La crisis en Venezuela es un reto para Andrés Manuel López Obrador. Hasta ahora el principio juarista de no intervención es una salida cómoda al problema, pero tarde o temprano México deberá asumir un papel más activo
Fue un comentario suelto. “Lo que buscamos es restablecer la Constitución de 1999”, dijo Carlos Veccio, representante de Juan Guaidó en Washington.
En la vorágine que desató el intento de derrocar al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, pocos entendieron la dimensión del comentario.
La frase del enviado de Guaidó, quien se proclamó presidente interino de ese país, desnuda el corazón de la crisis política que sufren los venezolanos desde hace varios años.
En 1999 Hugo Chávez Frías fue elegido como mandatario de Venezuela, y a partir de ese momento emprendió una serie de reformas legales y de políticas públicas que modificaron el rostro de la nación sudamericana.
Los cambios quedaron plasmados en la Constitución que se convirtió en el emblema y punta de lanza de los gobiernos de Chávez primero, y de Maduro después.
Pretender que se apliquen las leyes anteriores lleva un mensaje: erradicar al chavismo, al que muchos culpan del desastre social en Venezuela.
En cambio quienes respaldan al régimen de Maduro acusan a los opositores de querer restablecer el antiguo sistema, donde unas cuantas familias controlaban las riquezas de todo el país.
Ambos lados tienen razón. El problema de ese país sudamericano es muy complejo y no puede entenderse a partir de una sola y simplista visión.
No puede resolverse desde afuera, con intentonas golpistas o la presión de grupos multilaterales.
Pero tampoco con la política de no intervención o frases históricas. Benito Juárez no siempre tuvo razón.
El gobierno de Nicolás Maduro ha resultado profundamente ineficiente, incapaz de mantener la relativa estabilidad que su antecesor mantuvo durante los 14 años que fue presidente.
El chavismo combatió la pobreza extrema y la desigualdad con subsidios y programas sociales. Quienes en otros años jamás tuvieron oportunidad de estudiar encontraron puertas abiertas –y gratuitas- en las universidades públicas.
También estableció un programa de becas para estudiar en el extranjero, sin restricción para elegir carreras ni necesidad de pagar más que el boleto de avión.
Muchos de quienes aprovecharon este subsidio, por cierto, ahora engrosan la oposición al chavismo.
Aunque en el discurso se mostraba hostil con los beneficiarios del viejo régimen y combatía a Estados Unidos, en la práctica Hugo Chávez permitió la inversión privada y estableció una productiva relación comercial con los gobiernos estadounidenses.
Todo se perdió cuando Maduro asumió el poder. A partir de 2013 inició un proceso de deterioro que se aceleró en los últimos tres años.
Maduro culpa a la caída en los precios del petróleo y a una serie de maquinaciones de opositores, empresarios y el gobierno de Estados Unidos de la crisis.
Tiene razón, pero no por completo. Una buena parte del desastre obedece a sus decisiones de gobierno.
Por ejemplo, durante una de las primeras crisis por desabasto de alimentos se comprobó que algunos comerciantes escondían las mercancías para crear un escenario de pánico.
La respuesta oficial fue controvertida: confiscó los bienes y sancionó a decenas de empresas, entre ellas algunas trasnacionales que no tenían vela en el entierro.
Otro ejemplo. La producción agrícola de Venezuela no se ha detenido. Hay regiones donde se producen miles de litros de leche y toneladas de carne cada semana.
Mucha de esa comida se desperdicia porque, 1, no hay forma de enviarla a las ciudades, y 2, la hiperinflación hace difícil su comercio. En los primeros años de Maduro el tipo de cambio se movía cada mes.
Ahora el valor del bolívar se modifica cada hora.
Del otro lado, entre los seguidores de Juan Guaidó y Leopoldo López –el opositor más emblemático del chavismo- también se cuecen habas.
Durante el gobierno de Barack Obama, Estados Unidos mantuvo una posición crítica al régimen madurista que se volvió abiertamente intervencionista con Donald Trump.
El activismo interno también cambió. Hace unos años miles salían a las calles a manifestaciones y marchas de manera pacífica, pero luego aparecieron bombas molotov y disparos de arma de fuego.
