Una bomba de tiempo llamada San Salvador (6/12)

8 abril, 2016

En el discurso oficial, la violencia con la que empezó el 2016 es producto de pleitos de pandilleros. Las pandillas, en cambio, acusan una cacería del gobierno. Los políticos pelean el botín electoral que representan las bases sociales de 80 mil maras que hay en esta ciudad. La iglesia católica, que promovió la tregua en 2012, está replegada. Detrás del ruido, queda la pregunta: ¿quién gana con los 23 asesinados de cada día?

Texto: José Ignacio De Alba y Fernando Santillán Fotos: Ximena Natera y Fernando Santillán

SAN SALVADOR, El SALVADOR.- El video circuló los primero días de abril. Tres hombres uniformados y con el rostro cubierto, que aseguran ser agentes de la Policía Nacional Civil, leen un comunicado “junto con el grupo de exterminio libertad o muerte”, en el que advierten que “todo tipo de opinión o comentario a favor de estos pandilleros terroristas serán tomados como enemigos”.

“No a la tregua. No al diálogo con estos parásitos”, remata el mensaje que los supuestos policías mandan a la comunidad internacional, a los defensores de derechos humanos, a las iglesias y al arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar Alas, quien días antes había pedido al gobierno no excederse en el uso de la fuerza con los pandilleros: “Le pedimos que se abstenga de opinar y continuar estas decisiones. Queremos que recuerde cómo Monseñor Romero se hizo mártir de la patria, no queremos que Monseñor quiera convertirse en mártir de las pandillas”.

La referencia al emblemático sacerdote católico que el 24 de marzo de 1980 fue asesinado mientras oficiaba una misa en la capilla de un hospital, removió la memoria.

Óscar Romero –beatificado en 2015—es venerado en este país. El día anterior a su asesinato, había hecho un llamado al Ejército para cesar la represión contra el pueblo que se convulsionaba con el inicio de una Guerra Civil que dejó más de 75 mil muertos y desaparecidos en 12 años. “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios”, dijo entonces el cura.

Cuatro décadas después, El Salvador libra otra guerra, no oficial. El año inició con un promedio diario de 23 homicidios, casi todos de hombres jóvenes. Esta semana, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) lanzó una alerta sobre el aumento de solicitantes de asilo en México y aseguró que el número de desplazados por la violencia en Centroamérica “ha alcanzado niveles que no se veían desde los conflictos armados que sacudieron la región en los años ochenta”.

El partido que formaron las guerrillas tras los acuerdos de paz aquel 1992, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), lleva siete años en el poder y los pandilleros que controlan la ciudad lo acusan de tener escuadrones de exterminio contra la población civil.

“Sufrimos las consecuencias de una guerra para encubrir una dominación: antes, el paramilitarismo se arropaba con el pretexto del comunismo, ahora el pretexto es la guerra contra el narcotráfico”, dice, desde la hondureña comunidad de Santa Rosa del Copán, el sacerdote Fausto Milla, un hombre que ayudó a salvar la vida de refugiados salvadoreños durante la Guerra Civil.

La tregua que no fue

La historia es conocida y ha sido documentada ampliamente por el diario digital El Faro: en 2012, el obispo Fabio Colindres y el ex comandante guerrillero Raúl Mijangos, visitaron en las cárceles a los líderes de las dos pandillas que había en El Salvador –la Mara Salvatrucha y Barrio 18–, para impulsar un proceso de pacificación entre pandillas. Ellos aceptaron con la condición de que serían trasladados a penales de mínima seguridad, cerca de sus familias, y se iniciaría un proceso de integración social a través de proyectos impulsados desde el Estado.

Durante los meses siguientes las tasas de homicidio disminuyeron. Pero el programa de reinserción nunca llegó.

El partido opositor, Arena, acusó al gobierno del ex presidente Mauricio Funes de pactar con criminales y entregarles el control de los centros penitenciarios. El gobierno fue presionado por sus propios aliados y por Estados Unidos, que condicionó recursos para proyectos de reinserción.

Tres años después, el único resultado de la “tregua” entre pandillas fue la agudización de la fractura de Barrio 18, que en 2006 se había dividido en dos: la 18 sureña y la 18 R (revolucionaria). Ahora, los revolucionarios se negaban a un trato con la MS.

