24 marzo, 2022
Esta es la historia de Ariadna Solís, originaria de la comunidad de Yalalag, en Oaxaca, y Aukwe Mijares, Wixárika, al norte de Jalisco, dos mujeres indígenas que, desde los espacios urbanos, portan y reivindican su vestimenta originaria contra el racismo y la discriminación
Texto: Samantha Anaya y Leslie Zepeda / ZonaDocs*
Fotos: Leslie Zepeda
JALISCO.- La realidad en la que viven las mujeres indígenas en México es sumamente violenta. Padecen violencia intrafamiliar por razón de género, además sufren violencia racista y colonial, pues, por condiciones socioeconómicas, son forzadas a emigrar a territorios donde la estructura de un Estado Nación busca borrar su identidad tanto individual como comunitaria.
Al menos así lo viven Ariadna Solís y Aukwe Mijares, dos mujeres indígenas provenientes de comunidades Yalalag en la Sierra Norte de Oaxaca, y Wixárika al norte de Jalisco. Ambas han tenido que resistir a estas violencias estructurales y han decidido hacerlo siempre orgullosas de quienes son. Algo que plasman muy bien a través de sus vestimentas originarias.
Ariadna Solís, quien además es licenciada en Ciencias Políticas y Maestra en Historia del Arte, considera que estas violencias patriarcales que viven día a día forma parte de “una estructura que les violenta a partir del género y en donde parece que (para ellas) esta es la única forma de vivir”.
Por ello, portar la vestimenta de sus comunidades es una forma de resistencia, pues así están ejerciendo su derecho a la identidad individual y comunitaria, algo que les permite nombrarse desde lo que son: mujeres indígenas.
Ambas denuncian vivir actos discriminatorios en las áreas urbanas a las que migraron desde su infancia. Su manera de vestir, hablar, comer, pensar e, incluso, de percibirse a sí mismas fueron suficientes para que la población ejerciera violencia social, cultural y simbólica en su contra.
“En una ocasión fui a hacer una tarea a Plaza Galerías y yo invité a dos amigos Wixárika, como yo. Al entrar al lugar nos detuvo la policía porque decía que nosotros éramos unos terroristas”, denuncia Aukwe.
Asimismo, Ariadna menciona que son estos actos de odio que ocurren por portar sus vestimentas originarias o por hablar una lengua distinta al español, los que generan discriminación y violencia, tal y como le tocó a ella y su familia vivir cuando se vieron obligadas a no hablar su propia lengua.
“Justo cuando mi mamá migró, yo tenía 12 años y ella vivió esta adaptación al español que trae consigo la pérdida de la lengua. Ella por una serie de problemas de discriminaciones que ha vivido a lo largo de su infancia, ha experimentado las heridas que quedan por la violencia, y que, obviamente, no quiere que sus hijas vivan, por eso no nos enseñó zapoteco, nos enseñó español esperando que eso nos brindara más oportunidades escolares y laborales”.
Las expertas y los expertos, que trabajan por la defensa de los derechos de las comunidades indígenas, aseguran que las comunidades indígenas migran hacia las zonas urbanas de sus estados en búsqueda de mejores condiciones de vida, las cuales el Estado les ha negado en sus lugares de origen. El caso de Ariadna ejemplifica este punto, pues señala que se les ha orillado a “desmantelar su vida comunitaria”, con la promesa de que solamente en la ciudad, en las zonas de desarrollo, podrán acceder a sus derechos básicos.
Un ejemplo de ello se expone en el informe Condiciones de vida de la población indígena de Jalisco, ahí se señala que la población indígena Wixárika que habita en Zapopan (14 mil 413 personas) es casi igual a la que reside en Mezquitic, municipio con el mayor número de habitantes pertenecientes a esta comunidad indígena.
Otros estudios como la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México, realizada por INEGI en 2017, además señala que esa migración forzada está acompañada de violencia, pues una quinta parte de las mujeres y hombres indígenas han denunciado ser víctimas de acto de discriminación, algo que ocurre con más frecuencia cuando solicitan hacer válido su derecho humano a la salud o cuando no pueden ejercer una libre movilidad en el espacio público sin ser discriminados.
Cuestión que se manifiesta, precisa INEGI, cuando reciben insultos o miradas incómodas que, principalmente, se centran en su condición cultural y en su forma de hablar y vestir. Esto hace que la mitad de la población indígena en el país considere que sus derechos no son respetados, lo que para ellos repercute en falta de empleo y, por ende, en su no acceso a una vida digna por falta de recursos económicos.
