra de ellos. No hay bancos, no hay fuentes, no hay baños y se siente que hay una mano invisible intentando complicarles la vida. Esta experiencia es difícil rimar con la evidente opulencia de San Diego. Más que ciudad parece ser una producción.
Cuando me libré tomé un Uber al lejano suroriente. Hubo un sitio que me había llamado la atención justo fuera de la mancha urbana de San Diego en Otay Mesa. Ahí en una cuadrícula enorme de desierto el gobierno estadounidense resguarda ocho instalaciones penitenciarias, entre ellos un centro para migrantes, una cárcel estatal y un centro de rehabilitación para jóvenes.
En Google Maps había un café, Sullivan’s Café en la mitad de la cuadrícula. Me lo imaginé lleno de parientes y custodios cambiando de turno. Pasamos por un vasto edificio rectangular. Me dijo el chofer de Uber que era una nueva planta de Amazon, iban a traer trabajadores de México por el cruce de Otay Mesa para evitar los sindicatos estadounidenses.
Llegando a una barrera al lado de una caseta con un guardia paramos. El guardia nos avisó que el café estaba dentro de la cárcel. No insistí pero cuando nos dimos vuelta me paré sobre un montículo viendo la cárcel perdida en la extensa planicie.
Regresamos, tenía un último sitio que visitar.
Pasé por San Ysidro, donde había tenido tantos sentimientos fuertes. Tomé un Uber hacia Playas de Tijuana. Vi pasando el paisaje rudo por la muralla entre San Ysidro y el océano y estuve feliz que no lo había caminado. Tijuana ya me daba temor. Pero la playa era tan icónica para la ciudad que no tener registro fotográfico era impensable.
Un haitiano manejaba y estaba muy contento en Tijuana.
“Si no buscas problemas no te pasa nada aquí,” dijo mientras manejaba por la ancha avenida hacia el mar.
Bajé por la playa. Mientras en San Diego muchos trataban de mostrar el cuerpo en la playa en Tijuana todos iban vestidos. El arte público era del presente y sobre la problemática actual. El ambiente era provocador. En alguna forma parecía un fotonegativo de San Diego. Lo que San Diego tiene, no tiene Tijuana. Lo que tiene Tijuana, no tiene San Diego.
El conjunto playero parecía una película de ciencia ficción, la última frontera de la cultura latina. La luz del atardecer era hermosa y murales lucían imponentes por la muralla. Comí un excelente molcajete de mariscos. Músicos tocaban por la playa y jóvenes se colgaban sobre cuatrimotos. Las fachadas hacia el océano lucían espléndidas en mil colores mientras el sol bajaba por las nubes hacia el horizonte. Di por terminado mi viaje.
*El proyecto Borde(R): A pie por la orilla de Tijuana y San Diego fue posible por el apoyo del Steunfonds Freelance Journalisten del Reino de los Países Bajos. El autor quiere agradecer a Dignicraft de Tijuana y Edwin Koopman del Bureau Buitenland del VPRO Radio, Gustavo Graf y Will Aguado.
Feike de Jong es un periodista neerlandés, con 20 años de experiencia en México, especializado en temas de energía, cambio climático y urbanismo. Se puede encontrar su trabajo sobre la orilla de la Zona Conurbada del Valle de México en www.limites.mx.
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