Según estimaciones oficiales, en El Salvador hay más de 80 mil pandilleros. Los grupos políticos mantienen un duro discurso contra las pandillas, pero bajo la mesa todos se disputan su base social.

En marzo pasado, el Faro difundió un video, grabado durante la campaña presidencial, que muestra a Ernesto Muyshondt, entonces vicepresidente de Arena y un duro crítico de la tregua, negociando con los líderes de las pandillas, a los que ofreció terminar con el régimen de máxima seguridad de la cárcel de Zacatecoluca, donde están presos sus líderes históricos, si su candidato, Norman Quijano, ganaba la elección. Paradójicamente, la campaña de Quijano ofrecía “un país libre de maras”.

“El Salvador es un país polarizado y la oposición siempre llevará un propósito. El gobierno actual está cayendo en la trampa, porque está haciendo cosas que supuestamente le va a favorecer políticamente, y con esto va a haber una matanza”, advierte Martin Barahona, obispo emérito de la Iglesia Episcopal Anglicana, y quien forma parte de la Caravana por la Paz, la Vida y la Justicia que busca abrir un debate sobre la política de drogas en la región.

Soldaditos de los carteles mexicanos

Las pandillas tienen una estructura vertical y rígida. Ninguno de sus integrantes puede hacer nada si no recibe una orden superior. El palabrero es el que se encarga de llevar la palabra (y dar la órdenes de lo que hay que hacer: “hoy toca operativo” o “hay aquí un soplón hay que limpiarlo”.) Los perros se encargan de llevar información para los corredores, que a su vez llevan la información del penal. Los chuchos son los sicarios. Las mulas viven de vender puchito, es decir un dólar (de droga), pero no pueden consumir. “Al que lo encuentren haciendo eso lo pueden hasta matar, porque si anda alucinado no puede hacer ese tipo de cosas. Pueden beber pero ciertos días. Si es poste no se puede mover de su lugar, aunque esté crudo. Y si no está en su lugar lo pueden hasta zapatear, o le dan su minuto loco”, cuenta un ex pandillero que rechaza la idea de que la violencia de las pandillas sea por un asunto de guerra contra las drogas.

Las pandillas, dice, viven de la extorsión. Y el dinero que reciben lo mandan para los penales, para pegar a los abogados, a los custodios, a los policías, al alcalde de la prisión. O lo usan para comprar armas. Pero no son los consorcios que mueven toneladas de droga y armas por el país.

Lo que sí ha pasado, dice, derivado del fenómeno migratorio, es que el trato con carteles mexicanos ha hecho más violentos a los pandilleros.

“Los zetas los tienen ahí guardaditos hasta que se cumple el número. Ellos te ofrecen negocio la mayoría de los soldados que tienen son centroamericanos. Las meras cabezas allá son mexicanos”, dice.

“Se gana buen billete, 300 dólares a las personas que quieren ir a hacer los paquetes. Son fuentes de empleo. No tenemos prestaciones, pero nos va bien. A mí me preocupaba nada más el trabajo, darle de comer a la gente, atender bien al migrante y tener limpio el lugar. (En Reynosa) me di cuenta que los del (cartel del) Golfo no reciben MS y si los reciben los tiran al río, los matan. Los Zetas sí agarran MS. Allá se entrenan y luego llegan al El Salvador a entrenar a otros y eso es lo que los ha hecho más violentos”.

Terroristas y escuadrones de exterminio

Una de las peticiones era que los ranfleros (jefes) no fueran trasladados a penales de máxima seguridad. Su argumento era que sin órdenes claras las estructuras de abajo se iban a salir de control. “Si no hay un perro grande que los guíe los perritos se nos sueltan, y esto se va a poner cabrón”, dijo uno de los dirigentes al grupo que cabildeaba la tregua.

A finales del 2014. La tregua se iba al caño. “Participamos en una mesa donde estaba el gobierno, las empresas, privadas, la gente del FMLN y Arena. Presentamos una carta pastoral al gobierno para que mantuviera los acuerdos, pero nomás salimos y empezaron a moverlos a los penales.”, dice Giovanni Marroquín, integrante de la Iniciativa Pastoral por la Vida y la Paz (IPAZ), una organización ecuménica que nació en 2012 y que al principio incluyó a la iglesia católica.