Algo que se materializa más si se aplica un criterio de interseccionalidad, pues ser mujer indígena en un entorno urbano incrementa más la posibilidad de ser discriminada o violentada.
Sobre el tema, Ariadna Solís -quien ha enfocado su trabajo académico al estudio de la representación indígena- afirma que estos actos de odio, así prefiere llamarles, están correlacionados con el término “pigmentocracia”; pues las personas que tienen los tonos de piel más oscuros son más vulneradas y violentadas.
Aunado a la discriminación y violencia racista, se suma la violencia de género.
En la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares, elaborada también por INEGI en 2016, se señala que, en general, en el país el “66.1% de las mujeres han sufrido, al menos, un incidente de violencia emocional, económica, física, sexual o discriminación, esto a lo largo de su vida y en, al menos, un ámbito de su vida social”.
En cuanto a las mujeres indígenas, se estima que 59% ha experimentado algunas de estas violencias a lo largo de su vida. Siendo la emocional la de mayor incidencia con un 45.5%, luego sigue la violencia física (32.6%); la violencia sexual (29.6%) y la económico-patrimonioal (26%). Sus principales agresores son sus parejas y/o familiares.
Esto coincide con lo que la académica Gabriela Juárez Piña, activista y titular del Programa de salud intercultural para residentes en el Área Metropolitana de Guadalajara (AMG), ha investigado alrededor de la violencia a la que son objeto las mujeres jóvenes indígenas, pues en sus investigaciones señala como éstas experimentan una fuerte restricción de movilidad en el espacio público, esto debido a los órdenes de género de las culturas indígenas, donde el honor de la familia depende del control sobre la vida sexual de las hijas.
Este control sobre sus cuerpos y decisiones también imposibilita su acceso a los servicios públicos de salud, pues de la población indígena migrante que habita en el Área Metropolitana de Guadalajara, son los hombres indígenas quienes más acuden a ellos.
Esto propicia que menos del 50% de las mujeres indígenas, en estos municipios, no puedan hacer valer su derecho humano a la salud. Cuestión que resultó preocupante en el marco de la pandemia de COVID-19, pues de las 19 mil 149 personas indígenas que enfermaron, el 46% fueron mujeres. El total de mujeres indígenas que se estima fallecieron de COVID-19 fueron mil 074.
La investigadora estima que esto pasa porque los varones sí han podido acceder a fuentes de trabajo formal, lo que les permite contar con prestaciones de ley, mientras que la mayoría de las mujeres indígenas se dedican a trabajos no remunerados, como el cuidado del hogar, o al autoempleo informal. Esto no hace más que generar condiciones de dependencia económica respecto a sus padres, parejas o hermanos.
“Las mujeres indígenas en el estado de Jalisco viven en un contexto de rezago social en cuanto a tener oportunidades de estudiar o de contar con fuentes de trabajo de acuerdo a su oficio que les permita a ellas garantizar plenamente sus necesidades socioeconómicas”.
Sobre ello, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), estimó que de la población indígena que se encontraba en situación de pobreza extrema en México, el 79.7% eran mujeres, lo que, a su vez, les impide la garantía de sus derechos.
La madre de Aukwe forma parte de esta población. Y lo es desde que tenía cinco años, edad en la que tuvo que mudarse al Área Metropolitana de Guadalajara, a pesar de que en ese momento aún no hablaba español y eso complicó su inserción con el resto de la población urbana.
Años después, y aunque ya había aprendido el idioma y la forma de vida, su madre fue víctima del abuso y discrimiación pues Aukwe narra que intentaron negarle un derecho laboral, su finiquito por un trabajo que realizó. El caso de su madre no es aislado, ya que a las violencias que vive la comunidad indígena, en el caso de las mujeres también se suma la violencia patriarcal, que no les da el reconocimiento económico que ellas se ganan al trabajar.
Carmen Herrera y Bernard Duhaime, investigadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), expresan que en México, y en general en América Latina, existe una “feminización e indigenización de la pobreza”, lo que repercute en que estas mujeres padezcan de manera simultánea distintas violencias.
