Este museo materializa el mito de una ciudad construida de oro. En el lugar se expone la colección de orfebrería prehispánica más grande del mundo. Con seguridad bancaria uno puedo visitar ornamentas y objetos invaluables
@ignaciodealba
¿Por qué alguien se libraría al mar a vivir mil penurias? Solo quimeras lograron que un grupo de pobretones de la España más marginada se embarcaran a cruzar el Atlántico, en poco más, que una cáscara de cacahuate. Las carencias alimentaron sitios imposibles: la fuente de la eterna juventud, una isla habitada solo por mujeres vírgenes, una ciudad construida de oro.
Cuando Hernán Cortés se acercó a Tenochtitlán, la capital mexica, convenció a los mensajeros y pobladores de que padecía una enfermedad que solo se podía curar con el oro. En busca de su antídoto se aproximó tierra adentro.
América no contuvo lo que buscaban los viajeros europeos, o no del todo. Los tesoros había que desenterrarlos, las casas no estaban construidas de oro. La búsqueda de vetas se prolongó durante generaciones, en México las ricas minas de plata de Guanajuato funcionaron cuando Cortés ya llevaba más de cien años muerto.
La abundancia de oro se encontró en los pueblos de los Andes centrales (Perú, Ecuador, Colombia). Se sabe que fueron ellos quienes descubrieron la metalurgia, en América, cuatro mil años antes de que naciera cristo. El trabajo metalúrgico floreció en decenas de estilos diferentes y se expandió por distintos pueblos que se revistieron con el color del sol.
El cronista Fray Pedro Simón relató -quizá de forma exagerada-en el siglo XVII “no había indio ni mujer que no tuviese… joya, orejeras, gargantillas, coronas, bezotes…, pedrerías finas y bien labradas, sartas de cuentas. Las muchachas traían al cuello cuatro o seis moquillos de oro”.
La orfebrería estuvo al servicio de los gobernantes, quienes la utilizaron para reforzar su prestigio y hacer visible su autoridad. Pero los objetos también fueron sagrados y simbólicos. Muchas piezas preciosas fueron entregadas a la tierra o arrojadas a lagunas, para mantener el equilibrio del mundo.
La abundancia fue tal que en Colombia se creyó la existencia de El Dorado, la ciudad construida de oro. ¿Cómo nació esta historia? Fue idea de los nativos que inventaron riquezas en otros sitios para deshacerse de los sanguinarios conquistadores; a capitanes para convencer a los pobladores a embarcarse a un viaje azaroso; o a lo mejor, fue solamente un relato que se convirtió en mito, nutrido en sostenidas exageraciones.
Como sea, durante cientos de años muchos se arriesgaron en busca del mito fantástico.
En el Museo del Oro de Bogotá, uno puede imaginar el encantamiento del que fueron objeto los europeos. Los tesoros que se exponen hacen la pena cualquier viaje. Dos pisos repletos de hechizantes metales.
En el museo más visitado de Bogotá uno debe cruzar puertas como las de una bóveda de banco. En el lugar hay más de 30 mil piezas de orfebrería, entre oro y tumbaga. Los artistas lograron aleaciones para obtener colores y durezas determinadas. Hay piezas que seducen no solo por su brillo, sino por su bella hechura.
De dorado se revistieron instrumentos musicales y objetos cotidianos: narigueras, brazaletes, argollas, diademas, bastones, cascos, poporos, máscaras, pecheras etc. Hay figurillas de animales sagrados y piezas ornamentales. La vista se cansa de la insolación metálica.
Los objetos que encontraron los conquistadores fueron fundidos en lingotes que se mandaron a Europa. Lo que no hallaron fue descubierto por guaqueros que lucraron con los tesoros precolombinos. Pero en el último siglo el gobierno de Colombia se dedicó a conservar su patrimonio histórico. Con eso le bastó al Estado para montar el museo de oro más grande del mundo.
Después de la colonización sobrevivieron muchas piezas de oro, pero no sobrevivieron los maestros orfebres. La cultura de los orífices indígenas prácticamente se extinguió.
Las vitrinas del museo son extensas y las piezas miles. Hay elaboraciones por montón, pero hay algunas con valor superior. Como el caso del Poporo de Quimbaya, encontrada en una cámara funeraria de Antioquia y la Balsa Muisca que hace alusión a una ceremonia de investidura. Esta última escultura debe permanecer en una recamara oscura, su oro contiene tanta pureza que la luz lo dañaría.
Limpiar las vitrinas de este museo debe ser el trabajo más difícil del mundo, cientos de manos empañando los vidrios en su intento de tocar, de tener más cerca cualquier insecto hecho de oro macizo.
Cuando salgo del Museo del Oro me electriza la realidad, veo a indígenas Kogui vendiendo artesanías en las calles de Bogotá. Pueblos que alguna vez se dedicaran al oro, ahora trabajan artesanía -ni siquiera le decimos arte- con hilos de algodón y chaquiras de plástico.
Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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