“En el sector de las campaneras asesinaron a tres muchachos, los policías empezaron a jugar al tiro con ellos enfrente de toda la colonia. Eso indignó a las pandillas y se fueron contra las familias de los policías. Mataron a la mamá del primer policía, de la delegación de Zacatecoluca”.

En julio de 2015, los revolucionarios, ya separados de la 18 original, provocaron un paro nacional de transporte público y emplazaron a todos dueños y choferes de las rutas de no salir dar el servicio por tres días. Lo consiguieron. Los únicos que se lograron mover fue el ejército con sus vehículos.

A partir de la Ley contra Delitos de Terrorismo, vigente desde 2006, el gobierno de izquierda declaró terroristas no sólo a los pandilleros, sino a quienes tengan contacto con ellos.

Según los defensores de derechos humanos y las propias pandillas comenzaron a operar escuadrones de exterminio. En la versión oficial, los pandilleros han muerto en enfrentamientos con la policía. Pero no hay investigaciones que lo comprueben. Páginas de internet controladas por administradores anónimos, empezaron a subir imágenes de los supuestos enfrentamientos en las que se ven adolescentes asesinados, boca abajo, con las manos en la espalda o en la cabeza.

Pero estigma de las pandillas es tan fuerte (y sus excesos), que a la mayor parte de los salvadoreños le importa muy poco lo que les pase.

“En Ipaz tenemos al menos 100 desparecidos registrados. Hemos puesto la denuncia en derechos humanos, pero no hemos sido escuchados”, dice Marroquín.

¿Quién gana con el fracaso del diálogo?

En El Salvador, por cada recarga telefónica hay un impuesto de cinco centavos de dólar que va a las arcas de la seguridad.Asignaciones similares han pasado del agua o la luz. «Todo es para seguridad, Ahora, hasta de las pensiones quieren quitar recursos para pasarlos a la seguridad», dice el activista.

¿Quién vende las armas, quién vende las municiones? No se sabe, pero en los últimos años han surgido unas treinta empresas de seguridad privada cuyos dueños son ex policías.

También han surgido montones de iglesias nuevas, porque el Plan Salvador Seguro establece que serán las iglesias las encargadas de manejar los recursos destinados a la reinserción.

“El país está complicado, pero es el gobierno el que nos ha complicado todo, con tantas leyes tontas que no sirven para nada”, dice Marroquín, convencido de que las pandillas no van a desaparecer, por más que las persigan, porque son parte de la comunidad. Y tampoco van a cambiar porque no tienen opciones. Los ex pandilleros no pueden trabajar más que en los call center, que son las nuevas maquilas del país.

“Así como está el gobierno se puede soltar algo fuerte si no se sienta a dialogar. Ahorita tienen escondida a su gente, porque a cualquiera que encuentra lo acribillan. Pero no va a durar. Ellos no pueden sostener una guerra, pero sí pueden hacer daño”, dice el activista.

Por lo pronto, el 26 de marzo, en una sui géneris conferencia de prensa, los líderes de las tres pandillas anunciaron un cese temporal de homicidios, presentaron una petición con treinta puntos y lanzaron un mensaje a las iglesias y a la comunidad internacional para que les ayuden a construir un nuevo pacto social. “Demasiada sangre se ha derramado sin razón alguna”, dijo uno de ellos.

La respuesta llegó cuatro días después, con ese video donde tres hombres encapuchados, que dijeron ser de la Policía Nacional Civil, lanzan una advertencia al obispo de San Salvador: ni diálogo, ni tregua.


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“Este trabajo forma parte del proyecto Pie de Página, realizado por la Red de Periodistas de a Pie. Conoce más del proyecto aquí: https://piedepagina.mx».

Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).

Integrante de la Red de Periodistas de A Pie y Pie de Página, Sociólogo por la UAM-X, fotógrafo y comunicador de oficio.

Ha participado en las exposiciones de fotografía: 1985-2017 de los Escombros a la Esperanza y en el Festival Internacional Tierra Beat 2019.

Periodista visual especializada en temas de violaciones a derechos humanos, migración y procesos de memoria histórica en la región. Es parte del equipo de Pie de Página desde 2015 y fue editora del periódico gratuito En el Camino hasta 2016. Becaria de la International Women’s Media Foundation, Fundación Gabo y la Universidad Iberoamericana en su programa Prensa y Democracia.