Al respecto, Ariadna asegura que, a causa de la pandemia, se ha marcado un antes y un después, porque el COVID-19 agudizó aún más las desigualdades que viven las mujeres indígenas, dentro y fuera de sus comunidades.
Ariadna señala que, a pesar del escenario pandémico que incrementó el número de casos de violencia contra las mujeres indígenas, también han crecido las redes de apoyo comunitario entre ellas, lo que les ha permitido sobrevivir a este contexto de extrema violencia en su contra.
A causa de estas violencias en contra de las mujeres indígenas -violencia patriarcal, racista, colonialista y clasista- ellas no sólo no son libres de vestir como ellas desean, es decir, utilizar las prendas de sus comunidades, sino que esto limita su derecho a la autonomía sobre sus cuerpos, por lo que se ven obligadas a elegir y pensar cuidadosamente los sitios en donde pueden y donde no pueden vestir estas prendas, pues corren el riesgo de ser violentadas por su apariencia.
Al respecto, Ariadna cuenta que a raíz de las medidas sanitarias implementadas a causa de la pandemia, le ha sido imposible visitar su comunidad tal y como lo hacía antes de la emergencia sanitaria, lo que a su vez ha imposibilitado que pueda vestir el conjunto completo de Yalalag, pues este era el único espacio en el que podía ser ella misma sin temor a ser discriminada.
“Elijo con cuidado en qué momentos ponerme mi huipil, pero las fiestas de mi comunidad intentó hacerlo más evidente, aunque también estos dos años de pandemia han dificultado la presencia en Yalalag, porque, por ejemplo, no ha habido fiestas en dos años, desde que cerraron la comunidad y yo no he podido ir”.
Sin embargo, si bien las comunidades de donde ellas son originarias suelen ser sitios más seguros para su integridad, lo cierto es que dentro de sus mismos espacios comunitarios no tienen una vida libre de violencia, ya que, por un lado, la violencia de pareja es una realidad en su día a día, y, por el otro, estos casos suelen ser ignorados e invisibilizados por parte de las autoridades gubernamentales, pues el acceso a estas es básicamente nulo.
Sobre esto, ONU Mujeres México ha hecho sobre el impacto de la pandemia en la violencia de género en niñas, adolescentes y mujeres indígenas en el país, pues el organismo internacional indica que durante los dos años de la pandemia, un 64.7% de las niñas y mujeres indígenas de 12 años en adelante realizaron actividades no remuneradas en comparación con el 35.3% de los hombres indígenas; es decir, más de la mitad de las labores de cuidado recayó en ellas.
Esto, como hemos venido elaborando, propicia una dependencia económico-patrimonial que deriva, en la mayoría de los casos, en violencia emocional o física.
Respecto al derecho humano a la salud, la misma ONU señala que la crisis sanitaria tiene impactos en la salud y seguridad de las mujeres indígenas. Destacan que previo al COVID-19, niñas, adolescentes y mujeres en las comunidades tenían un limitado acceso a los servicios de salud dado que las autoridades no proporcionan esos servicios públicos en todo el país.
Para ejemplificar lo anterior, Gabriela Juárez relata lo vivido por Claudia, mujer indígena de la comunidad Wixárika, Tatéi en Mezquitic, y madre de Despertar, una niña que recibió dos piquetes de alacrán y quien durante horas no pudo acceder a servicios médicos que pudieran colocarle suero y así contrarrestar el veneno del animal.
Su madre la trasladó hasta la clínica más cercana en Huejuquilla El Alto, a aproximadamente 45 kilómetros desde Mezquitic. Al llegar le negaron la atención, pues decían que no podían hacer algo por ella, a pesar de que era una clínica de segundo nivel.
Finalmente, médicos del Hospital Civil en Guadalajara ya no pudieron hacer nada por salvarla y dictaminaron su muerte. Despertar tenía cuatro años cuando fue, oficialmente, dada por muerta a causa de las dos picaduras de alacrán; sin embargo, lo que terminó con su vida en realidad fue la negligencia del Estado que, a través de los funcionarios públicos, le negaron el acceso a su derecho humano a la salud.
“Vemos que hay un vacío, mucha desatención en los problemas de las niñas, niños y mujeres, en general en los pueblos indígenas, pero quienes más han sufrido esta violencia en el contexto de la pandemia, pues han sido las niñas y las mujeres, porque no solamente tienen más posibilidades de morir antes de los cinco años, sino que también tienen menos posibilidades de estudiar, de contar con mejores oportunidades para tener un trabajo digno, con seguridad social y con ello cubrir su derecho a la salud”, denuncia Gabriela Juárez.
