Unas cuantas empresas transnacionales tienen en sus manos la producción alimentaria de la que depende el resto de la humanidad. Estas concentraciones, que privilegian la productividad económica ante todo, ponen en riesgo el medio ambiente y la biodiversidad y hacen temblar a la variedad milenaria de nuestros maíces
Texto: Arturo Contreras Camero
Fotografía: Archivo / Duilio Rodríguez
El futuro del maíz, con su amplia diversidad de especies, está a merced de las decisiones de tres empresas mexicanas: Femsa, Bimbo y Gruma. ¿Cómo pasó esto? Para entenderlo, es necesario un mapa que explique cómo la alimentación se transformó en un negocio industrial.
Eso mismo busca el Atlas de la Agroindustria, un compendio de información para entender la maquinaria detrás de la industria alimentaria a nivel mundial; pues explica cómo un puñado de empresas han determinado la forma en la que miles nos alimentamos.
El compendio, elaborado por las fundaciones alemanas Rosa Luxemburgo y Heinrich Boll, detalla cómo fue que el maíz se convirtió en una materia prima esencial para varios sectores económicos, como el de la producción industrial de carne, pero sobre todo, el de alimentos ultraprocesados.
Estos productos inundan las alacenas del país, y del mundo, con comida fabricada con ingredientes procesados, entre ellos harina y aceite de maíz: papas, refrescos, jugos endulzados y demás golosinas que venden en las tiendas de conveniencia del país.
La mejor manera de explicar los impactos de esta manera de producir alimento es sencilla: voltear a ver la comida en las mesas de los hogares. “Nosotros tenemos productos en la mesa que no tenemos idea de dónde vienen, cómo se producen ni quiénes los cosechan. Objetos comestibles no identificables”, advierte Luis Bracamontes durante la presentación del Atlas.
Luis es parte de una red de cooperativas de consumo que intenta salirse del ciclo de consumo de la agroindustria. “La agroindustria ve a los alimentos como una mercancía, que es para quien pueda comprarlos. Estas redes intentan lo contrario, que todo mundo pueda consumir lo que necesita”.
A pesar de que México es el quinto país productor de maíz, por debajo de Estados Unidos, China, Brasil y Argentina, sus milpas resguardan una variadísima colección de maíces, que dependen en gran medida de las decisiones que estas empresas hagan.
De acuerdo con el informe, Gruma y Bimbo se desarrollaron gracias a las políticas de mercado impuestas por el Tratado de Libre Comercio a finales del siglo pasado. Ambas empresas ahora son agroindustriales transnacionales con posiciones divergentes en cuanto al uso de semillas de maíz ‘mejoradas’.
La renegociación del TLC dio en el nervio del problema al reunir a los principales empresarios del sector, quienes buscan garantizar los beneficios que les otorgaba el tratado anterior en términos de subsidios y ventajas en la comercialización, importación y exportación de alimentos.
Actualmente todavía se debate la regulación sobre el derecho de uso de las semillas mejoradas de maíz en el país. Su uso representa un enorme riesgo a la diversidad genética del maíz, o en otras palabras, el cultivo de las diversas variedades del grano.
El 25 por ciento del maíz que se siembra en México utiliza semillas comerciales para la siembra. Eso representa el 13.9 por ciento de la superficie agrícola de maíz. Estas semillas mejoradas son distribuidas principalmente por empresas transnacionales. El resto de la producción del país, el 75 por ciento, se lleva a cabo con las semillas nativas de muchas comunidades indígenas y campesinas.
Además, el sistema industrial de producción agropecuaria invisibiliza la punta de la cadena de producción: los campesinos, quienes son también los guardianes de la diversidad del maíz.
“Estas personas son las que ponen el cuerpo para alimentar al país, y son los guardianes de la diversidad, pero nadie se preocupa por ellos”, explica Natasha Montes, investigadora de la organización Voces Mesoamericanas y colaboradora en el Atlas.
La agroindustria nacional echa mano de la labor de miles de campesinos del sureste del país que viajan por temporadas y por sus propios medios a campos agrícolas en el noroeste.
“Hay una falta de responsabilidad de las empresas al hacer el reclutamiento”, explica Montes. El reclutamiento se hace en los campos, por lo que la gente que hace estas migraciones internas no tiene la certeza de que conseguirán un trabajo. “¡Que vayan a las comunidades a ofrecer el trabajo!”, reclama la investigadora. O que les den contratos, seguro social y muchos otros derechos que no se les otorgan.
En el otro extremo de la cadena está usted, yo y todo el mundo. Los consumidores, que por el control que ejercen estas empresas, terminan de alguna u otra manera ingiriendo sus productos.
“Este es un Atlas de los daños, cuando menos la agroindustria es el sector que tiene más impactos a la salud”, señaló al respecto Silvia Ribeiro, directora del grupo ETC, dedicado a cuidar la diversidad y vigilar la implementación de nuevas tecnologías en el campo
“La OMS asegura que las enfermedades por las que más gente se muere en el mundo no son infecciosas, sino que están vinculadas a la agroindustria y a nuestros hábitos de consumo”, asegura Ribeiro al describir una industria que se desarrolló en los últimos 40 años.
Además de explicar una parte del panorama agroindustrial del país, también explica los procesos con los que la industria mundial de alimentos defiende el aumento de su productividad por encima de cualquier otro valor, poniendo en riesgo el medio ambiente, la biodiversidad y la salud del mundo.
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