La política urbana en la Ciudad de México no suele aprender de su pasado. Al contrario: parece practicar con disciplina el arte de la amnesia institucional. El caso de Clara Brugada es ejemplar. Su ambiciosa promesa de construir 100 “Utopías” en la capital suena, a primera vista, como un acto progresista. Pero una mirada más cercana revela otra historia
Por Nelly Segura*
La política urbana en la Ciudad de México no suele aprender de su pasado. Al contrario: parece practicar con disciplina el arte de la amnesia institucional. Cada sexenio, cada cambio de gobierno, cada nuevo proyecto, implica empezar desde cero, sin importar si hay algo valioso sobre lo que se pueda construir. Aquí, borrar se ha convertido en la forma más común de gobernar. La destrucción simbólica —y a veces literal— de lo anterior se confunde con innovación, aunque lo nuevo no necesariamente funcione mejor… ni responda a las verdaderas necesidades de la gente.
El caso de Clara Brugada es ejemplar. Su ambiciosa promesa de construir 100 “Utopías” en la capital —espacios de cultura, recreación, deporte y servicios— suena, a primera vista, como un acto progresista. ¿Quién podría estar en contra de más lugares públicos en una ciudad desigual? Pero una mirada más cercana revela otra historia: imposiciones sin consulta, obras duplicadas, gasto excesivo, borrado de memoria colectiva y una constante: el desprecio por la organización comunitaria que ya existe.
La lógica es clara: imponer el sello propio, aunque eso implique destruir el trabajo de otros. Aunque eso implique pasar por encima de la historia local, de las voces vecinales, de los espacios ganados con años de esfuerzo colectivo. Porque el ego pesa más que la empatía. Porque en esta ciudad —y en la política nacional— la soberbia suele camuflarse de visión.
Clara Brugada no lo inventó. Desde hace décadas, la Ciudad de México ha tenido espacios públicos pensados para el bienestar y la integración: Escuelas de Artes y Oficios en los 70 y 80, Centros de Barrio, FAROS, PILARES. Algunos funcionaron, otros no, pero todos compartieron un rasgo: fueron efímeros. Lo que faltó siempre fue continuidad. El problema nunca fue la falta de ideas, sino la obsesión por reiniciar el reloj cada seis años. Nadie hereda, nadie da continuidad, nadie quiere administrar lo que no parió políticamente.
Cuando Claudia Sheinbaum asumió la Jefatura de Gobierno, optó por crear los PILARES: Puntos de Innovación, Libertad, Arte, Educación y Saberes. El nombre, rebuscado. El proyecto, irregular. En muchos casos, los PILARES se instalaron en espacios ya existentes, desplazando a quienes los usaban, fueran profesores, vecinos o trabajadores comunitarios. El resultado: edificios nuevos con serias denuncias por explotación laboral, ausencia de derechos y falta de reconocimiento para los talleristas. El Gobierno los llama “prestadores de servicios” o “becarios”. Sin seguridad social. Sin contrato. Sin respaldo. Si tienen fiebre o muela picada, que se las arreglen.
Brugada, en su paso por Iztapalapa, fue más lejos: no se conformó con apropiarse de lo existente. Ella decidió construir, edificar, levantar estructuras monumentales que reflejaran su paso por la administración. A eso lo llamó “Utopías”. Un nombre que suena a idealismo, pero que en la práctica ha significado arrasar para imponer. Clara construye como quien grita: “Aquí estoy. Este espacio es mío. Esto es lo que dejo.”
En Iztapalapa, sus Utopías encontraron eco. La alcaldía, con 1.8 millones de habitantes y un largo historial de marginación, sí requería espacios públicos de calidad. La Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) la colocó este año como la demarcación con mayor percepción de inseguridad. La necesidad era real. Y en ese contexto, las Utopías fueron bien recibidas.
Pero lo que funcionó en Iztapalapa, no necesariamente aplica en el resto de la ciudad. Y sin embargo, Brugada, ya como Jefa de Gobierno, prometió construir 100 Utopías más. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Para quién? Poco importa. Lo central no es la planeación ni la pertinencia. Lo central es dejar huella, seguir construyendo, a toda costa.