Asimismo, poder recibir servicios básicos de salud sexual y reproductiva para ellas es casi imposible y aún durante la contingencia el gobierno debió haberlo garantizado. La limitación de estos servicios visibilizó los embarazos en adolescentes indígenas.
Por otro lado, en cuanto al acceso a la educación, la ONU evidencia que un 67.5% de las adolescentes indígenas, mayores a 15 años, dejaron de asistir a la escuela durante la pandemia, señalando, además, que al hacerlo para ONU Mujeres México es muy probable que muchas de ellas ya no retomen sus estudios: “El cierre de escuelas puede aumentar la probabilidad de abandono escolar, lo cual, de acuerdo con evidencia de epidemias previas, es mayor para las mujeres adolescentes indígenas”.
Si bien, la violencia y la discriminación en contra de las mujeres indígenas no es una situción reciente -pues, el racismo, el clasismo y el machismo son problemas estructurales- lo cierto es que la crisis sanitaria sí vino a complejizar y acentuar la violencia en contra de ellas.
Aukwe señala que, en su comunidad la violencia hacia las mujeres por parte de sus parejas fue mucho más frecuente, algo que ya conocían pero que pocas mujeres denuncian ni siquiera socialmente, mucho menos ante una dependencia de justicia porque el acceso a ellas en estos sitios les ha sido negado. Incluso denuncia posibles casos de feminicidios durante el tiempo de confinamiento total y de los que no se conoce la causa real.
“La violencia doméstica porque allá en mi comunidad todo el año hay violencia doméstica, peor por ejemplo las mujeres que salían a trabajar o que tenían trabajos fijos tuvieron que quedarse en sus casas y yo no sé si en todos lados, pero en mi comunidad sí aumentó un poco la violencia, nada más que a ellas también les da vergüenza decirlo. Luego es como que está pasando pero nadie vio, nadie escuchó, como en modo silencioso, pero yo sí me di cuenta de que hubo varios casos de violencia”.
Los hechos que relata la jóven Wixárika no son aislados, puesto que el contexto de opresión de las comunidades dificulta que las mujeres indígenas puedan salir de los círculos de violencia machista, y mucho menos poder acceder a centros de justicia donde puedan denunciarlos. La lejanía donde se encuentran las poblaciones de personas indígenas, como zonas rurales o asentamientos lejanos generan que la violencia doméstica sea menos visible; es decir, que las mujeres la viven en soledad y en silencio.
Al respecto la ONU Mujeres México tiene registro de que al menos el 7.1 % de las personas que buscan apoyo en los refugios para mujeres en situación de violencia son personas hablantes de lengua indígena, y, de este porcentaje, 2.4 % son mujeres que huyen de sus hogares dentro de las comunidades.
Aunado a ello, Aukwe afirma que, aún cuando se ha hablado del tema para visibilizar este tipo de violencia que viven las mujeres indígenas en sus comunidades, lo cierto es que “es como si nadie viera, ni escuchara, como si toda la situación estuviera en modo silencio”.
Otro tipo de violencia extrema que ha ido en aumento a partir de inicios de 2020 cuando inició la pandemia son los casos de feminicidios y suicidios al interior de las comunidades, suicidios cuyas causas y razones jamás son esclarecidas.
Un caso que ejemplifica lo anterior, aunque éste sucedió los días previos al inicio de la pandemia, fue el de Liliana Carrillo González, mujer wixárika de 20 años que fue asesinada por su esposo el 3 de marzo de 2020; sin embargo, la Fiscalía Regional y la Delegación del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses en la Sierra Norte del estado, clasificaron su feminicidio como un suicidio.
Lo ocurrido con Liliana para el Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de las Mujeres (CLADEM) evidencia que los feminicidios, particularmente, los que ocurren en las comunidades indígenas: “han sido invisibilizados y se encuentran envueltos en un entorno de impunidad y complicidad”.
Y esto es así, denuncian, porque existe “ausencia de interseccionalidad y debida diligencia para abordar los casos de violencia contra mujeres y niñas en los pueblos originarios”.
Es como con claridad expresa Aukwe: “Allá no se dice mucho porque es como dicen ‘pueblo chico, infierno grande’, así que la gente prefiere ahorrarse problemas”.