El 4 de agosto de 2018 Maduro sobrevivió a un atentado, cuando drones comerciales cargados con explosivos se acercaron al estrado donde el presidente encabezaba un acto político.
Los aparatos estallaron antes de alcanzar su objetivo.
Y en febrero Estados Unidos envió un avión militar cargado con ayuda humanitaria, que los seguidores de Guaidó pretendieron introducir por tierra desde Colombia.
Un convoy con la mercancía fue incendiado. No se sabe quién ordenó el ataque pero cuando se removieron los restos aparecieron cables metálicos, clavos, máscaras antigás y otros elementos que suelen utilizarse en las “guarimbas”, como se conoce a las protestas callejeras de la oposición.
Además, desde hace varios meses en casi todos los medios internacionales se promueve la imagen de una aparente crisis interna en el gobierno de Maduro, así como una creciente caída en el respaldo popular.
Un ejemplo ocurrió el martes 30 de abril, durante el intento de asonada en Caracas. En todo momento Juan Guaidó insistió en que las fuerzas armadas de su país ya no respaldan a Maduro, a quien define como un mandatario débil.
Inclusive el gobierno estadounidense afirmó que el presidente venezolano había aceptado abandonar el país, presionado por su gabinete.
Pero Maduro no se fue. Los militares no se unieron a Guaidó, como les pidió.
El opositor insiste en presentar al mandatario como alguien repudiado. Pero un presidente en esa posición no sobrevive a una asonada como la de este martes.
En medio de todo, la cara más grave es la crisis humanitaria que padece Venezuela y que ha obligado a más de 3.5 millones de personas a huir de la tragedia.
Es uno de los exilios más grandes de la historia reciente, y no hay señales de que pueda detenerse. Hace una semana un colega corresponsal me dijo que el país “se está cayendo a pedazos”.
Es verdad. Recientemente conversé con algunas familias venezolanas asiladas en México. Me contaron de los recién nacidos a quienes cubren con periódico porque no hay cobijas para abrigarlos.
De las personas a quienes extraen dientes sin anestesia, porque no hay en los consultorios. O del salario de todo un mes que apenas alcanza para comprar unos kilos de huevo.
Más allá de la política, ésta es la cruda realidad de Venezuela.
Cuando Andrés Manuel López Obrador asumió la presidencia de México no fueron pocos los que pensaron que, con su respaldo en las urnas –el más grande de la historia- y su cariz de izquierda sería el fiel de la balanza del conflicto en Venezuela.
AMLO, decían, podría convencer a Maduro de aceptar elecciones libres y vigiladas por la comunidad internacional.
Era una de las demandas de la oposición venezolana y también de organizaciones internacionales, como la OEA.
López Obrador no aceptó el papel. La mejor política exterior para su gobierno, repite, es la política interior.
Pero lo que sucedió el 30 de abril obliga a repensar esta decisión. Si bien el principio juarista de respetar el derecho ajeno como fundamento para la paz es una regla útil, también es cierto que México no puede permanecer ajeno a esta crisis humanitaria.
Uno de los ejes fundamentales en el gobierno de López Obrador es respetar los derechos humanos. Inclusive exige esto mismo en el caso de los mexicanos que viven en Estados Unidos.
Así, parece una contradicción que no se pida lo mismo a un gobierno amigo como el de Maduro.
No es todo. Miles de venezolanos eligieron a México como su refugio. El gobierno de AMLO ha ofrecido apoyo a todos los migrantes, e inclusive promueve ayuda a sus países de origen para que no tengan la necesidad de abandonarlos.
¿Por qué no hacer lo mismo con Venezuela? No se trata de unirse al coro contra Nicolás Maduro, pero tampoco de permanecer al margen.
La crisis venezolana se profundiza cada día. Tarde o temprano México deberá abandonar el confort del juarismo y asumir una posición más activa.
Cuál debe ser no está claro. Dependerá de la evolución –o involución- de la crisis de Venezuela.
Es una arepa caliente para Andrés Manuel López Obrador. Y cada vez hay menos tiempo de esperar a que se enfríe.
Productor para México y Centroamérica de la cadena británica BBC World Service.
Periodista especializado en cobertura de temas sociales como narcotráfico, migración y trata de personas. Editor de En el Camino y presidente de la Red de Periodistas de a Pie.
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