Mientras en Rusia las tensiones aumentan con ataques terroristas, en Ucrania crece la amenaza del avance ruso sobre las últimas grandes ciudades comerciales del este. Los vencidos son olvidados por las corporaciones humanitarias
Texto y foto: Narciso Contreras
UCRANIA. -“Solo tres o cuatro kilómetros dividen Ocheretyne de Rusia”, dice el pastor Leónidas haciendo un ademan con la mano derecha para marcar una distancia imaginaria en el aire. Con la izquierda, mantiene el control de la van blanca que conduce a alta velocidad cargada de cajas de ayuda humanitaria rotuladas con el logo de “Misión Samaritana”. Sonríe con la jovialidad de un hombre que no le teme a la muerte, mientras su mano derecha señala insidiosa la dirección del frente ruso y el repite “Satán, Satán”. A su lado, otra sonrisa delata un rostro austero, y mas bien adusto. Se trata de otro pastor, también de nombre Leónidas, que realiza misiones de ayuda humanitaria en la región del Donbás desde que estalló la guerra hace dos años. Son compañeros de cofradía, lideres de rebaños de almas, luz de los olvidados.
La van avanza entre las calles destruidas de la pequeña ciudad de Ocheretyne, los edificios a ambos lados del camino están reducidos a escombros y ruinas. Las siluetas de los militares apenas se asoman de entre los escondites y los sótanos. Vehículos camuflados avanzan endiablados a través de los caminos de nieve huyendo de los estruendos de la artillería que retumba sobre la copa de los árboles, entré los edificios abandonados y sobre el suelo.
Al llegar y bajar de la van el tiempo se alarga y crece la sospecha del peligro. Los pastores apenas se miran. Una pequeña multitud los espera. La mayoría son hombres y mujeres mayores, ancianos y ancianas, pensionados, desempleados, todos pobres. Entre ellos, algunos jóvenes, que se ocultan del reclutamiento obligatorio y de ser enviados a la guerra. El canto de la misa comienza y las ondas de las notas de las plegarias viajan a través del viento acompañadas por las explosiones. Los pastores reaccionan asustados, pero no cesan el canto. Pareciera que encuentran alivio al entregar alivio a los desamparados, a todos estos desarrapados y olvidados de las grandes corporaciones humanitarias.
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La misa termina y por un instante cesan las explosiones. Parece que por un momento, la divinidad de las plegarias alcanzó la tierra de los hombres, y la paz de los muertos se sienta en armonía a la mesa de los vivos. El pan y las cajas de alimentos se reparten, y con ellas la esperanza de sobrevivir o al menos de no morir de hambre, porque a esta esquina del mundo occidental, solo llegan las misiones de ayuda humanitaria que realizan pequeños grupos de voluntarios, como la de los samaritanos Leónidas.
Al irse el último hombre en la fila, el cruce de calles queda desierto. En dirección este y sur se llega a la estación del tren, desfigurada completamente por los ataques continuos de la artillería, a la pequeña villa reducida a escombros de Novobakhmutivka y a los campos abiertos, donde las fuerzas del ejercito imbatible de Moscú, arrebata con ferocidad palmo a palmo, las posiciones cada vez mas debilitadas de la línea de defensa ucraniana.
A dos años de una guerra recrudecida con Rusia, que en realidad comenzó en 2014, Ucrania se esta quedando sin hombres para reemplazar a quienes han sido heridos y han muerto. Los soldados amputados de viejas batallas, sin piernas y sin brazos, regresan a la línea del frente en abyecto sacrificio para cumplir la promesa que un día hubieron de hacer ante el altar de su familia, de su mujer y sus hijos, o ante el altar de Dios, de entregar su vida en combate al lado de sus hermanos en armas, que son los que mejor saben entenderlos una vez que hubieron de andar ese camino del que pocos retornan. Porque en esos paramos desolados de la línea del frente, agazapados a lado de los cuerpos muertos de los que quedaron enterrados en el lodo de las trincheras, el ultimo gesto de vida y amor que recibe un combatiente, se lo otorga su hermano de sacrificio.
Los que aun no han muerto se enfilan en marcha exhaustos hacia las batallas, asustados o no, convencidos o no, pero con la pena no purgada de la culpa atravesándoles el alma mientras labran con su propia sangre un juicio lapidario “por no haber hecho aun lo suficiente”. Y la culpa parece aún mayor en la conciencia colectiva, ante la frustrante desilusión de no tener control sobre la muerte, después de tomar la difícil decisión de ir a la guerra con Rusia. Una guerra que llegó a dos años con la población civil diezmada, casi 20 millones de refugiados y desplazados internamente, un endeudamiento público que cargarán durante décadas generaciones enteras de ucranianos y ucranianas, y la irreversible pérdida de casi 27 por ciento del territorio, que ahora ha sido integrado a la Federación Rusa.
Severodonietsk, Bakhmut y muy recientemente Avddiivka serán batallas y ciudades recordadas en adelante bajo un nombre ruso. “Tal vez sea la suerte de otros frentes que están cediendo poco a poco, como Zaporizhhizhia, Chasiv Yar, Kherson y Kupyansk”, teme el pastor Leónidas, mientras recorre con su dedo un mapa mental de la región del Donbás. Sin embargo, en las calles de las villas y poblados, crece el temor de un nuevo éxodo masivo de civiles el cual se prepara veladamente ante la amenaza creciente del avance ruso sobre las últimas grandes ciudades comerciales del este, Kramatorsk y Sloviansk, si estos logran romper la línea de defensa de los de Kiev.
La Ucrania occidental se constriñe en su frontera oriental ante las victorias militares de los separatistas prorusos, acompañados de un renovado y poderoso ejercito de Moscú. Pero eso no preocupa a ninguno de los dos pastores Leónidas, aunque el mas joven, el de la sonrisa temeraria, lleva puesto encima un chaleco antibalas, mientras el viejo pastor Leónidas toma en su puño el escapulario que le cuelga del cuello, lo aprieta contra su pecho y repite: “esta es mi armadura”.
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