Por su parte, Ariadna relata que el contexto de violencia en el que viven las mujeres indígenas es complejo. Ella considera que no todas las mujeres indígenas pasan por las mismas violaciones a sus derechos humanos. Por ejemplo, una de las múltiples formas de violencia que viven las mujeres indígenas son las opresiones estructurales que las invisibilizan, ámbitos en los que su opinión no es considerada ni tomada como válida.
“Algo que es cierto, al menos hablando en términos de representación, es que sigue siendo un hecho que quienes hacen y gestionan las representaciones generalmente son quienes son personas externas a las comunidades”.
Asimismo, detalla que la pandemia sí ha marcado un antes y un después en el sentido de que se han agudizado más las desigualdades que sufren las mujeres indígenas, esto en términos económicos, de quiénes sostienen los cuidados en el ámbito privado y comunitario, la carga de trabajo doméstico y en términos emocionales, lo que “nos habla que el peso de la crisis ha recaído en nuestros cuerpos” .
Por su parte, el Estado mexicano ha recortado muchos recursos que estaban destinando para programas para el fortalecimiento de las lenguas, esto bajo el argumento del reajuste de presupuesto ante la emergencia sanitaria. Sin embargo, en otros ámbitos que no eran prioritarios y que, por lo tanto, se pudo recortar parte de su presupuesto, el Estado decidió dejarlo con el mismo recurso:
“Sí ha habido un antes y un después en los recuerdos que se asignan, pero también en términos de organización colectiva y comunitaria”.
Esta idea la complementa Aukwe, quien indica que en el caso de la comunidad Wixárika las clínicas que existen no son atendidas por parte de los gobiernos, pues no se les brinda el material clínico suficiente, situación que ya existía previamente a la pandemia y impedía el acceso a la salud para las y los habitantes. A causa de la crisis sanitaria esto empeoró, pues señala Aukwe no se contaba con oxígeno, recurso indispensable para atender a las y los pacientes con Covid-19, por lo que muchas personas fallecieron.
“La mayoría de los doctores que mandan allá son practicantes, o a un sólo médico y dos o tres practicantes y cuando pasó lo de la pandemia se visibilizó eso que estaba pasando en las comunidades, por falta de medicamento, por falta de conocimiento de cómo tratar la enfermedad y varias personas murieron. Eso es un rezago que se vió, que hubo muertes además de por la enfermedad, por la falta de infraestructura. Pienso si desde hace tiempo se hubiera arreglado eso tal vez algunas vidas se pudieron haber salvado”.
Ana García es una mujer mixteca e integrante del colectivo Jóvenes Indígenas Urbanos de la ZMG (JIU) -organización que tiene como objetivo visibilizar a los indígenas urbanos de la Zona Metropolitana de Guadalajara para contrarrestar la discriminación-, ella asegura que al momento en que las mujeres indígenas migran de sus comunidades a las zonas urbanas son automáticamente violentadas física y verbalmente por portar las vestimentas de su comunidad.
Es por ello que la segunda o tercera generación de mujeres indígenas que migran a las ciudades han decidido ya no utilizarla, acción que también replican con sus hijas e hijos, esto porque que ellas y ellos no vivan, la discriminación, el estigma y la violencia que ellas padecieron.
Aukwe Mijares no recuerda el momento preciso en el que vivió su primera discriminación en la ciudad; sin embargo, sí tiene marcadas las palabras que utilizaron para nombrarla, y con las que ella claramente no se reconocía:
“Desde que yo era niña a mí me decían ‘María’ y yo no entendía por qué me decían eso, de hecho no lo entendí hasta que ya era grande. O india y son esos dos los que más recuerdo que me decían.”
Lo que también recuerda es que tanto en el preescolar, primaria, secundaria y universidad fue blanco de burlas por parte de maestros, compañeros y demás personal. También tiene en su memoria que para ya no vivir estas agresiones, en la preparatoria decidió “usar la ropa aceptada en los contextos urbanos”.
A esa decisión llegó luego de que probó las vivencias que tenía cuando iba a clases con “ropa normal” y cuando acudía con la ropa tradicional que portan las mujeres wixárika. Los resultados sustentaron lo que ella predecía: la discriminación inicia cuando las otras personas utilizan su vestimenta como un vehículo para estigmatizarla y violentarla.