En Xochimilco, el proyecto amenaza con reemplazar campos deportivos y áreas verdes activas. No terrenos abandonados, como afirman las autoridades, sino espacios vivos, donde hay niños jugando, ligas organizadas, vendedores, familias. Como si eso no bastara, se planea una chinampa artificial para paseos turísticos gratuitos, no para los habitantes, sino para visitantes… durante el FIFA Fan Fest. Lo ecoturístico, según esta visión, no es para los pueblos originarios, sino para la selfie del visitante fugaz.
¿Consulta pública? Ninguna. ¿Alternativas? Ignoradas. Los vecinos no rechazan el bienestar. Lo que rechazan es la destrucción de lo que ya funciona. Pero Clara no escucha. Y cuando escucha, descalifica: “conservadores”, “enemigos del progreso”.
En la administración pasada, el Parque Japón fue remodelado con más de 30 millones de pesos. Está en buen estado. Por eso, vecinos propusieron construir la nueva Utopía en una zona con verdaderas carencias. Pero Brugada respondió que la oposición era “clasista”. No, señora. No es clasismo. Es sentido común. ¿Para qué invertir en lo que ya se renovó? Aunque al principio dijo que aceptaría el cambio de ubicación, luego, en conferencia, afirmó que el proyecto sigue en pie. Tirar dinero público no parece molestarle. Al contrario: lo hace con entusiasmo.
San Pedro Cuajimalpa está a 2 mil 600 metros sobre el nivel del mar. Es frío. Está lejos. Y ha sido históricamente olvidado. Pero ahora, para su Utopía, el gobierno planea una obra gigantesca: teatro, foro al aire libre, museo, biblioteca y alberca. ¿El problema? Que ya hay todo eso… a unos metros. Un foro nuevo costó 14 millones apenas el año pasado. Hay siete albercas públicas en la zona. Una está tan vacía que se ha considerado cerrarla. Otra se transformó en gimnasio.
La nueva construcción —moderna, de cuatro pisos— rompe con todo lo que identifica al pueblo: casas de adobe, calles empedradas, una parroquia que ha sido el corazón del lugar por siglos. Además, se pretenden usar terrenos donados por los abuelos y bisabuelos de los pobladores, quienes cedieron sus casas para crear canchas y jardines. Hoy, eso pretende ser borrado.
¿Un salón de usos múltiples? No está contemplado, aunque las fiestas del pueblo y los eventos religiosos lo exigen. ¿Regaderas para peregrinos? Tampoco, a pesar de que el pueblo recibe la segunda peregrinación más grande del país. Peor aún: la nueva edificación tapará la entrada dela portada de a iglesia que año con año se realiza.
En otro módulo se pretende construir sobre la Casa Comunitaria, primer kínder del pueblo, refugio de memoria histórica, rescatado por los vecinos cuando el gobierno anterior quiso convertirlo en oficinas. Hoy, nuevamente, quieren borrarlo.
¿Y las canchas? Ni una de basquetbol o voleibol. En todo el pueblo originario no hay ninguna. Tampoco habrá estacionamiento en la zona con más conflictos viales de la alcaldía, justo frente al Ministerio Público, donde los autos chocados colapsan las calles.
Tras insistencia del Concejo del Pueblo, se realizará una consulta indígena para decidir si la comunidad acepta o no la obra. Pero el aparato de gobierno ya se ha activado para que todo salga como quiere Clara. Porque, según su lógica, si funcionó en Iztapalapa, debe funcionar en todos lados. Aunque las realidades sean radicalmente distintas.
He leído muchos argumentos a favor del proyecto. El más clasista: “evolucionen, ya no queremos ser un pueblo”. Hablar de pueblos originarios no es nostalgia: es defender un tejido social que sostiene, que protege, que organiza. No es rechazo al deporte o la cultura. Es exigencia de respeto. No se oponen al desarrollo, sino a que ese desarrollo pase por encima de ellos.
Pero frente a estas protestas, Brugada descalifica y minimiza: “solo son algunos vecinos los que se oponen; en colonias vecinas están a favor”. Claro. Las colonias vecinas no serán afectadas. O, mejor dicho: las colonias vecinas son aliadas de Morena.
El problema no es construir. Es construir sin escuchar. Es imponer sin mirar. Es destruir lo que sirve para poner lo que luce. En Cuajimalpa, la cancha de Castillo Ledón —única del pueblo originario— está deteriorada, sí, pero en ella juegan más de 100 equipos. Gracias a esa cancha, más de mil niños se alejan de las drogas. Esa es una utopía real.
*Periodista y escritora
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