Una Ruta colombiana guía

3 noviembre, 2021

En 25 años la Ruta Pacífica de las Mujeres no han parado de movilizarse y de esparcir por los territorios la postura antimilitarista, feminista, con enfoque local, que pone en el centro a las víctimas. Sirva su experiencia de ejemplo para países como México, donde aún queda mucho por desenmarañar de las violencias vividas y que prevalecen

Twitter: @Celiawarrior

El próximo 25 de noviembre se cumplirán 25 años de la primera movilización de la Ruta Pacífica de las Mujeres, movimiento referencial colombiano integrado actualmente por más de 300 organizaciones de mujeres en diversos departamentos. Aquella primera vez que se manifestaron, en 1996, tenían la intención de “poner en evidencia” —en palabras de Marina Gallego, coordinadora nacional de la organización— los impactos del conflicto armado en Colombia sobre sus vidas. Algo que hasta ese momento ni era parte de la narrativa del conflicto ni se había investigado con suficiente seriedad.

“Lo que se visibilizaba era una victimización muy masculina, desaparecidos, asesinados, secuestrados. Por lo tanto [con] las mujeres parecía que no pasara nada, mientras transcurrían todos estos hechos victimizantes o heroicos por parte de los actores armados”, cuenta Marina del discurso social-político-mediático que prevalecía.

En adelante y hasta la fecha, el trabajo de la Ruta se convirtió en un referente importantísimo para la región, donde por desgracia se repiten —con sus diferencias, por supuesto— estrategias represivas y problemáticas sociopolíticas. Lo paradigmático de la Ruta fue que señalaron la necesidad de la diferenciación de los impactos en hombres y mujeres de la violencia en contextos de conflictos armados y, quizá aún más significativo, de la participación de las mujeres en la búsqueda de resoluciones, en la construcción de la paz. 

En 2009 comenzaron a recabar los testimonios de la Comisión de la Verdad de las Mujeres, que en años posteriores se traducirían en un compilado de experiencias de las víctimas, de su participación en el conflicto, además de sus demandas y reivindicaciones. Para ello, Marina cuenta que hicieron una revisión de otras comisiones de la verdad, en búsqueda de alguna que hablara de temas específicos frente a las mujeres. Hallaron que en Perú y en Guatemala “había habido algo todavía tímido”, muy tímido, “y no ha habido una comisión de la verdad de las mujeres nunca, en ningún país del mundo”.

La Comisón de la Verdad de las Mujeres de Colombia sería la primera y sería un acto para recuperar su memoria, sin otra aspiración más que no se les borrara de la historia y, quizá, que al expresar sus experiencias existiera una especie de reparación simbólica. 

Sin embargo, sin preverlo, los efectos de esta recuperación irían más allá. En años posteriores el ejercicio fue considerado en escenarios institucionales para incluir una perspectiva de género en las negociaciones de la paz. Sin él la posibilidad de incluir a las mujeres víctimas en procesos de reparación más allá de los simbólico, con todas las particularidades que eso implica, posiblemente se habría obviado o sería aún más difícil de lograr en la actualidad.

El rescate documental permitió visibilizar el “continuo de la violencia que sufren las mujeres con el conflicto armado”. Es decir, la suma de las violencias derivadas de la guerra, a las discriminaciones o violencias estructurales que les preceden. Pero también permitió rescatar lo que hasta el momento se había invisibilizado, claramente de manera intencionada: el trabajo fundamental de las mujeres para sostener el tejido social en las diferentes regiones de Colombia durante la guerra.

En 25 años la Ruta Pacífica de las Mujeres no han parado de movilizarse y de esparcir por los territorios su “norte político”, como lo describe Marina: la postura antimilitarista, feminista, con enfoque local, que pone en el centro a las víctimas. Sirva su experiencia de ejemplo, de guía, de ruta, para otros países como México, donde aún queda mucho por desenmarañar de las violencias vividas y que prevalecen. 

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