Esta violencia continuó para ella cuando cursó la Licenciatura en Comunicación en una universidad privada de Jalisco, lugar donde fue discriminada por parte de profesores y alumnos. Una maestra, por ejemplo, le hizo comentarios ofensivos en repetidas ocasiones por usar la vestimenta originaria de su comunidad. Incluso se atrevió a decir frente al grupo que “ella por ser indígena que no sabía leer”.
Por otra parte, sus compañeros de clases también tuvieron esas conductas discriminatorias, pues notó como en diversas actividades escolares, la hacían a un lado por usar la vestimenta de su comunidad.
Ariadna Solís, de acuerdo a su experiencia, reafirma que los espacios académicos no siempre son seguros para las mujeres indígenas. En su caso, narra que en una ocasión al portar un huipil (prenda originaria de Yalalag) durante un evento de la universidad en la que realizó su maestría; dentro de esa mesa de diálogo donde compartió espacio con otras mujeres indígenas y un fotógrafo, éste último realizó un comentario que le molestó:
“En esa mesa donde estábamos nada más mujeres indígenas portando nuestros trajes (porque es otra cuestión, como se les ha llamado: trajes típicos, trajes tradicionales), este fotógrafo dijo: `que placer de estar rodeado de tanta belleza indígena´. A mí su comentario no me pareció, porque pensando en la representación de mujeres indígenas se ha tomado desde este punto de vista exótico, como objetos de desprecio y deseo a la vez”.
De igual manera, Ariadna asegura que el primer tipo de violencia que ella vivió fue “perfilamiento racial”, un término relacionado con la estigmatización de la apariencia de las personas de tez morena; es decir, una forma de racismo.
A esta situación también se le suma la violencia que viven específicamente como mujeres:
“Luego se junta o se agrega con el hecho de que somos mujeres, y pensando en esto las violencias patriarcales que vivimos en muchos aspectos, no sólo de acoso y abuso sexual, sino también de las oportunidades económicas al momento de querer entrar en espacios académicos, pero también a la hora de querer entrar en espacios laborales.”
Además de los espacios laborales, académicos y profesionales también son agredidas en espacios urbanos de esparcimiento en su vida diaria, lo que quiere decir que ningún espacio es libre de violencia, discriminación, ni agresiones.
Así lo ha experimentado Ariadna Solis en teatros, conciertos o restaurantes, espacios en los ella no siempre se siente segura por la forma en la que es percibida; tal como lo sintió Aukwe cuando se le impidió su entrada a un centro comercial por su apariencia y vestimenta.
En ambas circunstancias para ellas hay dos comunes denominadores: ser mujeres indígenas y reafirmarlo a través de sus vestimentas.
Aukwe Mijares caminando por las calles de Guadalajara (Foto: Leslie Zepeda).
Socialmente, la reproducción y portación de la vestimenta de los pueblos originarios, la conservación de la lengua, de la alimentación y el sostenimiento y cuidado de la vida comunitaria, han sido actividades y roles asignados a las mujeres indígenas.
Para Ariadna Solis esta situación histórica ha perpetuado en las comunidades indígenas ciertos roles de género que han hecho para ellas casi obligatorio el portar las vestimentas originarias, “lo cual resulta algo muy violento, pues no ocurre igual en los hombres”.
Al respecto, Aukwe Mijares menciona que su mamá le enseñó a bordar cuando tenía cinco años. Ella reconoce que la mayoría de quienes aprenden estas prácticas a temprana edad son las niñas:
“Todo es por los roles o las tareas asignadas a cada género, como eso que dicen que la tarea doméstica es sólo para la mujer. Pienso que esa parte se ve reforzada cuando no enseñan a los hombres”.
Si bien, la elaboración y el uso de la vestimenta de las comunidades indígenas han sido asociadas como una tarea femenina, lo cierto es que, de acuerdo con Solís y Mijares, los textiles de sus comunidades poseen una identidad en términos de memoria histórica de sus culturas, pero también con lo concerniente a una memoria histórica de los contextos de opresión de las naciones en las que viven los pueblos indígenas.
En el caso de la comunidad Wixárika a la que pertenece Aukwe, ella cuenta que tienen una gran diversidad en su vestimenta, porque según refiere la misma puede variar por cada comunidad, aunque también sean Wixárikas. Las formas, texturas, telas y colores son algunas de sus variaciones.
Lo que tienen en común todas las prendas es que portan diferentes de ellas para ocasiones especiales para ellas y ellos, como es el caso de las ceremonias religiosas en las que usan las prendas, en su caso, hechas, ya sea con manta o telas comunes, pero siempre con las imágenes de sus dioses.
El venado, el peyote, la milpa, las estrellas y el águila son algunos de los símbolos que representan las creencias de la comunidad Wixárika y que llevan en el cuerpo cada que visten su ropa tradicional, lo que además de cumplir con la necesidad básica de vestir, también hace referencia a quienes son sus guías en este plano y que está completamente marcada por la naturaleza porque es ella quien les proveé la ropa, en el caso de la lana, el agua, la leña, los alimentos, salud y el resto de sus necesidades, y que ellas y ellos con sus propias manos crean lo que la naturaleza les brinda.
“A mí me gusta usar mi traje porque si lo uso puedo invitar a la gente a apreciar, a valorar la cultura, las lenguas, a compartir nuestras formas de ver las cosas y a ir cambiando poco a poco esa idea. Nosotros no somos malos, aunque nos hacen sentir como si uno fuera malo, sino que es otra forma de ser solamente.”
Así, Aukwe reconoce que la vestimenta que llevan las mujeres también es definida por los roles de género, el ejemplo de ello es el uso del pañuelo en su cabello, éste les sirve, en un sentido práctico, para cubrirlo del sol para que no se maltrate, pero también para cubrirse, no exponerse ante las miradas ajenas.
Al igual que el largo de sus faldas y las mangas de sus brazos que evitan sean observadas por otros, la tela las cubre, pero expone la sexualización de su cuerpo. Además, en el caso de las mujeres mayores con un mayor rango religioso, son ellas quienes pueden portar, al igual que los hombres, un sombrero con chaquiras colgando, pero sobre todo con plumas de aves que van acumulando con el paso de los años.
Con el tiempo, la mujer Wixárika ha llegado a estas reflexiones y, a pesar de ello, han decidido resignificar cada parte de su vestimenta, tomarla con orgullo y fuerza ante las adversidades que implica vivir en la zona urbana que constantemente las rechaza. Usar ese pañuelo que la cubre, las mangas holgadas y su extensa falda son ahora para Aukwe una muestra de su identidad individual como mujer indígena que resiste.
Ariadna comparte que, en el caso de Yalalag, la vestimenta tiene algunas particularidades en comparación con otras comunidades, ya que está constituido por un huipil de gran anchura, el cual cubre todo el cuerpo y debajo del cual se usa un lienzo que tiene una manera particular de amarrarse, y a eso se añade el rebozo.
Murales en la calle principal de Yalálag. Fotografía de Ariadna Solis.
En el cabello, se utiliza un rodete que son tiras de tela que se trenzan con el cabello y, en algunos casos, se agregan otras cosas que tienen signos de clase, como la joyería.
Solis agrega que, en el caso del rodete, al ser una pieza pesada y difícil de colocar, se requiere de la ayuda de otras mujeres, lo cual es una forma de unidad y apoyo entre ellas.
Aunado a ello, Ariadna remarca que portar su huipil, junto con el resto de prendas, tiene un significado de la lucha y la memoria histórica de su comunidad, todo desde un posicionamiento identitario y de pertenencia.
Asimismo considera que el hecho de que una mujer porte la vestimenta de su comunidad genera un reconocimiento por parte de las demás, en el sentido de que así “es como conocemos e identificamos a qué comunidad perteneces”.
Las mujeres que utilizan huipiles todos los días también tienen un huipil asignado para eventos especiales, así como para el día de su funeral:
“Ellas suelen heredar sus huipiles a sus nietas e hijas, o se entierran con ellos, y eso me parece muy lindo, en el sentido de que estos objetos no se acumulan sino que se dejan transitar con los cuerpos que los usaron, a diferencias de los que están en los museos”.
También reconoce que al portar los textiles de su comunidad “estás cargando todo el tiempo con tu memoria y con tus ancestras”. También expresa que, a ella, le gusta pensar que los huipiles que utiliza fueron una herencia de su abuela, ya que las prendas elaboradas en las comunidades indígenas, son prendas de larga duración, lo que las convierte en objetos patrimoniales para las mujeres, los cuales: “puedes heredar a tus hijas, en los cuales tienen una especie de resguardo material, para que ellas puedan venderlo si es que tienen alguna dificultad económica”.
En su caso, ella comenta que sus huipiles suelen reservarlos para ocasiones especiales dentro de las dinámicas de su comunidad, así como para momentos de su vida que son significativos:
“El día de mi graduación yo decidí ponerme mi huipil intentando decir `nos merecemos también estos espacios´, sin importar si es por un deseo, por la necesidad económica o las razones que tenga cada quien para ocupar estos espacios. Elijo con cuidado en qué momentos ponerme mi huipil, pero las fiestas de mi comunidad intentaron hacerlo más evidente”.
Por otro lado, Aukwe comenta que el portar las prendas wixáricas es no olvidar quienes son, a dónde pertenecen, es su origen, identidad personal y comunitaria:
“En mi caso me siento orgullosa de lo que soy, me gusta usar mi traje, mis collares. Me siento orgullosa de que mis padres sean Wixárikas, de la cultura que llevan, del lugar donde en la Sierra, de las montañas, del agua, me siento muy contenta de eso, no me siento avergonzada como muchos nos hacen sentir que lo que somos es malo”.
Ariadna menciona que la resistencia a través de la vestimenta originaria de sus comunidades es un “posicionamiento político”. Esta es una forma de lucha, de defender su derecho de permanecer en el mundo de la forma en que ellas deseen y decidan, ya que:
“El espacio público y demás están pensados para unas corporalidades hegemónicas muy particulares, y ahí es en donde se cruza el género, la raza, la sexualidad, y pareciera que los espacios están hechos para hombres cishetero blancos, burgueses, sin ningún tipo de discapacidad”.
Por otro lado, Ariadna sentencia el hecho de que hasta hace unos años, antes de que los textiles de comunidades indígenas estuvieran de moda entre las élites culturales hegemónicas, usarlos era una forma de crear vínculos:
“Era muy bonitos cuando veías a una mujer portar un huipil, porque sabías que si no era de Yalalag, tal vez tenía una cercanía con la comunidad. En la ciudad nos reconocíamos entre nosotras y hacíamos comunidad a partir de esto. Era una forma de resistir en medio de este mundo tan hostil”.
Asimismo, Ariadna denuncia que el Estado mexicano utiliza a las mujeres indígenas para representar el pasado histórico de México, en un intento por feminizar e indigenizar la mirada del país ante el resto del mundo, lucrando así con la vestimenta de las mujeres indígenas y generando que las élites culturales se apropien de las prendas y acumulen decenas de estas.
Hoy en día, ambas mujeres indígenas concuerdan en que portar sus vestimentas originarias en los propios espacios en los que son violentadas por más de una razón, es una forma de resistencia política, pues al hacerlo buscan ejercer y hacer valer su derecho a la identidad individual y comunitaria, pero también porque al usarlas son, como sugiere Ariadna Solis, son sabedoras de los afectos que mujeres indígenas transmiten generación a generación.
Pues a diferencia de “la ropa urbana”, las suyas son vehículos de conocimientos culturales que confrontan a las personas con un pasado histórico que preferirían olvidar y que ellas representan con orgullo porque, pese a todo el contexto violento que se agudizó en el marco de la pandemia, las comunidades y mujeres indígenas persisten y resisten siendo quienes son y con la dignidad que les da el mostrarlos a través de cada una de sus vestimentas.
Ariadna remarca que ella en su día a día se muestra claramente como una mujer indígena, utilizando faldas largas, rebozos y blusas tejidas, para mostrar su identidad comunitaria y su posicionamiento.
“Los textiles tiene una forma de pertenencia comunitaria, y una identidad en términos de memoria histórica, de nuestras comunidades, pero también la memoria histórica de los contextos de opresión de las naciones en las que vivimos, y cómo eso se ha reflejado en nuestro uso de los textiles. En este punto de la representación, yo pienso en los textiles de mi comunidad y los pienso como textiles de lucha”.
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Esta historia fue realizada con el apoyo del Fondo de Respuesta Rápida para América Latina y el Caribe organizado por Internews, Chicas Poderosas, Consejo de Redacción y Fundamedios. Los contenidos de los trabajos periodísticos que aquí se publican son responsabilidad exclusiva de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de las organizaciones.
*Este trabajo fue realizado por ZONA DOCS, que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar el original.
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